Lleva 16 años en Chile y algunos rasgos de nuestra cultura política todavía lo sorprenden: “Hay una especie de obsesión con la solucionática. Tú das un diagnóstico y la gente ni te lo discute, lo que te dice es: ‘Bueno, ¿cómo lo solucionas?’ O sea, ¿qué pastilla me tomo para arreglar este problema? Desde el Frente Amplio hasta la UDI, todos quieren tomarse la pastillita”.
El problema es que el politólogo uruguayo, académico de la PUC e investigador del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos, viene diagnosticando hace una década una crisis del sistema político para la cual no ve solución. O quizás sí, pero no mientras se la busque en esos términos. No en vano tituló En vez del optimismo el libro que publicó en 2017. Sus advertencias sobre el desfonde de los partidos y la desconexión de las élites, difundidas en el último lustro a través de sus columnas en Ciper, lo situaron después del estallido entre el puñado de intelectuales que entenderían lo que está pasando, y que hoy son citados a mansalva en las tertulias políticas de centroizquierda.
Se supone que los resultados de las elecciones no debieron sorprenderte, porque estas cosas las viste venir. ¿Pero de verdad no te sorprendieron?
Lo que me sorprendió fue que la coordinación electoral de los independientes fuera tan efectiva, pero no tanto que la gente votara por ellos. En el Milenio estamos haciendo un trabajo que se llama Plataforma Telar, basado en grupos de escucha a distintas comunidades ciudadanas. Y dos semanas antes de la elección, sonaba muy fuerte la cuestión de “los independientes”. También la Lista del Pueblo, pero sobre todo los independientes. Y si uno hacía análisis de dinámicas no en Twitter, sino en otras redes sociales, también se veía mucho movimiento en esa dirección. Lo que me impresionó esa noche, apenas empezaron a llegar los números, fue que los votos de la Lista del Pueblo estaban súper distribuidos entre distintos candidatos, al interior de cada distrito. O sea, eran liderazgos potentes pero sumamente locales, muy descentralizados. Operaron muy bien como lista.
Al día siguiente de la elección, Kathya Araujo recomendó en un foro no dar por sentado que la Lista del Pueblo representa a los sectores populares en su amplia definición. ¿Te hace sentido eso?
Sí, me hace sentido. Son sectores más politizados, con organización social territorial. Y hay mucha heterogeneidad ahí. Hay grupos muy movilizados por la cuestión ambiental, que no es una inquietud posmaterialista, como se escucha decir. Viene atada a demandas sociales y económicas, y es también una respuesta a la desidia del sistema político ante problemas muy sentidos por las comunidades. Y hay grupos más movilizados en torno a la rabia contra las élites, donde hay gente que participó del estallido y creó una articulación política en contra del establishment. Pero lo que nosotros vimos durante este proceso, y nos tenía un poco escépticos, es que el tono general era de desinterés. O sea, de interés por cuestiones mucho más cotidianas, vinculadas a la crisis social que se está viviendo en el país. Y con un hastío hacia los partidos, que presidencializaron, digamos, electoralizaron la discusión sobre la Constitución. Creo que eso se reflejó claramente en el 57% de abstención. Ahí comparto un argumento en el que Kathya ha puesto mucho énfasis: el exceso de politización de la discusión.
¿En qué sentido?
En esta sociedad están pasando muchas cosas que no pueden ser leídas sólo en función de lo que emerge en el sistema político. Hay toda una serie de prácticas sociales, tanto de organización como de desapego, que no logran la articulación política, y por lo tanto no tienen expresión electoral ni en la discusión política de los medios. A nosotros siempre nos dicen: “Bueno, ¿y ustedes cómo la vieron venir?”. Yo creo que la única diferencia, si piensas en gente como Manuel Canales o Kathya Araujo, es que ellos han hecho mucho trabajo de terreno. No es que “la viste venir”, es que esas cosas estaban ahí. ¡Pero hace mucho rato! Cuando yo empecé a hacer terreno en Chile, investigando la organización política en poblaciones, estaba afiliado a un centro que dirigía Ignacio Walker. A veces almorzábamos juntos, y recuerdo que Ignacio me dijo un día: “Pero eso que me cuentas no puede estar pasando, yo creo que tu muestra no está bien”. Y eso le pasaba a todo el sistema político: veía lo que sale en los medios, en Twitter y en resultados electorales. La caída sistemática de la participación electoral podía ser un indicio, pero también podías contarte el cuento de que la gente estaba contenta con el modelo y por eso dejó de interesarse en votar.
Pero también había diagnósticos sociológicos coherentes con esa lectura. Ese Chile modernizado que describió Carlos Peña, donde la individuación y el consumo son las cepas culturales dominantes, ¿tú dirías que él se lo imaginó?
Yo creo que partes de la tesis de Peña son correctas: todo lo relativo al consumo y a la movilidad social. Ahora, yo puedo estar mucho mejor que mis padres, pero si siento que por mi color de piel, o por el barrio en el que vivo, por más que estudie me voy a topar con un techo de cristal, y que sobre ese techo van a estar los mismos que fueron a los ocho colegios, puedo acumular rabia, ¿no? Y tú no puedes esperar que los cambios sociales sigan pautas tan racionales. Hay procesos de organización colectiva, hay narrativas subjetivas, hay disparadores que de pronto cristalizan cosas que estaban ahí y que por alguna razón no se habían agregado. Y hay una cuestión fundamental que en la academia llamamos asimetría causal: los factores que disparan un fenómeno social no son reversibles. Es como la pasta de dientes: cuando aprietas el tubo y la pasta sale, ya no la puedes meter haciendo la misma fuerza de vuelta. Una vez que en una sociedad emerge una narrativa y se consolida, no vas a cambiarla por explicarle a la gente que hay una desproporción entre la causa y el efecto. Creo que Peña peca un poco de eso, de tratar de convencernos de volver a una racionalidad que no admite esa asimetría. Aquí el fenómeno es que las desigualdades se politizaron, y para eso no es un requisito que la sociedad sea más desigual en términos objetivos.
Entre los efectos inesperados de las últimas elecciones, destaca uno en particular: publicaste una columna optimista.
Puede ser… ¿Pero fue tan optimista? No sé, sigo siendo pesimista en muchos aspectos. Lo positivo fue que el resultado de la elección incorporó a un sector muy heterogéneo de gente que se sentía fuera del sistema. Yo tenía el temor de que esa gente volviera a quedar afuera y eso generara mucho descontento.
Para la crisis de la democracia representativa hay dos grandes explicaciones: que los consensos entre élites la desvirtuaron o que la individuación social volvió inviable la representación misma. ¿Cuál te convence más?
Es que se juntaron las dos cosas, no las puedes separar. Y lo que pasa en Chile tiene claramente ambos sustratos. Ahora, ¿por qué aquí se agravó tanto? Quizás porque venimos de un crecimiento muy fuerte, pero mal distribuido por una élites desconectadas del resto; y con mucha incorporación al consumo y a la oferta educativa, pero también mucha individuación y poca politización. O sea, tienes los dos problemas en su máxima expresión. Entonces, al estancarse el crecimiento y politizarse la desigualdad, lo que se rompe es toda una narrativa del desarrollo. Todo el éxito chileno se empieza a ver como el cuento que estructuraron unas élites corruptas –la irrupción sistemática de casos de corrupción fue clave en esto− para perpetuarse a sí mismas y bloquear la representación de otros intereses sociales.
¿Crees que a esta “impugnación de las élites” se le podría llamar “lucha de clases”?
En el sentido más clásico, diría que no, porque es un proceso destituyente de la élite más que un movimiento constituyente bien articulado, capaz de estructurar algo alternativo. Lo que sí cristalizó es un clivaje pueblo-élite, pero ese pueblo es muy, pero muy heterogéneo, tiene muchísimas contradicciones. Y mucha incapacidad, todavía, de articulación política. Quiere hacer justicia con esas élites que “nos engañaron”, pero eso no obsta para que la mayoría se quede en la casa el día de la elección. Ahí hay muchísima atomización y muchísima complejidad que tenemos que empezar a entender, porque hay que articularla.
¿Le ves futuro al proyecto de la Lista del Pueblo de funcionar en bloque en la Convención, así como en el próximo Congreso, pero sin constituirse en partido?
Esto es súper interesante. Creo que hay que distinguir entre el nombre que la gente se da a sí misma y la función que cumple. En Bolivia, una vez que colapsó el sistema de partidos, todo el mundo se quería llamar “organización política”, nadie “partido”. Pero funcionalmente eran partidos. Hoy no sabemos si la Lista del Pueblo es capaz de funcionar como bancada, porque hay bastante diversidad interna. Pero si lo logra, eso es un partido: se coordinó electoralmente y se coordinó en el Congreso o la Convención. Eso se parece más a un partido político que mucho de lo que vemos hoy en los partidos legales, que tienden a ser una mezcla de caudillos locales y de lotes internos que no son muy programáticos, son más bien de personalidades y de grupos que tienen una historia común, pero coordinan muy poco electoralmente. Hoy es muy difícil distinguir una línea partidaria en la campaña de un candidato a diputado. Y son cada vez menos disciplinados en el Congreso. Bueno, ¿en qué medida funcionan como un partido más que la Lista del Pueblo? La verdadera novedad aquí es que la Lista del Pueblo se adapta mucho mejor a los cambios sociales que planteabas recién. Y al cambio tecnológico.
¿En qué consiste esa mejor adaptación?
En que su estructura no es jerárquica, es descentralizada, bastante horizontal y con mucho enclave en las comunidades locales. Y articulada en red. Hay coordinadores de esa red, funcionan por WhatsApp, hicieron mucha campaña por Facebook y por Instagram, activando grupos locales que efectivamente están ahí. Esa es una organización mucho más moderna que tratar de tuitear y de hacer una campaña por los medios.
¿Crees que dar las mismas facilidades a los independientes en las elecciones parlamentarias implica el riesgo de replicar lo que ha pasado en Perú?
Es que, de nuevo, hay que distinguir entre el ideal y lo que realmente tenemos. Todos queremos ver partidos con identidad programática y capacidad de representación, pero eso no existe hoy. Y los partidos no van a salir de su crisis de legitimidad cambiando sus formas de un día para otro, porque hay un problema de mensajero, ya no de mensaje. En un contexto así, me parece que, cautelando ciertos mínimos de institucionalización y de requisitos para competir en elecciones, hay que tratar de renovar el sistema. No creo que sea la alternativa ideal, sino la única.
Cuando los partidos hablan de su despliegue territorial, uno nunca sabe cuánto hay de bluff y cuánto de cierto. ¿Más vale desconfiar?
Su inserción real es pobrísima. Incluida la nueva izquierda, que tiene ahí su principal déficit. En esta elección, eso sí, Apruebo Dignidad mostró más capacidad de movilizar el descontento de lo que yo hubiera esperado. Pero creo que sigue habiendo −y las vocerías de la Lista del Pueblo ya lo han reflejado− un fuerte quiebre entre los partidos de izquierda y las organizaciones de base, que los rechazan por ser parte el sistema y por no haber estado ahí cuando ellos se estaban movilizando por muchos temas durante todos estos años. Mira, cuando yo empecé a hacer trabajo de terreno, lo más activo que había en los sectores populares era la UDI...
No era un mito esa UDI de las poblaciones.
No, la UDI popular existió, estaba ahí y fue el último aparato partidario que yo vi funcionar como tal. Lo interesante es que en 2011-12, en una investigación que hicimos con Fernando Rosenblatt, los dirigentes de la DC nos decían “nosotros tenemos que ser como la UDI, desplegarnos en terreno como ellos”. Y cuando tú les preguntabas a los coroneles de la UDI cómo pensaron su inserción en las poblaciones, te decían “bueno, aprendimos de la antigua DC”. ¡La DC quería copiarle a la UDI que le había copiado a ella misma!
La nostalgia del amnésico, casi.
Algo así. Y lo que veías de las viejas estructuras partidarias era una serie de cáscaras vacías. Quedaban algunos militantes viejos con una identificación fuerte, pero que te decían todo el tiempo: “Yo estoy acá manteniendo el partido, pero llega una elección y me mandan a un cuico al que tengo que hacerle la campaña. Le ponen la plata, le hacemos la campaña y si el tipo gana, lo seguimos viendo por acá. Y si no gana, se va”. Esto pasaba transversalmente, también en la UDI, aunque un poquito menos. Y cuando a partir del año 2015 volví a visitar esos lugares, me encontré con dos organizaciones supliendo el rol de los partidos: los evangélicos y las bandas de crimen organizado, que empiezan a prestar servicios y a hacer cosas que antes hacían los mediadores partidarios. Ocupan el rol funcional y de alguna manera desplazan a la política de sus territorios, lo que en muchos casos se traduce en desactivación electoral. Y en otros territorios se meten en la política local directamente. Nosotros en algún momento describimos el sistema de partidos chilenos como una lechuga hidropónica: desde arriba ves la lechuga, la ves en el Congreso y en la tele, pero abajo no hay raíz, está flotando en el agua.
Has dicho que la polarización del establishment político tiene hastiada a la gente. ¿Dirías que esa polarización también flota en el agua?
Aquí distinguiría entre la polarización y la radicalización. La polarización, en una sociedad donde hay conflictos, ayuda a estructurar el sistema y a darle legitimidad. En ese sentido, no es necesariamente mala. Lo malo es la radicalización de posiciones, y la consolidación de argumentos moralizantes que descalifican al otro y te impiden negociar tus intereses. La palabra negociar quedó asociada a un tipo de consenso forzado, pero en una sociedad hay diferencias de intereses y esos intereses se negocian. Entonces, lo riesgoso de la polarización es cuando al mismo tiempo hay posiciones moralizantes que nos hacen imposible sentarnos con todos a discutir, a buscar mínimos comunes.
“¡Hasta el movimiento No+TAG moraliza!”, decías en Ciper el año pasado.
Claro. Y ahí mi impresión es que en el sistema político se sobreinterpreta la demanda ciudadana.
¿Cómo?
No creo que haya demandas demasiado radicales en la sociedad. Lo que hay es querer vivir un poco mejor y que ese país un poco mejor esté pensado para todos. Pero nadie está pensando en el fin del capitalismo en Chile. Y me parece que la élite, al sobreinterpretar esa demanda, polariza el debate en términos de clichés o caricaturas. Entonces estamos atrapados entre gente que piensa que nos vamos a Corea del Norte y gente que piensa que todo esto es fruto del neoliberalismo pinochetista. Es una polarización artificial, con muy poca densidad, con muy poca capacidad de hacerse cargo de lo que pasa a nivel social.
¿No hay radicalización en el nivel social?
La hay, pero no es en términos ideológicos o programáticos. Tiene mucho más que ver con “a esta gente no la quiero ver más”, “y son todos parte de esta élite corrupta”, “y todos me traicionaron en algún momento”. Ahí se da esta cuestión más moralizante, que inhabilita a cualquier liderazgo que intente representar desde el sistema. Pero estamos cruzando eso con la polarización de las élites que es más ideológica, y entonces el sistema político exagera y caricaturiza las posiciones que hay en la sociedad en términos de proyectos hacia adelante. Eso produce una falta de interlocución entre demanda y oferta, digamos. Están lost in translation, como en la película.
Y malinterpretar al otro sí que radicaliza las posiciones.
Claro, te deja pegado entre la rabia de uno y el miedo del otro. La gente tiene claro que se necesitan empresarios para que haya trabajo, hoy más que nunca está llevada por sus necesidades inmediatas. Pero es fundamental que las élites, sobre todo las económicas, se abran a una negociación. Durante 40 años gozaron de condiciones muy favorables, hoy esas condiciones no son viables y es imperativo negociar un nuevo modelo de capitalismo para Chile. No es más dramático que eso. Pero si se convencen de que los vienen a expropiar, y lo único que hacen es defenderse de la expropiación, obviamente van a seguir escalando el conflicto y hasta podrían llevarlo al punto de la profecía autocumplida: “¿Ven que teníamos razón? Al final nos expropiaron”.
Algunos empresarios han intentado cambiar el tono y abrir diálogos, pero al poco andar sienten que la falta de realismo de las demandas lo está haciendo imposible. ¿Qué crees que les ha faltado para poder meterse en la conversación?
Esto puede sonar paradójico, pero creo que a los empresarios les faltan sindicatos. Yo voy a Uruguay todos los años, hago asados y tengo un par de amigos que son medianos empresarios. Y la conversación terminaba siempre en lo mismo: “¿Cómo hace Chile para crecer? Acá tenemos que negociar con el Estado y los sindicatos, nos llenan de costos por todos lados…”. Pero el verano de 2020, me decían: “¿Qué pasa en Chile, por qué no bajan las protestas, por qué no se sientan a negociar?”. Bueno, porque no hay con quién negociar. Todo el costo que pagaste por sentarte a negociar cada año y quizás resignar renta de corto plazo, te permite evitar lo que pasó en Chile, o al menos poder pararlo si te pasa. Y también ayuda tener una coalición como el Frente Amplio uruguayo, que fue una construcción de muchos años, organizando territorialmente la representación. Acá había gente que decía “por qué los liderazgos del Frente Amplio no controlan el movimiento”. ¡No lo pueden controlar, si no tienen ningún vínculo!
Que la inclusión educativa no haya generado tantas expectativas como acá, ¿podría ser otro factor de la estabilidad uruguaya? Cuando Mujica dijo “nosotros no endeudamos a los universitarios como en Chile”, se saltó el detalle de que mal podrían endeudar a los pobres si la mayoría no termina el colegio.
Uruguay tiene problemas serios con la educación, que no ha podido ser reformada, en buena medida, por bloqueo sindical. Te hablaba recién de los sindicatos, bueno, ahí tienes un ejemplo de excesivo énfasis hacia ese lado. Pero, al mismo tiempo, ocurre lo que me dijo una vez un viejo político del interior, caudillo local que manejaba la estructura clientelar de ese lugar y tenía como 90 años: “Mirá, Uruguay es un país maravilloso: yo no terminé la escuela y llegué a ministro”. Cualquiera puede llegar a ser presidente y el anclaje simbólico que le da eso al sistema político es brutal. La desigualdad económica también es menor, aunque la sociedad se ha dualizado mucho en los últimos años. En la marginalidad urbana hay un proceso de crimen organizado bastante más jorobado que el que tiene Chile, la tasa de homicidios es tres veces mayor. O sea, de que los dos modelos tienen cosas buenas y malas, no hay duda. Pero la representación política, al menos, allá está mejor estructurada.
¿Pero qué tan representativo sería hoy un pacto social con sindicatos y gremios? Los resultados electorales de Bárbara Figueroa, Mario Aguilar o Luis Mesina sugieren que el pueblo no reconoce ahí a sus negociadores.
Y el resultado de Mesina refleja esas contradicciones de las que hablaba: tienes la protesta contra las AFP como un tema central y al tipo que estructuró el cuento le va mal. No, fortalecer la negociación no quiere decir que tenga que ser con la CUT. Hoy no es tanto el sindicalismo, sino las comunidades. El problema es que las empresas piensan en las comunidades para hacer Responsabilidad Social Empresarial (RSE). No es eso.
¿Qué es?
Es sentarse a negociar en un pie de igualdad. La RSE se plantea como “dime con qué te compenso para poder producir acá, cuánto vale tu aquiescencia”. Cuando llegas con esa lógica patronal, aun cuando le des cosas a la gente, la ninguneas. Y el Estado, por su parte, piensa el problema en términos de “qué hago desde arriba para que le llegue algo a la gente”. Lo que la gente demanda es que se la tome en cuenta de otra manera. No es “cuánto vale mi aquiescencia”, es “yo valgo, esta es mi comunidad, el lugar donde viven mis hijos”. Los sociólogos le llaman “economías morales” al efecto contraproducente que tú generas cuando monetizas ciertas cosas. Sam Bowles da un ejemplo muy bueno. En un distrito de Estados Unidos, tenían problemas porque los padres llegaban tarde a buscar a los hijos a las escuelas, entonces hicieron un experimento: poner, en algunos colegios, una multa al que se atrase más de 15 minutos. ¿Y qué pasó? En esos colegios aumentó el retraso de los padres. ¿Por qué? Porque le pusiste precio a llegar tarde. Transformaste una obligación moral, una relación humana, en 15 dólares. Yo creo que en Chile también hemos pagado el costo de visualizarlo todo como una cuestión transaccional.
Desde las colusiones hacia abajo, se hizo recurrente la frase “conviene más pagar la multa”.
Claro, es eso. Y por otro lado, esas comunidades están sobrediagnosticadas, hartas de recibir investigadores del Estado y de las universidades para conocer sus problemas o sus sueños. La cuestión es sentarse a construir las soluciones con ellas. Lo cual implica, desde luego, ceder poder. Es la única forma de ir reconstruyendo, muy de a poco, tejido social y legitimidad. Por eso te decía lo de la obsesión con la “solución” ahora ya. Esto es otra cosa, un proceso de reconstitución de confianzas y de nivelación de la cancha para poder negociar cómo se produce y se redistribuye. Eso no se construye de un día para otro, es una gimnasia que se va generando.
Le estás hablando a una élite que, en las últimas dos semanas, ha consumido muchas declaraciones más bien intimidantes, de las que podría desprender una cierta candidez en tu mensaje de reencuentro.
A ver, para empezar a conversar a veces tenemos que sacarnos la rabia que tenemos adentro. O sea, hay un efecto catártico, también, de gente que la pasó mal y se siente muy ninguneada por una élite que le dice “pero si vamos bien, mira Argentina, cómo vas a sentirte mal”. Nosotros hicimos un trabajo de campo bastante grande, cuando la pandemia lo permitió, en la zona de Quintero y Puchuncaví. Las historias humanas ahí son tremendas. Y si después de que te ganaron una elección, tú les sigues tratando de explicar cómo tienen que pensar o actuar, obviamente generas hastío. Entonces, creo que la élite debiera bajar el miedo, bajar la ansiedad por ordenar y entender que el proceso es casi más importante que el resultado. Y que va a llevar tiempo. No hay forma de que esto no lleve tiempo, y de que no lleve ceder protagonismo. Y me frustra mucho y me pone muy pesimista no verlos dar ese paso. Ya no te sirve condenar la violencia, se institucionalizaron y te ganaron dos elecciones. Entonces dale una chance al diálogo, a la negociación.
En tus artículos recientes encontré muchos pronósticos acertados pero uno, al parecer, equivocado: que el mundo evangélico iba a moderar la caída electoral de la derecha, tanto en el plebiscito como las elecciones locales. ¿No era tan fuerte el fenómeno?
No, creo que es un fenómeno fuerte y hay que ver por qué no se vertebró en esta elección. Para el plebiscito, en el Milenio seguimos las campañas en redes sociales y encontramos que los grupos más activos, en Facebook y Twitter, fueron evangélicos por el Rechazo y por el Apruebo. O sea, son un grupo heterogéneo, y tal vez el error es asociarlos únicamente a opciones de derecha. Pero en las elecciones de 2017 fueron fundamentales para RN en diputados y para Kast en la presidencial, y no descarto para nada que vuelvan a ser fundamentales. Tampoco sobreinterpretemos los resultados electorales: el 57% de la gente no votó. Y si la crisis social se mantiene, y si la Convención deriva en un gran griterío, y si sigue profundizándose la criminalidad −el tema narco me tiene súper preocupado, en los trabajos de terreno sale todo el tiempo−, es muy posible que emerja una coalición de nostálgicos del orden perdido. En ese tipo de coalición, los evangélicos han tenido un rol importante ya en varios países latinoamericanos, no sólo en Brasil. Además, la irrupción del movimiento feminista y de los derechos de género los moviliza mucho en contra. No, me parece que son una fuerza política muy relevante.
Pero el hecho de que en Chile los más nostálgicos del orden lo sean también de una dictadura que no ha sido olvidada, ¿no les pone un techo demasiado bajo?
Sí, estoy de acuerdo con eso. Y creo que un antídoto para el riesgo populista en Chile −no sé hasta cuándo− es la variedad de identidades políticas fuertes que hay en la sociedad. Esa fragmentación, de algún modo, les pone a todas un techo bajo para construir hegemonía a partir de un liderazgo populista. Podría surgir un liderazgo por fuera del sistema, pero todavía hay un grupo grande de gente que es bastante sistémica. A corto plazo, me preocupa más un escenario muy atomizado de partidos, donde sea muy difícil tomar decisiones y estructurar políticas públicas consistentes. Pero creo que a mediano plazo ya pueden pasar cosas peores, y eso va a depender de lo que hagamos en estos dos años.
En 2017, antes de las elecciones, escribías: “En su fuga hacia delante los partidos tampoco parecen calibrar lo obvio: ganar la Presidencia en la situación que todos comparten hoy, es ganarse un enorme problema”. ¿Crees que el escenario se repite para 2021?
Creo que la próxima presidencia va a ser débil y que debiera plantearse como un régimen de transición hacia un nuevo orden constitucional. Es decir, que deje actuar a la Convención, que no la pautee, al contrario, que la proteja. Ahí veo yo el principal riesgo que tenemos hoy: si la Convención es capturada por el sistema político y sus lógicas, estamos perdidos. Cuanto más autónoma de esas lógicas le permitan ser, más legitimidad va a tener. Por lo tanto, los actores políticos deberían cautelar ese espacio como un espacio diferente, entender que la tarea de ellos es ir arropando el proceso. En ese sentido, preferiría un gobierno de transición y de gestión de problemas urgentes. Y que también habilite, en consonancia con la Convención pero sin invadir sus debates, un proceso de pacto social donde se negocien pautas para un nuevo modelo de desarrollo. Creo que hasta ahí debería llegar ese gobierno. Si se plantea una agenda muy ambiciosa, no va a tener con qué implementarla y probablemente termine en problemas.