Sus metódicas investigaciones sobre los cambios de la sociedad chilena, cada vez más citadas en los años previos al estallido, se volvieron de consulta obligada a partir del 18 de octubre. Metódicas porque la socióloga las ha actualizado una y otra vez para no estancar su diagnóstico –como les pasó, cree ella, a los autoflagelantes−, pero también porque Araujo confía en su método: las técnicas cualitativas, como los grupos de conversación, que rastrean las tensiones de la sociedad en el relato de sus propios actores. La investigadora de la Usach analiza aquí las contradicciones y lastres que, en su opinión, nos tienen muy lejos de resolver la crisis. “No nos estamos escuchando para nada”, asegura.
Hace cinco años, usted declaraba en entrevistas que el “malestar” observado por el PNUD en 1998 había mutado en otra cosa: rabia. ¿Qué cree que gatilló esa mutación? ¿Fueron gradaciones del mismo fenómeno o el malestar se juntó con otra cosa?
Sin duda hubo un efecto de acumulación, pero también pasó otra cosa que quizás fue más importante. Porque aquel descontento que identificó el PNUD estaba ligado a un sentimiento de impotencia, que era muy predominante cuando yo empecé mis trabajos, a comienzos de los dos mil. Pero con el tiempo se produjo una transformación en los individuos que los hizo sentir más potentes, y eso fue, en gran medida, lo que produjo la conversión del malestar en rabia.
¿En qué consistió esa transformación?
Al menos en dos cuestiones. La primera es que las personas comenzaron a tener una lupa de aumento respecto de los abusos, porque las promesas de igualdad y de derechos calaron muy profundo y cambiaron su autodefinición como seres sociales. Y cuando te cambian eso, cambia la manera en que interpretas a tu sociedad. Si tú me dices todo el tiempo “mira, tú eres un igual, eres un sujeto de derecho, un individuo capaz de decidir” −y esa fue la oferta progresista pero también la del mercado−, mis expectativas se transforman, y aquí el tema central es el cambio de expectativas. Carlos Peña, el CEP y otros, han abordado las expectativas en términos de modernización: ahora que la gente tiene más, quiere más todavía. Por supuesto, quiere una mejor vida. Pero creo la rabia, y la politización de esa rabia, tuvo más bien que ver con las nuevas expectativas sobre cómo la sociedad tiene que tratarme, no sólo darme: cómo tiene que verme y vincularse conmigo. Ese fue el cambio que agudizó, pero de un modo exponencial, la percepción de que el otro está usando mal su poder. Y ese otro no es sólo la persona que te trata mal, también el poder que tú le has cedido al Estado para que organice esta sociedad.
¿Coincide con Manuel Canales cuando dice que el neoliberalismo no disolvió la estratificación social pero sí “desenyugó al pueblo” subjetivamente?
Claro, pero se olvidó de quitar el yugo estructural. O sea, lo que neoliberalismo sí hizo fue generar una confianza en tus habilidades, en que tú eres capaz de enfrentar un mundo que te empuja a abandonar tu antigua condición de sujeto tutelado por las clases dirigentes. Frente a todo ese entramado que era muy jerárquico, pero que de algún modo te decía “yo tengo que protegerte”, de repente el neoliberalismo dijo “no, ahora tú puedes con tu esfuerzo”. Y tuviste que poder, porque no te quedaba otra. Las personas aprendieron a producirse como hiperactores. Esto también tuvo mucho de mito, porque fue un hiperactor súper agarradito a su familia y a sus relaciones cercanas, sin las cuales se cae. Pero si me vendiste este cuento y llevo décadas resolviendo mi vida sin tu ayuda, ahora estoy justificado para enojarme si compruebo que mis desventajas siguen siendo enormes. Ahí está el nudo de tensión y no sé si hemos dimensionado cuán urgente es comenzar a deshacerlo.
¿Diría que redistribuir el poder político y económico es la gran respuesta a la crisis? ¿O sería una respuesta incompleta?
Creo que es una respuesta incompleta, pero es la más importante. Y nos ayuda poco que mucha gente, cuando escucha hablar de redistribución del poder, se imagine un arma de destrucción masiva de la sociedad, una revolución que unos harán contra los otros. Y me refiero a discursos de ambos lados: crear la sensación de la gente quiere una revolución no le hace bien a nadie. Tenemos que redistribuir poder para tener una sociedad aceptable, no es más que eso. Cuando el 1% de la población acumula el 30% de las riquezas, es indecente nomás. Ahora, ¿por qué sería una respuesta incompleta? Porque en este camino también nos han sucedido otras cosas, y creo que vamos a necesitar una especie de conversación terapéutica sobre la sociedad en la que nos hemos convertido.
¿Para tratar qué problemas?
Primero, que Chile es una sociedad demasiado competitiva. Tenemos experiencias de competencia permanentes, es como una bruma que nos rodea. Y no es que seamos una sociedad enferma, es que estructuralmente nos vemos obligados a competir más que a cooperar. Pero es muy duro vivir así, imaginar tu mundo social como una selva de la que todos se quejan y sin embargo participan. Otro problema es que muchas de las reglas o códigos de conducta que ordenaban nuestras relaciones ya no funcionan más, y eso ha irritado muchísimo a la sociedad. Nadie sabe “qué tengo que hacer cuando...”, “qué está bien y qué está mal cuando...”. “¿Tengo que cederle el paso, o si le cedo el paso me va a decir ‘crees que soy idiota y no puedo pasar’?”. Pero si te demoras te tiran un codazo y en vez de pedirte perdón te increpan. Y esto a veces es difícil de plantear, pero esta gran conciencia de ser iguales y no tolerar abusos tiene un lado B: las personas tienden a interpretar muy rápido como abuso cualquier cosa que les ocurra. Creemos que todo el mundo está abusando de nosotros, que siempre estamos en el lugar de lo correcto y el resto en el lugar del abuso.
Por lo mismo, es muy difícil pensar desde dónde se plantea una conversación al respecto.
Es muy difícil conversar sobre casi cualquier problema, y esta es una de las cosas más duras que nos están pasando: nos estamos escuchando desde el miedo.
Uno dice “cooperación” y el otro escucha “comunismo”, alguien dice “desarrollo económico” y el otro escucha “neoliberalismo”. No nos estamos escuchando para nada.
Pero tenemos que poder pensar sobre estas cosas, porque son lógicas sociales que han ido cambiando, no individuales. No se trata de regularlas por ley, desde luego, porque tú no puedes imponer nuevos códigos de conducta y pretender que sean aceptables para todos. Lo que sí se puede es abrir una conversación social que ayude a recomponer esos códigos.
Si la interpreto bien, para que esa conversación prospere sería necesario que autorregulemos nuestros impulsos de victimización.
Obviamente. O sea, para todo lo que estoy diciendo es esencial entender que si todos nos ponemos en el lugar de la víctima en cada situación, no tenemos salida. Porque si a la permanente competencia le sumas individuos reacios a pensar su responsabilidad ante situaciones de conflicto, sólo queda la confrontación. Un día iba en un taxi, antes de la pandemia, y por atrás llegó una 4x4 y le pegó un topón. El taxista bajó y la mujer que manejaba la 4x4 lo gritoneó sin parar, pero sin parar. Y el taxista se atarantó, se tuvo que ir nomás. Es una pequeña escena, pero la reacción de esa mujer que salió disparada a atacar es algo que está pasando a todos los niveles. El año 2009, en un libro que se llamó Habitar lo social, publiqué una investigación donde encontré que la gente sentía que todas estas promesas de derechos e igualdad eran falsas, porque veían que la vida social estaba organizada por cuatro grandes lógicas: las jerarquías naturales, los privilegios de hecho, el autoritarismo y la confrontación de poderes. Bueno, hoy diría que las tres primeras han sido cuestionadas, en cambio la última es cada vez más fuerte. La confrontación de poderes es, en gran medida, la lógica que está ordenando nuestras interacciones. Y ese no es sólo un problema de distribución.
¿Es también un problema de individuación?
Más que la individuación como tal, el problema que veo en este individuo potenciado es el creciente dogmatismo en que afirma su individualidad. Súmale a eso su competitividad, su irritación, ¿y cuál es el efecto común de todo esto? Que no puedes ver al otro. Puedes ver a tus similares, pero no al otro. Una cosa que encontré hace tiempo en mis trabajos, y que discutimos con Danilo Martuccelli en el libro Desafíos comunes (2012), es que la clave narrativa de las personas comenzaba a ser moral. Es decir, en términos del bien y del mal. Y eso supone un gran riesgo político, porque cuando se trata del bien y del mal eres tú o yo, no tenemos nada que decirnos. Y en aquellos años era como una queja moral expresada desde el sufrimiento, pero eso se transformó y ya estamos en la narrativa moral del censor, que se superpone a la del sufrimiento y esa combinación es una bomba de tiempo. Yo diría que esto toca a una parte de la sociedad, no a toda. Pero es un hecho que ya tenemos muchos censores en el país, de muchos tipos.
LA POLÍTICA
Entre las voces de hartazgo con la sociedad que registró en los años previos al estallido, ¿se podía apreciar una confluencia de deseos sobre hacia dónde queremos ir?
No. Y ahí pondría el foco en otro problema esencial: la política tiene que repensar completamente su electoralismo de las últimas décadas. Vemos todo el tiempo a nuestros políticos discutiendo cuestiones electorales y eso ya es insostenible frente a una sociedad que demanda horizontes de futuro.
Desde el año 99, cuando Lagos dijo “Crecer con igualdad” y Lavín casi le gana, se instaló entre los políticos la sensación de que la gente no les demanda proyectos de sociedad sino que elige entre ellos con lógicas y plazos de mercado.
Y esa sensación se agravó, creo, en la época de Bachelet 2. Porque ahí se jugaron con más fuerza algunos intentos de reformas y esto hay que recordarlo: esas reformas no sólo encontraron trabas en el Congreso, sino que no consiguieron el apoyo de la ciudadanía que esperaban conseguir.
La gente se desembarcó rápidamente.
Yo recuerdo haber escuchado, en el backstage de una conferencia, a una persona, notoria participante de la Concertación y luego de la Nueva Mayoría, hablar realmente indignada contra los padres que salieron a reclamar en defensa del copago. Decía algo así como “estas viejas no entienden nada”. Y yo pensaba que eran ellos quienes no entendían, porque esperaban que la gente se subiera a su carro a partir de un diagnóstico equivocado sobre quiénes eran esas personas y qué querían. Ahí comenzó, me parece, la idea de que estábamos frente a un mundo de seres neoliberales y que todo aquel que rechaza nuestra oferta es un neoliberal.
¿En qué se equivocó ese diagnóstico? ¿Creyó ver en los malestares un pueblo que no era tal?
Creo que lo principal es que ellos produjeron un diagnóstico en la segunda mitad de los 90, pero llegaron al poder el año 2014.
Hablamos de los autoflagelantes.
Claro. Llegaron al poder casi 20 años después, cuando las desigualdades persistían pero los individuos que tenían delante eran más fuertes, con una exigencia de autonomía −y no sólo de igualdad− mucho mayor. Y que, además, ven las cosas de maneras menos ideológicas, sino evaluando una cantidad de factores. ¿Por qué los padres querían pagar por el colegio? Porque los colegios municipales habían sido abandonados y esas familias, como aprendieron a rascarse con sus propias uñas, tienen que darles uñas a sus hijos. Entonces, ¿en qué tenían que creer? Les estaban pidiendo una adhesión ciega sin tomar en cuenta sus reales experiencias, que hubieran aconsejado partir mejorando la educación municipal. Estoy dando un ejemplo, creo que hicieron otras cosas mejor, pero no ajustaron el diagnóstico del malestar a un país que había transitado al lugar de la irritación, de la potencia de los individuos y del abandono del modelo tutelar.
Como es de las intelectuales que “lo vio venir”, la han invitado a muchos foros desde el 18 de octubre. ¿Con qué interpretaciones del estallido sugeriría tener cuidado para no volver a engañarse?
Pienso que desde ambos extremos se cometen errores. El primero es pensar al “actor del estallido” como fuera uno solo. Hubo muchos y muy distintos. De partida, no puedes confundir a quien estuvo en las manifestaciones con quien las apoyó vía encuestas. Sí es cierto que entre todos armaron un sentido común: “esto no va más”. Pero cada grupo tenía sus propias razones y no hay una visión unificada sobre el camino a seguir. Otro gran error es esperar que la propia sociedad construya esa visión por generación espontánea, por eso la política está fallando al no asumir esa tarea.
Activó el proceso constituyente.
Sí, que era fundamental. Pero al poco andar, la política volvió al electoralismo y no tenemos ningún proyecto para el futuro. ¡Ninguno! Desde noviembre de 2019 tendríamos que estar en eso: dando forma a proyectos alternativos, por un lado, y por el otro a fórmulas de consenso sobre lo que vamos a hacer en los próximos 20 años. Pero no he visto siquiera el esfuerzo de decir “bueno, estamos en una crisis, tratemos de pensar en algunos puntos comunes para ver cómo salimos”. La lógica electoralista se comió otra vez a la lógica del pacto. Y los dramas sociales que nos llevaron a octubre no han cambiado, de hecho se agravaron con la pandemia. Y el proceso que activó el 2019 no tiene vuelta atrás: la conciencia de las desigualdades va a seguir avanzando y la lectura de la sociedad en términos de clases ya se instaló. Si quieres creer que eso se detuvo porque hoy protesta menos gente los viernes, estás perdido. Como también es un error –ahora de la izquierda− pensar que las personas quieren revolucionarlo todo. Efectivamente sus demandas y convicciones tomaron una orientación más progresista, pero el relato que aparece en las investigaciones, incluso en las últimas que he hecho, muestra también una valoración muy grande de la tranquilidad. ¡Si lo que están buscando es tener una mejor vida!
En la última revista Santiago planteó que la gente se tomó el plebiscito como una posible tregua: “dejar sus sueños de irse al sur o al campo” para ver si esta sociedad vuelve a ofrecer un futuro que tenga sentido. ¿Cómo fue que integrarse a esta sociedad perdió sentido?
Esa pérdida de sentido está muy anclada al sentimiento de que la vida es demasiado dura: llena de exigencias desmesuradas, con relaciones sociales también muy duras, con una ciudad irritada, sin tiempo para lo que de verdad te gratifica… Si lo piensas, somos una sociedad que conversa poco sobre gratificación, que se aplica poco a gratificar a los otros. Entonces no sabes para qué estás trabajando, porque tampoco tienes un gran sueldo. Y te sientes obligado a asumir roles o actitudes que no te identifican: tengo que ser choro para ganar un conflicto, o ser muy competitivo en mi trabajo para ganarles a los demás en ventas. Es una sociedad donde yo no veo los elementos que podrían devolverme una imagen edificante de mí mismo. No tengo qué amar de esa sociedad, en definitiva. Eso hace que, para muchos, el proyecto o sueño personal sea una idea de exit, de fuga: irse a vivir al sur, al campo, dejar los trabajos, salirte de este “sistema”. Porque yo podría tener una vida dura y que sea edificante para mí, pero si la vida es dura y nada de edificante, ¿para qué me voy a quedar? Y te estoy hablando desde sectores medios acomodados a sectores populares, todo el mundo se quiere ir.
Suele decirse que ese relato de fuga es propio del ñuñoíno que no conoció la verdadera vida dura y por eso se queja de esta selva.
No, no. Es la gran mayoría la que vive su vida como una acumulación de obligaciones que las desbordan. Y yo no estoy deduciendo de ese relato que todo el mundo realmente se va a ir al sur… Aunque sí pienso, francamente, que mucha gente se va a ir y veremos cambios importantes en algún momento. Pero es una observación nomás, no tiene nada de científica.
Corre el rumor de que conviene comprar pronto, al menos.
Es que eso va a ocurrir, estoy convencida. Pero ocurra o no, creo que el resultado del plebiscito –aunque votó la mitad del padrón− reflejó una inflexión de esperanza: “Ya, bueno, vamos a darle una chance a esta sociedad, vamos a reiniciarla con unos principios que me permitan sentir que es edificante ser parte de ella”. Pero sigue siendo una olla a presión.
Si reencantarnos con lo social supone aliviar las exigencias desmesuradas y el endeudamiento tortuoso, ¿es viable ese alivio sin replantear las expectativas de consumo y la avidez de estatus?
No. Y ahí tenemos un problema, porque en realidad ese es el fundamento del capitalismo [se ríe].
Carlos Peña no perdió la ocasión de constatar, tras el incidente de las zapatillas en el mall de La Florida, que esos valores no han sufrido ningún daño estructural.
Bueno, pero esos son procesos. Si aspiramos a un cambio en los hábitos de consumo, eso va a tomar tiempo. Pero creo que no hay otra salida, también por razones vinculadas con el cambio climático y la sustentabilidad. Tendremos que ir hacia allá. Además, el estatus se sostiene en creencias compartidas, y sí creo que se han abierto posibilidades de replantear eso. Pero yo estoy un poco decepcionada.
¿De qué?
Pensé que el camino hacia la Constituyente iba a ser la oportunidad de ver otras conversaciones. Por ejemplo, sobre cuestiones como el consumo o la erosión que produce la competencia. No lo estamos haciendo.
Creo que por mucho tiempo el lazo social, las relaciones con otros, se pensaron como un problema ajeno a la política. ¿Por qué? Porque el edificio estaba bien construido, las autoridades estaban arriba y eran sólidas, todo estaba relativamente regulado. Pero eso se nos está moviendo y cambiar esos principios relacionales es un tema político, requiere una traducción política. Para los políticos esto aún suena pastoral, pero el hecho es que las personas hoy no se creen los grandes discursos, les creen a sus cercanos y a sus experiencias ordinarias: que voy en la calle y me pegan, que me vendieron una cuestión con letra chica. Una estudiante hizo una tesis sobre adultas mayores y encontró que ya no quieren ir al centro, porque si te paras a mirar escaparates la masa te lleva y además te maltrata. Esas pequeñas experiencias son extremadamente importantes, porque marcan la manera en que tú piensas en tu sociedad, cuánto te identificas o no con ella, cuánto te enganchas afectivamente.
También ha sostenido que politizar estos problemas exige que los actores políticos, incluidos los no institucionales, abandonen “su profunda adherencia a formas polarizadas de edificar el conflicto”.
Sí, creo que los fantasmas del “facho” y del “comunacho” han sido un lastre para el país, no lo dejan avanzar en sus discursos públicos. Y ya arrastramos estas formas polarizadas hace mucho tiempo. Incluso la Concertación ayudó a potenciarlas, cuando en cada elección te metían el susto de que regresara la dictadura. Todos colaboraron, en realidad, a mantener vivos esos dos fantasmas. A mí me han invitado a conversar con grupos de derecha y los diálogos han sido estupendos, pero hay otro grupo que no bien abro la boca y soy comunacha. Eso ha sido súper negativo, porque en el medio hay una sociedad que se está moviendo de otras maneras.
Una tarea obvia del proceso constituyente será legitimar nuevas fórmulas de autoridad, tema que exploró a fondo en El miedo a los subordinados (2016). ¿Cree que la izquierda tiene claro qué tipo de autoridad es la que quiere legitimar?
No. Y creo que un gran error de la izquierda, o del pensamiento progresista en general, ha sido resistirse a pensar sobre la autoridad. Ha pensado muy bien el poder como forma de dominación, pero haciendo una crítica que no deja ningún espacio para discutir las formas de regulación que toda sociedad necesita. Y no sólo para que haya paz, sino para poder hacer cosas en conjunto. Incluso los principios más igualitarios necesitan de algunas jerarquías para funcionar. Los rasgos autoritarios de Chile son un hecho, yo misma los he criticado. Pero no puedes quedarte ahí, porque la regulación social va a ser tu problema tarde o temprano. Que la izquierda rehúya pensar sobre esto, creo yo, algún vínculo tiene con la deriva autoritaria que ha tomado tantas veces. Hace años, cuando yo empecé a decir casi en broma que quería estudiar la crisis de la autoridad, todo el mundo me decía “pero oye, eres una conservadora”. Ahora me molestan menos, porque el problema se hizo evidente en todo el mundo. Pero a la izquierda todavía le cuesta pasar de la denuncia a pensar de manera concreta cómo se regula lo social. Hay que salir de la autocomplacencia. Y del exitismo, que tampoco conduce a ninguna parte.
La crisis de autoridad es insoluble, ha dicho también, si las élites persisten en relacionarse con la población desde “el miedo a los subordinados”. ¿Podrían perder ese miedo justo ahora, cuando el resto de la sociedad se ha unido contra ellas?
La única manera, creo yo, sería que entiendan que esa posición contra ellas está justificada. Si yo he cometido un error que, más allá de mis códigos normativos, produjo objetivamente una erosión social que nos dañó a todos, tengo que reaccionar, ¿no? Como cuando tu pareja te dice que te va a dejar y de pronto te enteras de la cuestión. En vez de tomarlo como una defenestración completa, podrían asumir que efectivamente han abusado de sus privilegios. A veces son cosas difíciles de ver y de admitir, pero si en esta pasada las élites siguen alimentando su miedo a los subordinados, es obvio que las situaciones de confrontación van a llegar, y las seducciones autoritarias detrás. Y como te decía, tampoco les están pidiendo nada insólito. Pueden mirarse en muchas élites del mundo que se comportan de otra manera.
Intelectuales de diversas corrientes habían anticipado síntomas de una crisis en ciernes, pero aquellos que estuvieron más vinculados a las políticas públicas durante la transición fueron escépticos hasta el final. ¿Qué cree que pasó ahí?
Diría que pasaron varias cosas, pero que un factor decisivo fue el reinado de la economía y de los economistas, que instalaron una mirada muy cuantitativista de la sociedad. Nos hemos regido por indicadores que parecen mostrarte un cuadro muy claro de la vida social, pero muchas veces distorsionan su complejidad, la simplifican, no te dejan captar lo que pasa. Y hubo una insistencia en pensar que la modernización del Estado era la respuesta a los problemas, muy en términos de rendimiento productivo, pero sin hacerse la pregunta: ¿será esta intervención estatal la que tiene más sentido para las personas, en el tipo de mundo que ellas habitan? Hay mucha política pública fracasada y eso no es casual. Ahora, esa preeminencia del indicador y del número ha permeado muchos espacios sociales, no sólo el político.
El académico, por lo pronto.
En las ciencias sociales es un poco aterrador lo que pasa. Sobre todo con los más jóvenes, porque los índices de productividad están definiendo qué tienen que hacer y para quién. Es bien absurdo, porque los indicadores te exigen producir artículos para mandar a revistas en inglés y todos sabemos que allá nadie te lee. Y mientras tanto desvestimos al país, porque no se construye un campo de conocimiento acá. Son muy interesantes los estudios que muestran cómo algunos países asiáticos se convirtieron en potencias mirándose a sí mismos. Hicieron florecer el conocimiento adentro, para primero hacerse competitivos y después poder salir. Nosotros vamos al revés: lo que importa es con cuántos centros de Estados Unidos o Europa te vinculas, aunque ellos sólo te consideren un proveedor de datos para sus propios trabajos. Las cosas tienen que tener más sentido. Yo no voy a hablar de ciencias naturales ni de astronomía, porque la luna es común para toda la humanidad, pero las discusiones sobre la sociedad chilena tendrían que hacerse acá. No estoy llamando a cerrarnos en “lo propio”, ¡ni hablar! En lo que digo no hay nada de poscolonial o decolonial, pero nada. Simplemente digo que nos está faltando sensatez.
Los intelectuales de la “derecha social” la citan con frecuencia. ¿Cree que tienen un proyecto consistente de sociedad o que todavía están cuadrando el círculo?
Hace una semana te habría contestado que todavía no veo ahí ningún proyecto. Sí tenemos cercanía en el diagnóstico y quizás por eso me citan. Por lo demás, yo nunca he pensado que lo que escribo sea de izquierda o derecha, porque tratar de comprender los cambios sociales debiera importarle a todo el mundo. Eso no me hace neutral, pero escribo para cualquier individuo que componga esta sociedad. El caso es que esta última semana aparecieron textos y declaraciones de Mario Desbordes y Hugo Herrera con un discurso programático muy claro. Allí sí hay un proyecto y que toma valores que la derecha consideró por bastante tiempo del bando contrario: justicia, solidaridad, redistribución, Estado. Lo que aún no está muy claro es qué imaginan como modelo de desarrollo, ni cómo recogen el hecho de estar ante individuos con fuertes deseos de autonomía y cuyas nociones de dignidad pasan por dejar de ser tutelados, incluyendo en esto a las creencias religiosas. Va a ser interesante ver cómo resuelven esos dos detalles, porque no son ningún detalle.