Columna de Daniel Matamala: La década dorada

Es difícil recordarlo hoy, escribiendo en enero de 2030. Pero la que terminaría siendo la década dorada de Chile comenzó en una enorme incertidumbre. En ese verano caliente de 2020, todo parecía a punto de desmoronarse.
La extrema derecha intentaba descarrilar el proceso constituyente apelando a los instintos primarios: el miedo y la rabia. La extrema izquierda coqueteaba con la violencia: revolucionarios de cuneta juraban que estaban a punto de asaltar el Palacio de Invierno. Las fuerzas democráticas se paralizaban, acobardadas por la presión de las funas callejeras y las redes sociales. Líderes de opinión y columnistas de los diarios hacían una lectura histérica de manifestaciones culturales que no comprendían. Olvidaban el consejo del héroe de su generación, Bob Dylan: "Don't criticize what you can't understand".
Pero nunca está más oscuro que justo antes del amanecer. Y el sol salió con una movilización masiva. A la marcha más grande de la historia, de octubre de 2019, siguió la votación más grande de la historia, en el plebiscito de abril de 2020.
Envalentonados por el éxito, los políticos democráticos se sacudieron de sus traumas, aislaron a los extremos y, obligados por el quórum de dos tercios, dialogaron y buscaron consensos. El resultado no fue una Constitución de derecha ni de izquierda, sino una carta con consensos mínimos que dejó la puerta abierta para el debate político.
El proceso fue más importante que el resultado: se organizaron cabildos por todo Chile sobre la discusión constituyente. El ejercicio de levantar la vista del teléfono para reconectarse con los vecinos tuvo un efecto notable; se fortalecieron las organizaciones de base, que cooperaron entre ellas para formar coordinadoras con influencia nacional.
Eso fue fundamental en la primera crisis de la nueva República. Cuando se descubrió que políticos y empresarios habían conspirado para asegurar leyes a la carta, la máquina de impunidad comenzó a trabajar tal como lo había hecho en el escándalo de las platas políticas de 2015.
Pero esta vez, dos millones de chilenos salieron a la calle exigiendo justicia... Tanto sobornadores como sobornados terminaron en la cárcel: parlamentarios, gerentes generales, un ministro y hasta el líder de un importante grupo económico. El aviso fue claro: el balance de poder entre la clase dirigente y la ciudadanía había cambiado para siempre.
La oligarquía ya no podría obstaculizar el cambio. Las rentas de los recursos naturales, capturadas por ella desde la conquista de Chile, ahora serían un motor de desarrollo. El royalty minero y la licitación de las pesquerías (se anuló la corrupta ley de pesca), financiaron centros de innovación instalados en las capitales regionales, que unieron el trabajo de empresas, universidades y el Estado. Los retornados de Becas Chile al fin pudieron desarrollar su potencial. Si hasta 2019 Crystal Lagoons o Cornershop eran excepciones, en nuestros locos años 20 se multiplicaron los emprendimientos exitosos a escala internacional.
La reforma de las AFP también ayudó: los fondos de las pensiones se redestinaron a inversión pública a largo plazo, financiando, con buenas rentabilidades, ferrocarriles, embalses y puertos.
Todo esto ocurrió justo a tiempo. Como sabemos, el gran frenazo de la economía china en 2029 derrumbó el precio del cobre. 100 años antes, el colapso del salitre hizo que Chile fuera el país más golpeado por la crisis de 1929. Pero ahora ya no teníamos todos los huevos en la misma canasta.
Tras recuperar el litio de la captura de SQM, nos convertimos en productores de baterías para autos eléctricos. Nuestro predominio mundial en energía limpia nos llevó a liderar en celdas de hidrógeno verde, indispensables para los vehículos a hidrógeno japoneses. Aprovechamos la radiación solar para vender esa energía a Argentina, Perú y Brasil, y el know how sobre generación eléctrica, a todo el mundo. Cuando la carbono neutralidad se volvió norma, las principales multinacionales movieron sus operaciones a Chile para aprovechar la energía limpia.
De ser la capital de la astronomía mundial, pasamos a la astroinformática. En conjunto con gigantes como Google y Amazon convertimos Antofagasta y La Serena en los Silicon Valley del Big Data: un concepto que al principio de la década era un chiste, por un chapucero informe del gobierno de la época, terminó convertido en un negocio de miles de millones de dólares que nos tiene en la frontera del conocimiento.
¿Cuál fue la clave? El rebalance de poder que soltó los frenos de un modelo oligárquico, rentista y extractivista. La élite pasó a ser parte de la solución, cuando entendió que, por su propia sobrevivencia, debía abrir puertas y ventanas, y reparar la fractura con el resto de la sociedad. Hoy tenemos paridad de género en los directorios de las grandes empresas, políticas de meritocracia en las carreras gerenciales y una relación horizontal con las comunidades.
¡Y pensar que hace solo 10 años se repetía, como una verdad revelada, que el único fin de la empresa era "maximizar las utilidades"!
En 2020, todo esto habría sonado muy cándido. Y sin duda, lo habría sido. Eran demasiadas las trampas y las amenazas. En ningún caso era un destino probable. Pero tampoco imposible.
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