Recuerdo que discutimos toda la mañana si acaso era conveniente o no hacer esa visita. Por motivos de salud, Hilda González (100 años), la abuela de mi pareja, está desde diciembre del año pasado en un hogar para ancianos en Limache. Todos los fines de semana alguien de la familia iba a verla. Esta vez le tocaba a ella y yo tenía que acompañarla.
Era el sábado 14 de marzo. El coronavirus ya había llegado a Chile y sospechábamos que las siguientes semanas iban a ser complicadas. A mí me daba terror estar contagiado sin saberlo y ser un foco de infección en un lugar tan vulnerable. Llamamos al hogar y nos aseguraron que habían cumplido todas las medidas de higiene recomendadas en ese momento. Si no habíamos tenido contacto con personas que vinieran de países europeos o asiáticos no habría problemas. Al entrar nos hicieron firmar un papel y lavarnos las manos con alcohol gel.
A Hilda no la conozco bien. Cuando empecé a ser parte de su familia ya estaba con problemas severos a la memoria. Me reconoce, pero siempre conversamos de las mismas cosas: de un viaje que hizo a la Patagonia, de tango y de básquetbol, su deporte favorito. A veces está de mal genio y no le dirige la palabra a nadie.
Ese día la noté contenta. La sacamos en una silla de ruedas a pasear por el patio del hogar. Era una tarde calurosa, por lo que nos sentamos a la sombra de un palto que ya empezaba a perder sus hojas. Con su voz baja y pausada habló de lo grande que era el terreno en que vivían y de unos gatos salvajes que las enfermeras alimentaban. También llevó un pañuelo de color negro con detalles plateados que había ganado en un bingo. Lo había guardado en la bolsa de regalo para que nosotros se lo diéramos a su nieta menor.
Afuera había otras cuatro familias con sus abuelos y abuelas. Los que no recibían visitas se quedaban en los comedores viendo televisión. A las 18 horas tocaba la once: pan con paté y té. Hilda le dio la espalda al resto y se sentó sola, en una mesa con vista al patio. La dejamos comiendo y nos despedimos. Únicamente pidió que manejáramos con cuidado de vuelta a Santiago.
Tres días más tarde, el gobierno anunció que por la pandemia mundial las visitas a hogares de ancianos estarían suspendidas por un mes. No sé si Hilda entiende por qué nadie va a verla y la idea me desespera.
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A las 11.20 h del miércoles 25 de marzo murió la tercera víctima de coronavirus en el país: un hombre de 82 años que vivía en una residencia para adultos mayores en Concepción y sufría de cáncer. Estaba internado desde el 22 de marzo en el Hospital Traumatológico por problemas en el sistema respiratorio. Hasta el momento se ha establecido que 20 funcionarios y 29 residentes podrían haber sido contagiados y ahora están cumpliendo cuarentena.
Pero no fue la única noticia alarmante. Ayer, se confirmó el contagio de cuatro personas en un hogar en Bajos de Mena, Puente Alto: tres ancianos y un funcionario encargado de la manipulación de alimentos que fueron trasladados al Hospital Sotero del Río. Al lugar llegó el ministro de Salud, Jaime Mañalich, quien confirmó que habían 25 residentes con cuidados especiales y otros 60 que serían trasladados. Varios vecinos de la comuna se juntaron a fuera del recinto para protestar por las medidas que el gobierno ha llevado a cabo en la comuna al enfrentar el Covid-19.
Entre los principales temores de esta crisis es que el coronavirus llegue a hogares de ancianos. Los resultados podrían ser trágicos, como ya se ha visto en otras zonas afectadas. En España, uno de los países que más han sufrido por la pandemia, se encontró una residencia en la que varias personas estaban conviviendo con cadáveres que, presumiblemente, habían sido contagiados y no habían recibido atención médica; en el estado de Washington, donde surgió el primer brote de Estados Unidos, se han registrado al menos 30 muertes vinculadas a un clúster en el Kirkland Life Care Center, un asilo en los suburbios de Seattle. Cerca del 60% de los residentes dio positivo por Covid-19 y un cuarto de los contagiados falleció.
“Tenemos un reporte diario de cada hogar en Chile, que se genera en cada región y lo consolidamos para ir viendo día a día los casos. Estamos muy preocupados y encargándonos de forma activa de apoyar al máximo las residencias a lo largo a Chile. Sobre todo, pensando en las 200 que funcionan sin fines de lucro (...). Son las que tienen mayor necesidad”, comenta Octavio Vergara, director del Servicio Nacional del Adulto Mayor.
Por ahora, las residencias y hogares del país han podido hacerse cargo de la amenaza del coronavirus. No hay problemas de insumos ni de personal, pero se prevé una crisis mayor si es que el virus continúa su avance.
“Nuestros residentes están conscientes de la gravedad del virus. Los que son valentes y tienen un mayor grado de conciencia se dan cuenta de lo que está pasando. En general, los adultos mayores han vivido otros procesos similares. No hay miedo, pero saben que esto podría generarles la muerte”, explica Claudia Castañeda, directora de desarrollo de la Fundación las Rosas.
A su juicio, las cosas están en calma por el momento. No tienen casos sospechosos y trabajan con relativa normalidad. Incrementaron tres veces el gasto en insumos médicos y de higiene. El miedo se proyecta a lo que pueda suceder en abril, cuando se espera la mayor cantidad de contagiados.
“Nuestra prioridad es evitar que el virus entre. Si llega a entrar vamos a estar en una lógica que no queremos ni pensar (...). Ahí necesitamos oxígeno, ventiladores mecánicos, entre otras cosas, que teníamos, pero no para enfrentar una contingencia como a estos niveles”, comenta Castañeda.
La Fundación pidió a sus voluntarios que dejaran de ir a los hogares. Esto ha afectado seriamente la calidad de vida de las personas que viven ahí, ya que perdieron la mayoría de las actividades recreativas con las que contaban. Aunque en menor número, también hay enfermeros que han dejado de trabajar para cuidar su propia salud.
“Esta necesidad no está a niveles de que no se pueda reemplazar o se deba dejar de trabajar. Solo ha aumentado el nivel de estrés de los trabajadores. Estamos viendo distintas alternativas para ayudar con mayor personal”, dice Octavio Vergara, quien no descarta pedir ayuda a las Fuerzas Armadas para trabajar en la desinfección de los recintos.
Para enfrentar la crisis, algunas residencias han optado por pedir a los familiares que se lleven a sus padres y abuelos a la casa, sobre todo para disminuir la densidad de la población. Muchos están apremiados con el espacio que tienen disponible. Por ejemplo, el Hogar Español, de Las Condes, anunció que solo dejarían internadas a las personas que no fueran autovalentes.
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No fuimos los únicos que se tuvieron que despedir momentáneamente. “El peor de los temores es que mueran solos”, dice Claudia Pacha, quien tiene a su madre, Rebeca Carvacho, en la Residencia Iberoamericana, ubicada en la comuna de Ñuñoa. Le dijeron que podía visitarla durante una hora, siempre y cuando siguiera las condiciones higiénicas para reducir los riesgos de transmisión: cambiarse de ropa, usar mascarilla, guantes y tomarse el pelo.
La rutina de los domingos incluía una salida fuera del recinto y la videollamada de su hermano desde Barcelona, pero en esta ocasión fue distinto. “Me despedí de ella, con toda la angustia que eso significa. Lo hice pensando que no la vería por un mes, pero ahora viendo la cruda realidad, puede entrar algo a ese lugar y se me puede ir”, recuerda.
“Los apoderados nos han apoyado en extremo con las medidas y eso es súper importante, la comunicación que uno tiene con ellos. Para mí es súper importante ser honesta y transmitir el temor que tenemos todos. Uno teme por esta situación, se me mueren los abuelos y quedamos todos sin pega, entonces obviamente es una situación de riesgo y como viene el invierno es peor. Se viene muy feo”, comenta Luz Marina, directora técnica de la Residencia Iberoamericana.
La mayoría de los hogares han optado por medidas similares. Mucho alcohol gel, desinfección y enfermeros que deben cambiarse la ropa al entrar y salir de los recintos.
En el Hogar Español, de Las Condes, hicieron capacitaciones y parte del personal se queda a dormir en las instalaciones por 15 días para evitar contagios con el mundo exterior.
Uno de los mayores problemas es hacer entender los efectos de la cuarentena. Muchos ancianos ya no tienen capacidad para hacerlo e ignoran lo que pasa afuera de las cuatro paredes en las que viven. En la Residencia Iberoamericana, por ejemplo, solo dos personas están completamente enteradas del coronavirus y sus potenciales consecuencias. “Nosotros tratamos de bajarles la ansiedad y explicarles los pros y los contras de esta situación”, señala Luz Marina.
En ese sentido, la tecnología ha ayudado para disminuir la distancia. Las videollamadas, guiadas por enfermeras, son la principal herramienta.
Alejandra Jensen pudo ver a su abuela Olga Milad a través de una pantalla de celular después de un gran susto. Hace algunos días, Olga tuvo un accidente en el hogar Villa Soleares, de La Reina. “Estuvimos bastante preocupados. Mi abuela se cayó de la silla y se pegó en el trasero. Pensamos que podía ser una fractura, pero gracias a Dios solo fue un golpe. Para poder ver que estaba bien nos hicieron una videoconferencia. Ella no sabía lo que había pasado, y estaba tranquila”, cuenta.
Algunos profesionales, sin embargo, no lo recomiendan.
“Los abuelos no se dan cuenta de lo que está pasando. Sus apoderados se comunican con algunos por celular, o más bien nos piden antecedentes a nosotros. No recomiendo, en lo personal, mucho las videoconferencias, porque pueden alterar las emociones de la gente de mayor edad”, dice Jessica Soto, dueña del Hogar Mi Nueva Vida, de Maipú.
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A Hilda la llaman varias veces a la semana. Entiende que no puede recibir visitas por una enfermedad grave que está dando vueltas por todo Chile. Este fin de semana, aprovechando las tres horas que entrega el salvoconducto, le compraron ropa y galletas en un supermercado para enviarle al hogar vía encomienda. Está de buen ánimo, con enfermeras que se dividen en turnos para enfrentar la contingencia. Hasta ahora, afortunadamente, su salud no presenta mayores contratiempos.
Según la información levantada por el Servicio Nacional del Adulto Mayor, en Chile hay 23.700 personas como ella, viviendo en hogares y residencias. Todos son población vulnerable de una pandemia que avanza. “Lo que pasó en España, los cadáveres que encontraron en una residencia, nos dejó helados. Nos mata. No queremos que ocurra acá”, dice Claudia Castañeda, de Fundación las Rosas.
A corto plazo, es poco probable que las visitas se vuelvan a permitir. Lo peor es que nadie sabe cuándo va a terminar la crisis ni en qué circunstancias. Así, la ansiedad por el futuro empieza a dar vueltas en cada familia.
Cristina Acuña, otra apoderada de la Residencia Iberoamericana, teme por el destino de su madre, Marta Paz. “Para mí ha sido terrible no ver a mi mamá, casi estoy con depresión”, comenta brevemente.
El miedo de Acuña, aunque no se atreva a expresarlo directamente, es el de miles de familiares de adultos mayores a lo largo del país: que las circunstancias les arrebaten el derecho a una despedida.