Lo identitario, el ser y el pertenecer a grupos y comunidades con agendas y urgencias que no necesariamente se avienen entre sí o con el resto, es cada tanto una papa caliente. Y es, de paso, una manifestación de las mutaciones contemporáneas de la política y la cultura.
El sociólogo Jorge Larraín Ibáñez (80) es consciente del estado presente de las cosas. Ya en su libro Identidad chilena, publicado originalmente en 2001 y actualizado trece años más tarde, daba cuenta de un eje que se desplazaba mundialmente de la clase social a identidades encarnadas en nuevos movimientos. Estos, a su vez, ponían y siguen poniendo en alto, entre otros, el factor étnico y la dimensión sexogenérica como banderas de lucha.
Estudioso de la ideología, la modernidad latinoamericana y el populismo, este profesor emérito de la U. Alberto Hurtado ha sido un pionero local en cuestiones identitarias. Aunque no porque se lo haya planteado en estos términos desde un principio, según cuenta serenamente en el living de su casa, en la comuna de La Reina.
“Llegué en 1973 a Inglaterra, hice un doctorado y después me fui como profesor a la Universidad de Birmingham donde fui solicitado por el Departamento de Estudios Culturales”, recuerda. “Esa gente me dio muchas claves. En esa época yo funcionaba con esquemas de clases sociales y ellos, por el contrario, pensaban que este cuento de las clases y del marxismo estaba muy bien, pero que en general los sociólogos le daban muy poca importancia a otras diferenciaciones: ¿qué pasa con la raza? ¿Qué pasa con el género? ¿Qué pasa con la orientación sexual? ¿Qué pasa con la nacionalidad? ¿No hay ahí conflictos tanto o más importantes que los de clase?”.
Dice que le tomó algún tiempo llegar a preocuparse estos temas, pero que terminaron interesándole, entre otras cosas porque algo tenían que ver la identidad chilena. Cuando volvió a su país, en 1996, le pareció que este se encontraba aún anclado a las pautas de los 70. Pero no sería así por mucho tiempo, como pudo también constatar.
Antes y después llamaron su atención ciertas maneras de entender lo chileno, por lo demás aplicables a otras identidades colectivas. Y acaso la más vistosa es lo que llama el “esencialismo”, esa aproximación que piensa la identidad cultural como un hecho acabado, como un conjunto de experiencias comunes y de valores fundamentales compartidos “que se constituyó en el pasado como una esencia inmutable” y que “descuida la historia y el hecho de que la identidad va cambiando”.
Para otros fines, este esencialismo juega también un rol en nuestros días, observa el sociólogo. Un rol que no deja de ser inquietante.
Usted afirmaba en Identidad chilena que prácticamente en todo el mundo la política de clases ha sido reemplazada por la política de identidades. ¿Cómo veía el tema entonces y cómo lo ve hoy?
Cuando volví a Chile, la época de Pinochet estaba todavía demasiado viva. Los parámetros eran los que yo había dejado cuando salí. Respecto de los parámetros autoritarios no se había producido un cambio radical, pero por Dios que ha sucedido eso con posterioridad. Yo me daba cuenta en Inglaterra, sobre todo, de la importancia que tenía el género. Y aquí en Chile nadie sospechaba que la tenía. Acá todo el mundo decía “nosotros los chilenos no somos racistas”. ¿Por qué? Porque no tenemos negros, no tenemos extranjeros, etc. Pero las cosas han ido cambiando, y han explotado estas identidades que han servido para autodefinir incluso la nación, o una parte importante de la nación.
La identidad nacional ya está coloreada por los problemas de género, de orientación sexual, la emergencia del mundo de los trans, el problema de la ecología. Todo este asunto explotó, como dejó ver el millón de mujeres manifestándose [en 2018], de un modo en que nunca se había visto. Ahí uno se da cuenta de la importancia política que tiene esto. Cuando yo me fui, el 73, primaba el asunto de clase, el marxismo, el socialismo, y yo mismo adherí a esas cuestiones. Ahora, uno ve que las bases mismas de la política son más abiertas.
Hoy es sorprendente que la clase juegue un rol muy disminuido en la discusión política nacional. Se habla mucho más de la igualdad entre hombres y mujeres, de la paridad en los ministerios, en las empresas. La orientación sexual también es casi vital para tanta gente... y para la política. La identidad nacional chilena no había sido tan abierta a estos temas. La identidad chilena que se cimentó en la Colonia y en los siglos posteriores era claramente patriarcal, donde el hombre era el que tenía la responsabilidad y las mujeres tenían que hacer otras cosas. Ese mundo se fue, y bien ido está.
¿Qué rol juega hoy la idea de que lo personal es político? ¿Cómo afecta esto las prácticas colectivas?
Creo que se han ampliado las fuentes de definición personal. Antes tú seguías por carriles y canales de acción que estaban muy asentados. Teníamos sociedades mucho más tradicionales en que las cosas estaban muy establecidas. Y acá, poco a poco, se van ampliando las fuentes de identificación. Siempre hubo en la política una necesidad del concurso de la persona y de su identidad. Porque la política es una manera de resolver ciertas contradicciones y esas contradicciones son de alguna manera imaginadas, decididas, definidas por personas, o si tú quieres, por ideologías que constituyen a los sujetos para creer en ellas, entendiendo por ideología no solamente algo conceptual que hace un grupo de personas que se dedica a hacer ideología, sino como algo preconstituido. De alguna manera, la ideología no es una creación de los seres humanos, sino que es la ideología la que produce a los seres humanos. ¿Y cómo los produce? Haciendo o creando sujetos con una identidad favorable a esas cosas.
Así nace, por último, el feminismo o las ideologías más progresistas relativas a la sexualidad. Uno es construido para esa concepción de la vida y resulta que te empiezas a encontrar con una persona que puede definir lo que a ella le importa en su vida. Y eso puede no estar en el hecho de ser chileno, por ejemplo, sino en el ser mapuche, o en ser heterosexual. Y es algo que puede pasar, lo que es preferible, sin ser excluyente ni tener que elegir entre identidades. Y por ahí pasó, creo, uno de los problemas de la Convención.
¿De qué manera?
Yo creo que nadie se dio cuenta de lo que iba a pasar, pero ahora, mirándolo retrospectivamente, me parece que se tocó algo muy sensible para los chilenos. Se puede hablar de cosas que eran muy progresistas, o muy humanitarias, pero en último término la gente se rebeló, por ejemplo, cuando se tocó el problema de la chilenidad. Era una cuestión que nadie esperaba: qué importa esa cuestión, se decía.
¿Estaba a la baja la chilenidad?
Estaba un poco a la baja, y era algo que venía a la baja desde el tiempo de Pinochet. Pero aquí mucha gente creyó, aparentemente, que los mapuches se comían a los chilenos y que nosotros íbamos a quedar mal.
¿Expresó el proceso constituyente una tensión entre los particularismos y lo universal?
En algunos momentos, sobre todo en el auge de alguna nueva identidad -feminista, ecológica u otra-, hay una cierta tendencia a esencializarla: a decir, esto es lo más importante para mí y, por lo tanto, esto es lo más importante de todo (con lo cual se excluye la diversidad). Cuando la dictadura de Pinochet define a las fuerzas armadas como la quintaesencia de la identidad chilena, por supuesto que hay una esencialización de las FFAA, y eso va a ser rechazado por mucha gente como algo que no corresponde.
Hay mucha gente que se define por su orientación sexual, por su color de piel, pero que al mismo tiempo va incorporando otras identidades. Hay múltiples aspectos que pueden definirse como identidades: uno participa o trabaja en instituciones, uno también tiene su familia, pertenece a una clase, puede tener una identidad como sacerdote o como ingeniero. No se puede decir, yo me defino por esta identidad y todo lo demás a la cresta. Ese es el problema cuando tu identidad preferida es excluyente.
¿Qué compatibilidad ve entre los particularismos y la construcción de mayorías?
Ahí surgen problemas, inevitablemente. Está, por ejemplo, eso que molestó tanto a la derecha cuando Giorgio Jackson salió a decir, nosotros somos de otro tipo, somos superiores, en el fondo. Esa es una exacerbación esencialista de “los elegidos” que replica, de una manera curiosa, a los partidos marxistas-leninistas cuando dicen que el partido es el representante del pueblo. ¿Por qué? “Porque es así”. Eso es esencialismo. Y cuando los talibanes en Afganistán dicen que las mujeres no deben ir a la universidad. ¿Por qué? Porque el Islam lo prohíbe y usted tiene que respetar esa decisión. Ahí están pasándose a otro nivel: creen que una identidad islámica así de radical no tiene por qué cambiar en función de la libertad y del bienestar de las mujeres. Es muy importante saber que una creencia muy fuerte en algo no te autoriza a traspasar el límite universal de lo que es bueno y es malo.
Yo me maravillé mucho cuando eligieron a Elisa Loncón [para presidir la Convención]. Es una persona muy distinguida, profesora, doctorada. Era un éxito de una mapuche. Pero, poco a poco, en todo lo que ella decía yo iba viendo que se encaminaba mucho a un absolutismo mapuche: lo mapuche no puede ser malo; nosotros, los mapuches, no podemos cometer errores. Cuando le hablaban de las cosas que habían pasado en el sur -incendios, destrucción, asaltos-, ella lo justificaba todo: todo estaba en función de un pueblo esencial. Por supuesto, le salieron al paso esos chilenos para quienes lo chileno es bastante esencial y que antes habían excluido a los mapuches casi totalmente. La esencialización de la identidad lleva a problemas muy serios.
Lo político como una cuestión de identidades, de grupos, ¿socava los principios democráticos?
Yo creo que no debe, aunque la esencialización de cualquiera de estas identidades por supuesto que va a socavar esa universalidad. Ahora, una sociedad realmente democrática y representativa tiene que ser inclusiva de las identidades, no chocar con ellas. Hay que lidiar con esas cosas, porque hay algo normal en la lucha por el reconocimiento. La integración de grupos que son oprimidos o que han sido explotados es, claramente, una cosa deseable. El problema se da cuando una de esas identidades se quiere convertir en la que va a mandar sobre las otras. Eso tampoco es permisible. La democracia está en función, no tanto de lo que tú pienses o de tus orígenes, sino en función de tu calidad de persona que tiene todos los derechos.
¿Qué futuro le ve a la política de identidad?
Si por identidades se entiende una concepción muy esencialista en la que cada cual tiene su identidad y con eso justifica cualquier cosa que haga, el futuro es malo. En muchas partes del mundo tienes ejemplos de grupos humanos que justifican atrocidades, explotaciones, discriminaciones a distintos grupos sobre la base de que nosotros creemos en esto, nuestra cultura es así. Mi cultura justifica que aquí manden los hombres y las mujeres no tengan nada que decir. Para la democracia eso es fatal. Por eso, no hay que confundirse y tener solamente una concepción identitaria de la democracia.
La democracia sabe que existen identidades: las naciones son identidades y están los inmigrantes, los pueblos originarios, las iglesias, los partidos, los equipos de fútbol. Las identidades están por todos lados y la gente adhiere a muchas de ellas, y eso es lo normal. La democracia lo sabe, pero debe ser capaz de arbitrar un set de normas y precauciones que eviten que una de ellas se quiera establecer como la dominante.