Unos minutos antes de las 2.20 de la madrugada del 6 de junio de 2023, una sucesión de explosiones en la central hidroeléctrica emplazada en la represa de Kakhovka, en el río Dnieper, en el sur de Ucrania, despertó a miles de residentes de las áreas vecinas. Al menos a quienes habían logrado conciliar el sueño en medio de una guerra desatada desde la invasión rusa de febrero de 2022. La zona había caído bajo el control de Rusia desde el principio del conflicto. Las explosiones destrozaron las ventanas de las casas ubicadas hasta 80 kilómetros del lugar. Durante los minutos que siguieron se reportaron estruendosos sonidos que presagiaban el desastre. A las pocas horas, el Presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, y otras autoridades del país denunciaron que las fuerzas rusas habían destruido deliberadamente la represa, desatando una enorme inundación que obligó a la evacuación de cerca de 17 mil ciudadanos, muchos de los cuales -según denunciaron- debieron soportar ataques aéreos rusos durante el proceso. Además de las consecuencias del hecho -que las autoridades rusas atribuyeron a las fuerzas ucranianas- sobre la infraestructura energética y sobre las 584 mil hectáreas cultivadas que dependían de su red hídrica, la destrucción de la represa tuvo efectos medioambientales inmediatos. Miles de personas constataron cómo su fuente de agua se veía contaminada con las 450 toneladas de combustibles que se dispersaron con la explosión, además de petroquímicos y pesticidas que se agregaron a la mezcla. Los humedales del estuario del Dniéper-Bug resultaron destruidos, y de seguro el paso del tiempo irá agregando más consecuencias medioambientales.
La destrucción de la represa de Krakhov está lejos de ser la única consecuencia de la invasión rusa sobre el medioambiente ucraniano. Pero es hasta la fecha el caso más sólido que tendrían los fiscales de ese país para perseguir penalmente a los líderes rusos ante un tribunal internacional si logran algo para lo que la historia no registra precedentes: la persecución de los crímenes medioambientales como crímenes de guerra.
Así lo asegura Ignacio Mujica (39), abogado chileno que desde el 30 de septiembre al 5 de octubre pasado participó como experto en derecho medioambiental de una comisión enviada por la International Bar Association (IBA) para trabajar con fiscales y jueces ucranianos. Reunidos en Rzeszów, una ciudad cercana a la frontera con Ucrania, en el sudeste de Polonia, los expertos -cinco estadounidenses y Mujica- llegaron para trabajar con un grupo de 35 profesionales ucranianos golpeados por la guerra en un supuesto optimista: que Ucrania resistirá y, algún día, saldrá a perseguir responsabilidades.
Cuerpos del delito
Parte esencial de la construcción de un caso es la investigación y la preservación de la evidencia. Eso dista de ser un mero trámite en medio de una guerra. “La última vez que fueron a recolectar muestras de suelo, los atacaron los drones rusos, tuvieron que saltar del auto donde venían, que explotó, y lograron rescatar algunas de las muestras”, relata Mujica a partir de los testimonios que recogió. “Nadie salió herido, por suerte, pero esas son las condiciones bajo las cuales estos tipos tienen que trabajar”, apunta.
El equipo de la IBA en el taller en Rzeszów abarcó toda clase de crímenes de guerra, pero el foco de Mujica revestía la dificultad de la novedad. “Dado que los ucranianos empezaron a detectar que la forma de conducir las hostilidades de los rusos estaba teniendo impactos medioambientales muy profundos, o directamente estaban ejecutando ataques que iban en contra del medioambiente, dijeron: ¿Qué categoría me permite perseguir estos hechos como crímenes de guerra?”, explica hoy Ignacio Mujica. “Y ahí empiezan a solicitar, en el fondo, apoyo técnico de la IBA para desarrollar una estrategia lo más profunda posible que les permita perseguir estos ataques brutales de gran escala”.
La respuesta a la inquietud de los ucranianos está en el Estatuto de Roma, el texto legal acordado en Italia en 1998 y vigente desde 2002, que “condensa la práctica internacional y el acuerdo de todos los Estados sobre lo que constituye un crimen de guerra en el contexto de un conflicto armado internacional o doméstico”, precisa Mujica. Concretamente, en el artículo 8 de ese estatuto se estipula como crimen de guerra el “lanzar un ataque intencionalmente, a sabiendas de que causará (...) daños extensos, duraderos y graves al medioambiente natural que serían manifiestamente excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa de conjunto que se prevea”.
“Lo que empezaron a ver los ucranianos en el conflicto es precisamente eso”, subraya Mujica.
Además de Kharkov, otros atentados contra el medioambiente que investiga la Fiscalía Ucraniana incluyen la inundación de minas de carbón en el Donbass y en Yunkom -lo que generó la contaminación de aguas subterráneas y superficiales-, y la destrucción de flora y fauna (como la destrucción de áreas protegidas de la actual reserva ecológica de Chernobyl y la muerte de 40 mil a 50 mil delfines), además de las consecuencias ecológicas de los ataques a la infraestructura petrolera del país.
Mitad fiscal, mitad soldado
En una semana de trabajo y conversaciones intensas con fiscales y jueces ucranianos, Ignacio Mujica vio la guerra con otros ojos. El horror lo había visto antes, lo había estudiado, lo había convertido en informes, papers, presentaciones. Mujica trabajó al inicio de su carrera con Nelson Caucoto y Francisco Ugaz en el equipo del Ministerio del Interior que continuó con el trabajo de la Comisión Rettig. Años más tarde, tras su magíster en la Universidad de Yale, en Estados Unidos, Mujica trabajó en la ONG Human Rights First, en Nueva York, en un programa denominado “atrocity prevention”, en el contexto de conflictos en marcha, como la guerra civil en Siria.
Pero la interacción con los profesionales ucranianos lo llevó a comprender la atrocidad de la guerra desde los detalles más domésticos y, a la vez, dolorosos. Ahí estaban, por ejemplo, quienes contaban que habían enviado a su familia al extranjero por temor a los ataques rusos (que en un inicio alcanzaron a la capital, Kiev) y llevaban más de dos años sin ver a sus hijos. Estaban también aquellos fiscales que dividían su tiempo entre el traje de investigadores y la tenida de combate, y que llevaban en el bolsillo videos cruentos capturados en sus teléfonos desde el frente de guerra. Está ese investigador que, casualmente, le dijo a Mujica en el hotel: “Es la primera vez en dos años que duermo toda la noche”.
Y está esa frase, ese chiste, esa expresión del más negro de los humores que Mujica escuchó varias veces en boca de los ucranianos cuando hablaban del peligro real que enfrentaban a diario: “Nosotros jugamos, literalmente, todos los días a la ruleta rusa”.
De vuelta en Santiago, Ignacio Mujica hizo una presentación a sus compañeros en el estudio VGC Abogados. Hace unos días, en una sala de reuniones, con la camisa arremangada y dejando ver en su antebrazo derecho el tatuaje del mapa de pulsares (las indicaciones de cómo llegar a nuestro sistema solar que se incluyeron en las misiones Voyager para que otras civilizaciones nos encontraran) que se hizo hace unos años, Mujica reflexionó sobre la importancia del proyecto donde participó más allá de la guerra en Ucrania. “Se trata de generar por primera vez estándares que nos indiquen qué es lo que constituye un crimen de guerra en materia medioambiental, qué es lo que queda excluido y cuáles son los estándares para perseguir y sancionar. Y ahí está el desafío que presenta para los fiscales ucranianos: cómo preparar una investigación lo más acuciosa posible, con la mejor calidad de información posible, con las mejores pruebas”.