“El 18 de octubre yo entraba a las 13.30. Vivo cerca de la estación Sótero del Río, así que me vine en metro. En cuanto llegué a la oficina administrativa, supe que en la mañana habíamos tenido problemas con las evasiones de los estudiantes. Nos dijeron que en la tarde estuviésemos alerta, porque iba a pasar lo mismo”.
“Días antes, cuando supimos del alza del pasaje, lo dijimos: se nos va a venir complicado. Imaginábamos que la gente nos iba a reclamar a nosotros y a los jefes de estación, porque somos la cara visible de Metro, los que contienen a la gente. Entonces nosotros pensamos ‘se nos va a venir complicado, porque la gente va a reclamar. ¿Y a quién va a reclamar? A nosotros’. Pensamos que habría más insultos. Pero jamás se nos ocurrió en lo que iba a terminar. Tengo 48 años, 15 de ellos trabajando en seguridad, y nunca vi algo así”.
“Habíamos tenido que cerrar el acceso por Balmaceda para poder controlar la evasión. Entonces sólo teníamos abiertos los portones de José Luis Coo y de Manuel Rodríguez. Y, como era viernes, andaba mucha gente en la calle, demasiada. Por lo mismo, los usuarios se nos venían encima, nos reclamaban. Nosotros decíamos que estábamos trabajando para solucionar rápido el problema”.
Cuando vimos que ya no se podía contener más a la gente, cerramos. Sólo dejábamos que la gente saliera de la estación y no que entraran. Cuando eso pasó, se nos vinieron encima. Nos tiraban escupos en la cara
“Nosotros tratábamos de ser lo más empáticos posibles, indicando que se trataba de una situación anexa a nosotros. No era que quisiéramos parar el servicio, es que no se podía. Porque la gente se sentaba al borde del andén y obviamente el tren no puede avanzar por lo mismo. Nos ganamos combos, patadas, escupos. Si no les hacíamos el quite, nos pegaban. Los chicos del primer turno decidieron quedarse porque se venía fea la mano. Yo estaba con ellos, conteniendo a la gente. Sentía mucha adrenalina. Pensaba que tenía que hacer mi pega. Como a las 16 horas esto estaba desatado. Puente Alto estaba desatado. Ahí optamos por cerrar los accesos y cerrar la estación”.
“Arriba se llenó de manifestantes y lo único que ellos querían era entrar a la estación. Entonces teníamos que andar corriendo de acceso a acceso para que no entraran. Porque sabíamos que, si entraban a la estación, estábamos liquidados. Nos linchaban a todos. No les importaba nada. Ellos estaban decididos a todos. Estuvimos cara a cara, face to face, con ellos en las rejas”.
“Los miraba a la cara y estaban desorbitados. No sé si drogados o bebidos. Pero era un nivel de distorsión en su cara, que yo creo que lo único en lo que pensaban era en destruir, destruir. No escuchaban razones. Ellos, creo, pensaban que destruyendo, ganaban. Pero no sé a quién le estaban ganando. Porque nosotros no somos enemigos de nadie. Nosotros estamos para servir a la gente que ocupa el servicio de Metro. Nosotros no estábamos en contra o a favor de ellos, estábamos haciendo nuestro trabajo”.
“Para lograr cerrar la reja tuvimos que empujar y empujar y aguantar y, luego, poner los candados. Pero nosotros teníamos claro que en cualquier momento entraban. Si eso pasaba, dijimos que nos parapetaríamos en la sala de seguridad de nosotros, donde las puertas están más blindadas. Ahí nos entregábamos a la de Dios. Nos resguardábamos porque teníamos a dos jefas de estación con nosotros. Teníamos cajeras, mujeres asistentes, las chiquillas del aseo. Ellas tenían cara de pánico. Es gente adulta, que tiene que llegar a su casa a cuidar de sus hijos, a su familia. Nosotros teníamos que defenderlas”.
“Alrededor de las 20:00 se produjo un momento de calma. Ahí les dijimos, chiquillas, si se quieren ir, ahora es el momento”.
“Yo vivo con mis padres. Ellos y mis hermanas me llamaban todo el rato, me decían cuídate, las cosas se recuperan. Y yo les decía que sí, pero que este era mi trabajo. Esta era nuestra fuente laboral y yo quería protegerla. Ahí también se fueron los del turno uno. Sólo quedamos tres vigilantes: dos de uniforme y un chico de civil que llevaba dos semanas en Metro”.
“El momento más crítico fue cuando cedió el portón de Manuel Rodríguez. Fue como a las 21 horas. Los manifestantes rompieron el portón y lo tuvimos frente a frente. Lo primero que rompieron fue todo el sistema de cámaras de la estación, las escaleras mecánicas. Recibíamos unos pedazos de concreto enormes que nos tiraban. Ahí cedió el portón y nos topamos frente a frente”.
“Nos tiraron basureros prendidos con fuego hacia la estación. Nosotros los apagamos con extintores. Nos gritaban que nos iban a matar, que le estábamos cuidando los bienes al gobierno. Yo les contestaba si creían que la gente que usa el metro sólo es gente rica. Si fuera así, les decía, nos ocuparían el servicio. ‘No’, nos gritaban, y se nos venían encima con los escupos, las patadas, las piedras, las botellas. Aun así aguantamos y no entraron: no bajaron ningún peldaño. Tuvimos que ser más choros que ellos nomás”.
Nos decían que éramos pacos frustrados. Para ellos un uniforme era sinónimo de represión en ese momento. Pero lo de nosotros era una pega totalmente distint
“Para cerrar la reja tuvimos que levantarla del suelo y un colega se comunicó con su papá y el papá nos vino a dejar una cadena para ponerle al portón. El papá de él nos trajo la cadena, pan, agua. porque no comimos nada en todo el día”.
“Después de las 22 horas nos dijeron ‘muchachos, el que pueda se retira y deja la estación. Porque son fierros, se pueden recuperar’. Pero nosotros temíamos por nuestra vida, porque la gente estaba descontrolada”.
“Teníamos que ver que afuera estuviera resguardado. Porque durante un rato nos esperaron”.
“Por la radio escuchábamos los relatos de todas las otras estaciones. Los compañeros de la estación Protectora de la Infancia decían que sentían balazos. Que tuvieron que irse a tierra para que no les llegaran. Nuestro miedo nunca fue ese en Puente Alto. Más nos preocupaba que entraran a la estación y nos lincharan”.
“También había relatos de algunos compañeros que venían caminando por las vías de las estaciones quemadas, como Trinidad, Rojas Magallanes, Elisa Correa, para poder evacuar. Venían caminando por las vías sin saber con qué tipo de gente se iban a encontrar en el camino”.
“Pude irme a mi casa a las 1 am porque un colega me fue a dejar. Él andaba en auto. Cuando salí de la estación, parecía que se hubiera vivido una situación de guerra. Todo destrozado, quemado, saqueado. Los militares en la calle. Pensé que iba a haber una guerra civil”.
“En mi casa me bajó recién el nivel de adrenalina. Mi mamá me preguntó ‘cómo estás’ y yo le dije que no me preguntara nada, que dejara que me bajaran las revoluciones un poco, que me tranquilizara un poco. Y de ahí, le dije, te cuento con detalle”.
Cuando me saqué la ropa, vi que tenía restos de piedras, de vidrios. ¿En qué momento me llegaron? No lo sé.
“Esa noche no pude dormir. Se me venían los recuerdos de los gritos, de que me decían que me iban a matar. Me pasaba lo mismo cuando veía imágenes de lo que había pasado en Puente Alto por la televisión, durante las dos semanas en que la estación estuvo cerrada”.
“Abrimos un mes después. Ese día estaba tenso, me daba nervios que esto volviera a pasar porque el descontento de la gente seguía. Y bueno, eso dura hasta ahora. Pero ese día en que reabrimos nos agradecían. Hubo muchos usuarios que lo pasaron mal, que no tenían cómo llegar a sus trabajos”.
“Sé que mucha gente que usa el servicio, es la misma que ese día nos tiraba escupos y botellas y piedras y basureros en llamas. Uno pensaba que eso no podía pasar, pero pasó”.
“Entonces tenemos que estar alerta siempre. Ahora, cuando estoy haciendo mi turno, desconfío de todos”.