El término es jabonoso, muchos lo consideran una mala palabra y, como pasa con las malas palabras, se usa muy seguido. En parte por lo anterior, el populismo lleva un montón de años asociado al ninguneo del adversario político y unos cuantos reivindicado en cenáculos políticos e intelectuales de Argentina, Francia o España. Lleva también un buen tiempo en el horizonte de no pocos politólogos, sociólogos e historiadores, y nada indica que la tendencia vaya a la baja. Así las cosas, hay novedades para el tiempo que viene, no necesariamente desde donde más se habría esperado.
La dupla de investigadores que conforman Julio Pinto y Verónica Valdivia, coautores de volúmenes como ¿Chilenos todos? (2009), estuvo a cargo de un proyecto Fondecyt titulado “Populismo en Chile”. No les terminaba de calzar que, en general, cuando se habla y se publica de populismo en la historia local, tienda a primar la “excepcionalidad chilena”: que el fenómeno se circunscriba a la figura de Carlos Ibáñez del Campo o a la primera época del Partido Socialista. Que Chile nunca haya sido la Argentina de Perón ni el Brasil de Getulio Vargas.
Posiblemente el próximo año, cuenta hoy Pinto vía Zoom, verá la luz con el sello Lom un libro que identifica un período “populista clásico” en el Chile del siglo pasado, más precisamente entre los dos gobiernos de Ibáñez (1927-31, 1952-58). Así ya lo deja ver el propio premio nacional 2016 en un texto de su autoría aparecido en el número 53 de la revista Historia, de la UC, a modo de anticipo/aperitivo: “¡La cuestión social debe terminar! La dictadura de Carlos Ibáñez en clave populista, 1927-1931”.
“La palabra ‘populismo’ ha estado muy de moda en las últimas décadas”, estima el historiador, “pero se ha rodeado de una connotación bastante peyorativa, como gobierno irresponsable, demagógico, autoritario, poco democrático. Es casi un estigma: cuando alguien quiere descalificar a un gobierno o a un político, se dice este es un populista, o incurre en conductas populistas. Con Verónica [Valdivia] estimamos, sin embargo, que la palabra tiene un espesor histórico mucho mayor, sobre todo en América Latina”. No se trata, entonces, “de caricaturas ni de etiquetas”, sino “de un proceso histórico-político de larga tradición en nuestro continente, que tiene complejidades y elementos muy importantes de conocer”.
Eso, por un lado. Por otro, añade, con Valdivia vienen “hace años desarrollando una agenda de insertar la historia de Chile en la historia de América Latina. No somos ninguna excepción, como suele decirse: compartimos muchos problemas, muchas experiencias y también tuvimos una etapa populista ‘clásica’. Y tomamos el nombre de Ibáñez porque, en una literatura que suele decir que en Chile no hubo populismo, uno de los pocos personajes identificado como populista es Ibáñez.
Y cree el autor necesario agregar una tercera consideración, “tal vez la más importante”: en la segunda mitad de los años 20 “se desarrolla en Chile un experimento de ‘pacificación social’ por la vía de la ampliación del espectro de actores reconocidos como sujetos de derechos políticos y sociales, y también como una transformación del Estado en un sentido mucho más inclusivo y respetuoso de los derechos sociales. Creo que esa es una experiencia que no está de más recordar en los momentos que estamos viviendo, porque es un poco lo opuesto del Chile neoliberal.
Es bueno mirarse un poco al espejo, concluye Pinto, “y decir que, en un tiempo en que éramos bastante más pobres que ahora, había procesos políticos que eran mucho más incluyentes, socialmente mucho más sensibles y que reconocían en la sociedad un protagonismo que iba mucho más allá de las élites. No estamos hablando de utopías o de propuestas abstractas, sino de experiencias políticas concretas. Nos parecía bueno traerlo de vuelta a la memoria”.
Ibáñez quiere fundar un “régimen de justicia social”, de cohesión, de unidad, un “Nuevo Chile”. La apelación a la novedad, ¿implica en su caso una refundación?
Hay un propósito refundacional en los jóvenes oficiales de los años 20, cuyo líder era Ibáñez, pero cuya propuesta trasciende incluso los límites de las FF.AA. (pienso en los ingenieros, los técnicos y los profesionales que acompañan este proceso). Hay una voluntad refundacional, pero a la vez reactiva. Estos jóvenes oficiales no intervienen políticamente a partir de un programa o de una utopía, sino en reacción a la cuestión social que se venía dando en Chile desde hacía décadas, con ribetes bastante sangrientos y donde a los militares les había correspondido ejercer el papel de represores, una y otra vez. Se dan cuenta de que esto no puede prolongarse para siempre, porque se corre el riesgo de una revolución de verdad, desde abajo, con un horizonte socialista o comunista, algo que los militares no estaban dispuestos a tolerar. Para conjurar ese peligro, se llega a la conclusión de que hay que transformar el Estado, desarrollar políticas de inclusión social, dialogar con los sectores sociales más movilizados, y todo eso lo percibían como una novedad: no era como funcionaba Chile antes de 1924.
Personeros del primer gobierno de Ibáñez planteaban que su legitimidad está dada por las leyes sociales que dicta, por los actos, no por el origen…
La intención de los militares ibañistas era construir algo que se proyectara en el tiempo. Hay un proyecto refundacional que, según estiman, Chile necesita para estabilizarse y volver a crecer en unidad. En ese sentido, hay una aspiración de legitimidad que se plasma en dos grandes cuerpos legales. Está la Constitución del 25, que nace de los golpes de septiembre del 24 y enero del 25, que va a ser la referencia jurídica fundamental de Ibáñez en sus dos gobiernos: ahí se plasma la propuesta política para resolver las crisis económicas y sociales que Chile venía sufriendo. La idea es crear un “nuevo Chile” con bases institucionales sólidas y duraderas.
Por otro lado, están las leyes sociales. El diagnóstico que ellos hacen es que el gran drama de Chile es la falta de cohesión social, y la única forma de revertir ese drama es crear herramientas legales para que los conflictos sociales se resuelvan dentro de la institucionalidad y no por la vía del enfrentamiento directo. Se apela a una nueva legitimidad, no la que porta la tradición oligárquica decimonónica, y que esperan que no sea frágil: hay nuevas leyes, hay nueva Constitución, hay nuevas alianzas sociales, y eso debería permitir la creación de un Chile más estable, más progresista, más justo, etc. Y si uno descuenta esos años iniciales turbulentos, hasta el año 32, la fórmula que se instala en 1924-25 va a durar hasta 1973. No era tan frágil, finalmente.
La cohesión y la armonía social, plantea el régimen, se sostienen en el respeto a la autoridad. ¿Es ahistórico preguntarse cómo defienden ese punto quienes se instalaron en La Moneda gracias a dos golpes?
Ibáñez es un militar que, como tal, visualiza la autoridad y la disciplina como valores fundamentales, más aún en la etapa inicial del régimen, donde queda a la vista su faceta autoritaria y represiva. Por eso se la considera una dictadura, y había expresiones políticas que se perseguían y se reprimían. La proyección a largo plazo, sin embargo, era que no fuese necesario recurrir permanentemente a la represión abierta como un modo normal de funcionamiento. Si se dan los golpes del 24 y del 25, y se echa a andar este diseño, es para no tener que estar respondiendo a cada conflicto social a balazos.
¿Cómo se avienen el populismo y la “excepcionalidad chilena”?
Nos cuesta mucho reconocer puntos de contacto con otras experiencias latinoamericanas. Cuesta mucho sacudirse el mito de los ingleses de Sudamérica, en buena medida apoyado en lo que hoy se conoce como el ethos republicano. Cuando se habla de populismo, inmediatamente se prenden las alarmas: “No, porque nosotros somos un país estable, donde los liderazgos carismáticos no han tenido mucha presencia, donde se respetan las instituciones, donde los partidos son muy fuertes, donde las ideologías de clase han sido muy fuertes”. Todo eso va en sentido contrario a la idea que normalmente se maneja al hablar de populismo.
Lo que decimos es que hay un período de crisis global en que se aplican en distintos países fórmulas que tienen mucho en común, y la expresión latinoamericana de este proceso –que en otras partes se expresa a través del fascismo, del Nuevo Trato o de las revoluciones comunistas- es este “populismo clásico”: la Argentina peronista, el Brasil de Vargas, el México cardenista, etc. Lo que aproxima estas experiencias es, primero, la idea de frenar la revolución mediante un Estado redefinido, con mucho mayor protagonismo en lo económico y en lo social; la búsqueda de alianzas sociales más amplias; la búsqueda a todo trance de la paz social; el reconocimiento de derechos sociales y una noción más incluyente de nacionalismo, que recoge elementos de la cultura más plebeya. Nos parece que este período en Chile recoge esos elementos.
Cierta ausencia de liderazgos carismáticos, ¿puede apoyar la excepcionalidad?
Este tipo de liderazgos aparecen en Chile en esta época. El propio Ibáñez, que no era muy carismático, ejerció sin embargo un liderazgo evidente; Arturo Alessandri es un personaje muy carismático, y en su momento lo fue Pedro Aguirre Cerda. No es que no hayamos tenido liderazgos comparables a los de otras partes. Asimismo, uno podría decir que también en otros regímenes y experiencias populistas se crearon instituciones. Las diferencias no son tan radicales. Yo diría que la diferencia más importante, que permite decir que el populismo chileno tuvo matices, es que los partidos siguieron teniendo un peso muy significativo, y que fueron un actor del cual no se podía prescindir.
“Desde un punto de vista económico y social, [Allende] tenía algo de revolucionario y mucho de populista”, ha escrito Joaquín Fermandois. ¿Cómo lo ve?
Allende fue parte del Frente Popular y fue ministro de Salud de Aguirre Cerda. Entonces, cuando Fermandois dice que Allende tenía mucho de populista, claro, se había formado políticamente en ese contexto y en esa experiencia. Él llega a la presidencia de la mano de una trayectoria donde el populismo había tenido una presencia muy fuerte. Pero la proyección de ese gobierno ya no es populista: es una proyección revolucionaria, y por eso se produce, entre otras cosas, el golpe de Estado.
En su minuto, Paul Drake escribió que la afirmación de Allende de que no es Presidente de todos los chilenos, sería una prueba de que no era un populista…
Acá hay una tensión conceptual en el populismo: por un lado, está la idea de encarnar la unidad nacional (la nación somos todos, pobres y ricos), pero por otro lado los populismos levantan un enemigo, que suele ser la élite, la oligarquía, y por ahí la frase de Allende no sería tan inconsistente con el populismo. Perón decía, yo represento a todos los argentinos de verdad, pero eso excluye a los oligarcas, que son la “antipatria”. Hay una ambivalencia en las propuestas populistas: somos todos, pero no somos todos.
Intelectuales como el fallecido Ernesto Laclau han visto en el populismo “una fuerza positiva para la movilización de la gente común y para el desarrollo de un modelo comunitario de democracia”. ¿Puede pensarse hoy en una “izquierda populista” sin tapujos?
Uno de los karmas que arrastra la palabra “populismo” es que son pocos los actores políticos que la asumen, a diferencia de otras etiquetas, como “socialista”, “liberal” o “conservador”. No se presta mucho para ese tipo de apropiaciones, justamente por todo el lastre que arrastra, más allá de que se puedan reconocer elementos positivos en las experiencias populistas. Y en el caso de América Latina, la palabra ha sido más bien una creación de las ciencias sociales para dar cuenta de fenómenos que, sin ponerse de acuerdo entre sí, exhibían características muy similares. Es un nombre que no surge de los propios protagonistas, lo que da cuenta de la dificultad de identificarse como populistas, incluso en personajes como Perón. A eso se agrega que no tiene un bagaje ideológico doctrinario muy consistente: no hay una corriente de pensamiento populista que haya levantado una doctrina que se reconozca en esa denominación.
Las experiencias populistas pueden ser clasificadas de izquierda, en cuanto son más sensibles socialmente, más inclusivas de los sectores populares -algunos incluso dicen que por eso son más democráticas que las democracias liberales-, pero no son de izquierda si uno toma como punto de referencia la izquierda marxista más doctrinaria, que propone una revolución que va a alterar radicalmente las jerarquías sociales.
En este punto parece desmentirse el lugar común de que Latinoamérica los populismos son de izquierda y en Europa, de derecha.
Ahí creo que es bien pertinente la referencia a Laclau, porque él y [la politóloga] Chantal Mouffe simpatizaron con el kirchnerismo de manera pública y notoria. Ella incluso ha sido criticada en distintas esferas de izquierda por su cercanía con Cristina Fernández. Por otro lado, Mouffe es una de las referencias de Podemos, en España. Ahí habría un caso de un populismo de izquierda, como Syriza en Grecia. O sea, no todos los populismos europeos son de derecha. Y en el caso de Laclau y de Mouffe, mi lectura es que ellos parten desde el marxismo más clásico. Se identifican con ese marxismo más “puro”, y en el caso de Laclau se produce el giro populista, que es como decir, “si queremos avanzar hacia proyectos más populares en nuestros países, quizá el populismo es una fórmula más práctica, accesible y realista que la fórmula marxista tradicional”. Entonces, hay ahí una especie de reivindicación del populismo como un izquierdismo, en este caso, a la latinoamericana.
¿Una izquierda de nuevo cuño?
Exacto. Sobre todo después de la crisis política de los socialismos reales, me parece que hay en ellos, y en muchos otros sectores de la izquierda latinoamericana y mundial, una búsqueda de nuevos rumbos, dentro de los cuales estas experiencias populistas pueden ser un componente rescatable.