Filósofo, o historiador de la política, también novelista y poeta, Villacañas es ante todo un grafómano: ha publicado unos 30 libros que abarcan la historia completa de Occidente y donde los hechos y las ideas siempre encuentran conexiones imprevistas. De ello da cuenta su presente gira por Chile, de casi dos meses, dictando cursos en la PUCV y la U. Austral –en el marco de un proyecto MEC– y participando en actividades del Instituto de Filosofía de la UDP.

Severo crítico de Pablo Iglesias (“quiere ir por delante del pueblo”) y del grupo controlador de Podemos, el hecho de que Villacañas haya devenido en ideólogo predilecto de Íñigo Errejón –que rompió con Podemos en 2019– tiene un significado particular: Errejón había sido un impetuoso seguidor del “populismo de izquierdas” teorizado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (escribió un libro con esta última), que proponía dar forma a un antagonismo entre pueblo y élites para salir de la política de los consensos; Villacañas, sin embargo, era un insigne detractor de ese proyecto, defendiendo un republicanismo que refuerce las instituciones en vez de desestabilizarlas.

Sigue pensando lo mismo: “Los que desdeñan las instituciones no construyen tradiciones políticas. Y la prueba es que aquellos que repudiaron mis argumentos no han cesado de administrar su propia institución –que era un partido político– de la manera más excluyente y asfixiante posible, hasta el punto de confundir un partido con un grupo de amigos”.

Su principal reflexión sobre el presente, muy resumida, es que el neoliberalismo está dominando la vida social bajo la forma de una “teología política”. ¿Podría explicar la idea?

La teología política ha sido siempre el sostén de los poderes imperiales. Es decir, de los poderes que aspiran, primero, a una tener una dimensión mundial, y segundo, a gobernar los cuerpos pero también las almas, a ser una construcción coactiva pero al mismo tiempo vertebrar la conciencia, la subjetividad. Y su presentación actual es el neoliberalismo, o lo que así se ha llamado, porque en cierto modo no es sino la cobertura ideológica de la fase actual del capitalismo: una forma de producción que, en efecto, tiene un alcance mundial y atraviesa la totalidad de culturas y regímenes.

Habla de poderes que “aspiran” a tales cosas. Pero en el caso del neoliberalismo, ¿quién aspira? No se ve una voluntad superior operando.

Es que no la hay, eso es lo específico del neoliberalismo: una dominación anónima, sin sujeto, donde la propia exigencia de acumulación y de beneficio se organiza de tal modo que arrastra a todas las subjetividades. Las ideologías imperiales anteriores tenían una metrópolis central, un soberano. Esta ideología tiene muchos servidores –el FMI, la OPEP, los consorcios invisibles de grandes corporaciones, en fin– pero el soberano no son ellos, es la lógica que todos ellos siguen: identificar las oportunidades de beneficio y de acumulación. Hoy es fascinante, por ejemplo, ver cómo Arabia Saudita se vincula con Putin para organizar un sistema de precios del crudo que le permita capitalizarse para sucesivas inversiones. Pero ni Putin ni los de Arabia Saudita son los soberanos: sirven al mismo soberano, que es la acumulación. Y ese pluriversum de poderes ha logrado construir un universo en el que la razón económica es la razón absoluta, la estructura que determina todas las demás formas de vida social como tal.

Se acusa al neoliberalismo de reducir al ser humano a pura naturaleza –y de tergiversar a Darwin– para así justificar que seamos egoístas o codiciosos. Pero cuesta precisar cuándo no éramos así.

Ahí es muy importante hacer la distinción que hace Max Weber: afán de lucro y de posesión, robo, usura, esas cosas existieron siempre; lo específico del capitalismo contemporáneo es que se basa en una racionalización extrema de la vida alrededor de los valores económicos. Vale decir, que la razón económica ya no está al servicio de otros valores sociales, sino que se tiene que fundar en sí misma, porque si sirves a otro tipo de estructuras pierdes la carrera por la acumulación. Lo mismo sucede a nivel del gobierno de las almas: la economía siempre estuvo ahí estructurando la vida cotidiana, pero sólo en el presente la educación de tus hijos, o la relación con tu nación, se concentran sobre todo en la economía.

Un defensor del capitalismo le diría que no podemos culpar al mercado de que la sociedad no esté logrando producir otros sentidos de la vida.

Eso es muy interesante. La cuestión radica en si los ámbitos donde antes se producía sentido de la vida no están, a su vez, determinados por la estructura económica. Un ejemplo muy claro es la universidad, cada vez más orientada a la producción de beneficio. O la vida educativa en la propia familia: regida ayer por la reproducción de ciertos valores y creencias, hoy se orienta ante todo a que el chico esté en condiciones de tener un buen trabajo. Y esa reducción de sentido no viene determinada por nuestra naturaleza. Condicionados por la razón económica estuvimos siempre, pero determinados por ella en cualquier esfera de acción, ya es otra cosa. Y si aspiramos a cambiar esto, la única manera será que esas otras esferas de sentido –la universidad, la familia, etc.– puedan emerger al margen o con un menor condicionamiento del mercado.

¿Qué ha podido captar del momento chileno? La izquierda gobernante surgió de idearios compartidos con la nueva izquierda española, pero lo pasa muy mal en el poder.

Yo creo que el 15-M español y el movimiento chileno que llevó a la constituyente tienen diferencias importantes. El 15-M no brotó tanto como una impugnación de la Constitución del 78, sino de la representación política que la estaba administrando. De hecho, cuando se presentó como algo que en realidad aspiraba a sustituir la Constitución, la gente empezó a abandonar la estructura de Podemos. El movimiento chileno, en cambio, claramente quería acabar con la Constitución de Pinochet. Sin embargo, ocurrió algo que ya hemos visto en otros momentos constituyentes, como el de la Segunda República española (1931-1939): el constituyente chileno no dejó clara la unidad de pueblo. La mezcló con la posibilidad de que el constituyente fueran varios pueblos, y eso es complicadísimo.

¿Por qué?

Porque si la Constitución va a surgir de un proceso unitario, el punto de partida tiene que ser republicano: un cierto consenso básico acerca de una unidad de pueblo, que es la unidad que nos vincula a todos. Si no hay ese consenso, es muy difícil encajar ahí una comunidad política. Pero si lo hay, se vuelve muy difícil encajar aspiraciones de grupos específicos. Por eso en España, cuando se mezcla la Constitución con la cuestión de las nacionalidades, no hay manera de avanzar en una solución satisfactoria para las partes. Ahora, entregar el proceso constituyente a una comisión técnica me parece igual de arriesgado, aunque por otras razones. Me temo que esto traerá consigo una indiferencia popular que, cuando se tenga que traducir en voto, y en voto obligatorio, la inclinación de esa indiferencia coaccionada a pronunciarse será hacia el No. Y eso llevaría el proceso chileno a una tensión enorme, porque habrá fuerzas muy cómodas diciendo que la única Constitución posible es la que hizo Pinochet, pues cualquier otra recibirá el No del voto popular. Y claro, esto es terrible, porque significa que el voto obligatorio sólo puede entregar al pueblo la decisión negativa, nunca la positiva.

Las contrariedades del gobierno de Boric, dicen algunos analistas, probarían que apostar al conflicto entre pueblo y élites era insostenible como proyecto político. ¿Pero qué le queda a esta izquierda si renuncia a esa idea?

Sinceramente, yo creo que en la política, si se quiere mantener un régimen de paz, no debe haber antagonismos populares: tiene que haber antagonismos de élites. Y el gran déficit de nuestras sociedades es que son incapaces de generar élites que representen a los estratos populares. Este es el punto. En todo pueblo o cuerpo político siempre estarán, como en tiempos de Maquiavelo, los representantes del popolo grasso, que gozan más del poder, y los del popolo minuto que gozan más de la libertad. La clave está en que también haya élites de los estratos populares.

¿Que provengan de las clases populares? ¿O que sepan representar sus intereses, aun si sus miembros no provienen de ellas?

Que vengan de donde vengan, no hay determinismo social en esto. La cuestión es que sepan sentir y representar los intereses materiales y espirituales de las clases populares. Ahora, esto implica generar tradiciones políticas, con grupos capaces de organizarse alrededor de convicciones. No implica, en modo alguno, el caudillismo y las aspiraciones carismáticas, ni el oportunismo de aprovechar una coyuntura para tomar ventajas movilizadoras. Y nuestros países están mostrando que esas élites están muy mal organizadas, que son particularistas y que están atravesadas por pulsiones personalistas. En España, las élites que surgieron del 15-M se han dedicado a las violencias internas y las rencillas personales, no a hacerse responsables de las ideas que defienden. Y eso vuelve a las élites altas igualmente irresponsables, porque saben que los otros no están en condiciones de organizarse, que son gente menuda que no puede jugar una partida política seria. ¿Y esto qué está generando? Decepción, apoliticidad y una permanente vuelta a empezar: el desprecio de las élites privilegiadas nos condena a estallidos sociales que, canalizados por élites populares que representan poco y mal, entregan sus posiciones cuando están en el poder y siembran la decepción para nuevas insurrecciones improductivas. Desde el siglo XVI el motín insurreccional, una vez que ha pasado la fiebre, ha dejado las cosas peor que donde estaban antes. Creo que esto, desde una política responsable, tiene que saberse.

¿Diría que a las élites de las clases altas les conviene que se formen élites populares con poder real?

A la democracia le conviene sin duda alguna, pero hasta ahora las élites altas prefieren evitar que eso ocurra. Tienen intereses que cuidar y no quieren verse obligadas a pactar con otra gente, esa es la verdad. También es verdad que formar tradiciones populares es muy difícil, aunque nadie se interponga. Pero nuestros pueblos, Chile y España, han conocido el drama de las dictaduras que tienen como finalidad destruir la posibilidad de organización de élites populares estables, con sus propios valores básicos, con sus experiencias y conocimientos transmisibles, y sin eso un país no puede funcionar democráticamente.

13 ABRIL 2023 RETRATO A JOSE LUIS VILLACAÑAS, EN LA SEDE SAUSALITO DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATOLICA DE VALPARAISO. FOTO: DEDVI MISSENE

El proyecto de la nueva izquierda, para hacer cuajar esa identidad popular, era encontrar un relato que volviera equivalentes las distintas demandas sectoriales, algo que en Chile pareció realizarse en el concepto dignidad. Usted ha insistido en que ese atajo no funciona.

No, porque esas demandas sectoriales no inventan un pueblo. ¡No lo hacen! Puede que encuentren un adversario común en el gobierno, pero siguen siendo sectoriales. Y aquí tenemos que atender a las debilidades de la retórica. La retórica puede ser efectiva en un momento de efervescencia, pero tiene un problema fundamental que lo vieron ya desde Aristóteles: lo que tiene éxito hoy, cansa mañana. Los regímenes que se sostienen sobre estructuras retóricas decepcionan de manera inmediata, tan pronto se ponen en marcha. Lo único que convence a las poblaciones es el cambio de estructuras de la vida cotidiana: que puedan pagar menos por el metro, tener servicios públicos más eficaces, que el médico te cure de lo que tienes. Eso es lo que tienen que hacer élites responsables, sean de los grupos populares o privilegiados. Porque en el largo plazo, lo único que permite vivir como pueblo es una estructura de vida que no sea un suplicio, donde haya hábitos sociales cuyos supuestos que no tienes que plantearte cada vez, agitándote cada vez, sino que lo haces con la naturalidad de los gestos normales.

En esa línea, también ha dicho que el concepto de hegemonía de Gramsci, muy influyente en todo esto, fue malinterpretado.

Claro, se lo entendió como la sustitución de una dominación por otra. Para mí, bien leída, la hegemonía gramsciana es sinónimo de la legitimidad weberiana: la capacidad de producir aquello que es válido porque la gente comprende que es valioso seguirlo. No es que tal régimen pueda ser defendido por los valores que implementa. Es generar formas de vida cotidiana que la gente obedece de manera voluntaria, pero sin tener que racionalizarlas todo el tiempo, sino porque sociológicamente se siente feliz o cómoda haciendo ese tipo de cosas. Esta es la hegemonía que otorga validez a las instituciones y permite a una política tener cierta eficacia ordenadora. Pero claro, para eso necesitamos una vida intelectual capaz de configurar aspiraciones diferentes de las que hoy te cuestan sufrimiento y ansiedad. Y eso se piensa desde la sociedad real, con sus problemas reales, cosa que no hacemos al entender la hegemonía como un asunto de dominación. El neoliberalismo ya es la dominación pura, nosotros tenemos que oponer otra cosa.

No pocos intelectuales de izquierda están sugiriendo que, para oponer al mercado algún concepto de comunidad, no está quedando más alternativa que ir a disputarle a la derecha el sentimiento nacional. Usted se opone a los nacionalismos, defiende un republicanismo cosmopolita.

Bueno, hay nacionalismos y nacionalismos, ¿no? Por ejemplo, yo defiendo los derechos históricos de Cataluña, Galicia y el País Vasco porque siempre se organizaron sobre élites propias y nunca reconocieron –de manera voluntaria– la representación política de Madrid. Pero más allá de eso, creo que la única manera de organizar un sentido unitario de pueblo es el federalismo. Y el federalismo, en efecto, es cosmopolita, no tiene límites. Puede unificar a mapuches y chilenos como puede unificar a chilenos y argentinos. En el fondo, es una práctica de cooperación política entre élites. En ese sentido, por supuesto que quiero disputarle el patriotismo a la derecha, pero para mí lo patriótico no es la nación: es la unidad de pueblo, la solidaridad de pueblo, el hecho de que el destino del último de los ciudadanos y ciudadanas de un pueblo me concierne.

¿Pero no es un poco utópico ese pueblo sin límites? Para pertenecer a algo, ese algo tiene que tener un contorno.

Sin dudas. Pero mi experiencia es que el contorno real es mucho menor que la nación y que el Estado. La verdadera estructura de pertenencia es local. Lo demás son idealizaciones, sublimaciones. Y si creo que el federalismo identifica mejor los diferentes lugares de la vida política, es justamente porque parte desde lo local, desde la comunidad real, y desde ahí va generando formas cooperativas más amplias. Por eso creo que el principio de subsidiariedad, que es específico del federalismo, no se puede entregar hoy. La nación está pidiendo demasiados sacrificios a la localidad. España, en sus 4/5 partes, se ha convertido en una nación vacía, desértica, la población se ha acumulado en las costas. ¿Y eso por qué? Por un ideal nacional que no tiene sensibilidad para ver ahí un problema, porque en el fondo es insensible a la unidad de pueblo.

En Chile, sin embargo, la Convención Constitucional pagó caro su desdén por los símbolos patrios…

Seguro.

Y usted mismo ha dicho que en las actividades de Errejón “tienen que estar las banderas de España que faltan en Podemos”.

Sí, sí, lo digo. Y lo digo porque los españoles ya no somos el pueblo de la Segunda República. Nos guste o no, la dictadura de 40 años elaboró un pueblo diferente que no se va a reconocer nunca en continuidad con aquel. Por lo tanto, el único símbolo reconciliable con el pueblo realmente existente es esa bandera. No la bandera de la República, por la que lucharon y murieron nuestros padres, porque esa derrota es irreversible. Ese pueblo no fue sólo derrotado: fue destruido de forma inmisericorde por Franco. De modo que nuestras luchas no pueden referirse a él. Y hoy necesitamos símbolos que garanticen a la ciudadanía un sentido de responsabilidad compartida, una solidaridad básica, un respeto común sin el cual no hay horizonte político pacífico.

Considera descaminado, entonces, que la izquierda piense su proyecto con una vocación redentora del pasado que la dictadura truncó.

Estoy completamente convencido de que esa es una mala política. Significa perder la batalla del pasado y la del futuro. Y sinceramente, creo que el honor de la Segunda República es su vida cultural, que nos sigue inspirando y es inolvidable, pero no su política. Su política carecía de virtudes fundamentales, sin las cuales no se puede hablar de un pueblo civil. No era mejor que la nuestra. Y en cierto modo, podemos decir que la República fue destruida por una alianza terrible entre un golpe de Estado ilegítimo y políticos legítimos incompetentes. Por las dos cosas, ciertamente por las dos cosas. De hecho, creo que lo único real de la transición española es que la gente votó en contra de trazar una continuidad. Los partidos que mantenían la identificación con la Segunda República fueron abandonados.

Absolutos divididos

En Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana (2016), obra muy particular, usted sostiene que la división de poderes es una herencia judeocristiana, mucho antes que una conquista ilustrada. ¿Cómo llega a esa conclusión?

La división de poderes surge cuando no hay un único valor absoluto. Es decir, cuando hay un valor absoluto que disputa el carácter absoluto de otro valor. En Roma sólo había uno: la civitas romana, que acabó siendo el poder del emperador. Cuando el Dios de Israel dice que no adorarás a nadie que pueda ser representado en imagen, lo que está diciendo es que ningún emperador puede deificarse, convertirse en Dios, y que por lo tanto no puede ser absoluto porque existe otro absoluto ajeno al suyo. Esa división de poderes, que heredan los cristianos y se consolida con San Agustín, es lo que ha dado a Europa su dinamismo. Un dinamismo algo violento, porque esos dos poderes no han parado de combatir. Pero en Europa nunca ha podido sostenerse ni una teocracia, como pudo imponerla el islam, ni un cesaropapismo como pudo imponerlo el Imperio bizantino. Es verdad que el Dios absoluto reemergió con Lutero, y que luego aparecieron el dios de la nación, el de la clase, el de la raza. Pero Europa los combatió y destruyó uno a uno, porque siempre hubo otro valor, según aquella divisa que dice nemo contra Deum nisi Deus ipse, “nadie contra un Dios sino otro Dios”. Esa es la verdadera división de poderes, porque genera aristocracias civiles y religiosas, y luego aristocracias científicas, estéticas, políticas, etc., todas las cuales van generando un universo plural. Pero sin aquella pluralidad de base, no habría podido emerger lo que hoy para nosotros es sinónimo de libertad.

¿Y cree que olvidar ese origen supone algún riesgo? ¿O esos valores ya se afirman en otra cosa?

No, es muy importante tener esa conciencia. Porque sólo si entendemos toda esta trayectoria podemos ser suficientemente libres para no dejarnos embaucar por los que nos vienen ofreciendo valores absolutos, que siempre serán marrullerías, imposturas, fanatismos. En el fondo, ¿qué nos muestra esta secuencia? Que nuestra capacidad de inteligencia depende, básicamente, de descargar de absoluto cualquier pretensión de absoluto. Y eso requiere fidelidad a la historia, esa actitud no se inventa de la noche a la mañana, porque no es la actitud natural del ser humano. Lo natural es dejarse seducir por un absoluto.

Siguiendo su tesis, hizo falta una religión de salvación para ponerle límites al poder absoluto. “Sólo un Dios puede salvarnos”, dijo a su vez Heidegger cuando vio venir un despotismo de la razón técnica. ¿Cree que necesitamos algo parecido a comunidades de salvación para limitar el dominio de la razón económica?

Sí, en cierto modo sí. Porque, en último extremo, las pequeñas comunidades en las que uno cifra su estructura de salvación son las que impiden construir absolutos totales, que pretendan compactar a la sociedad. Esas pequeñas comunidades son siempre estructuras de resistencia, de libertad, de pasionalidad, que no se dejan embaucar, porque respetan la llama del espíritu que existe en cada uno de nosotros.

Y que quizás también se resisten, por lo mismo, al federalismo con el que usted sueña. Mal querrían delegar soberanía en estructuras supranacionales.

Pero la Iglesia católica misma, con toda su imponente tradición, no fue sino una federación de iglesias locales. El problema vino cuando esa federación se convirtió en una plataforma que hereda la forma del poder imperial romano, pero esa es otra cuestión. En el fondo la Iglesia, como la diáspora judía inicial, como la sinagoga después de la destrucción del Templo, fueron federaciones de comunidades locales que intercambiaban sus hábitos, sus decretos, sus formas de organización, pero que mantenían su libertad interior como garantía de su autogobernación. Esa idea de pluralidad es la que hay que salvar. Y reconocer que no hay, en estos momentos, mayor peligro para esa idea que la compacidad del mercado mundial, que hoy determina las posibilidades de vida locales y sus posibles autoorganizaciones federativas. Por supuesto que hay algo de utópico en lo que digo, desde luego.

¿Y algo de romántico, también, en el sentido de pensar que la racionalización del mundo necesariamente nos iba a conducir a esto?

Para pensar así, tendría que creer que el único criterio de racionalidad es el económico. Pero creo todo lo contrario. Más aún, creo que el ser humano tiene una tendencia casi imparable a convertirse en imbécil, y que hay que detener eso como sea, y que sólo puede detenerlo la racionalidad. Si dejamos de esforzarnos por usar la razón, nos convertimos en estúpidos, ineludiblemente. Pero también creo que hay algo de realista, y no sólo de romántico, en constatar que aquello que nos hace felices es siempre comunidad local, estructura cercana. Eso es lo que nos salva de los agobios y lo que nos quita la ansiedad y la inquietud.

El filósofo Roberto Torretti, quien murió en 2022.

En noviembre pasado murió Roberto Torretti, filósofo tan admirado por sus pares como poco visitado por el gran público. Siendo usted un kantiano, no puedo dejar de preguntarle qué huellas dejó Torretti en su manera de comprender la filosofía.

Torretti nos mostró que se podía interpretar a Kant desde el presente, no sólo desde la filología del pasado. Supo mostrarnos que Kant es una arquitectura mental, una forma de mirar el mundo que sirve para comprender muchas cosas, desde la física relativista a la geometría no euclidiana. Y para quienes cultivamos las ciencias sociales y humanas, la estructura de Kant, o la forma de mirar del pensamiento de Kant, nos dice que todo lo que él analizó como imperativo categórico tenía en el fondo este contenido: “Sé concreto, genera un sentido común con los que están a tu lado”. Si somos capaces de fundar esa forma común de mirar las cosas, es que podremos aplicar distintos criterios de racionalidad y no dejarnos arrastrar por uno solo.

*Actualizado el lunes 17 de abril, 10:45 horas.