El teléfono sonó después de las 3.00 de la madrugada del 26 de noviembre. El fiscal Felipe Olivari lo levantó y escuchó lo que el carabinero de turno tenía que informarle. Había un muerto tirado en la calle, entre Bulnes y Andes, dentro del barrio San Pablo. Al parecer, le dijeron, había sido por arma de fuego. La noticia no podía sorprenderlo. Ya iban 64 homicidios en Santiago Centro este año, según Carabineros, y el fenómeno estaba lejos de ser nuevo. En los registros de la Fiscalía Metropolitana Centro Norte, la misma a la cual Olivari pertenece, Santiago es la comuna con más asesinatos considerando los últimos tres años. Incluso por sobre La Pintana, Valparaíso y Puente Alto. Así que esa noche, el fiscal de 44 años tomó su auto y manejó desde su casa en La Reina hasta la escena del crimen.

El lugar estaba acordonado por el OS9, pero el cuerpo se podía ver a mitad de cuadra, tendido sobre su espalda. Parecía ser un hombre de unos 40 años, con un chaleco reflector naranja.

–A primera vista tenía una herida bien grande, con harta sangre, en la parte de atrás de la cabeza –cuenta Olivari.

Un poco más allá, relata, había un ruco. La persona adentro aún estaba temblorosa:

–Explicó que conocía al fallecido, que también vivía en ese ruco. Nos dijo que la víctima se dedicaba a cuidar autos en esa cuadra y que lo habían baleado. Ahí fue cuando empezamos a buscar cámaras en el sector.

Fiscal Felipe Olivari

En sus 11 años trabajando en la unidad de primeras diligencias de la Fiscalía, Olivari había visto varios homicidios. El primero también fue en el centro, en febrero de 2012. Un hombre había aparecido muerto y amarrado de pies y manos y con una mordaza en su departamento en Huérfanos. El fiscal aún recuerda el olor a descomposición, acelerada por el calor del verano. Todo parecía apuntar a un robo con violencia que se fue de las manos, pero no había nada que pareciera faltar. Solo el teléfono celular de la víctima. En ese primer caso, Olivari aprendió algo importante: en las escenas del crimen, no siempre hay que quedarse con la primera impresión. Porque semanas después, dieron con el autor. Era un prestador de servicios sexuales que había empujado a su cliente más allá de sus límites.

Los homicidios, entonces, eran eso: causas excepcionales que tenían que ver con crímenes pasionales o femicidios, riñas que se salían de control cuando alguien sacaba un cuchillo, asaltos en que la víctima se resistía, dice Olivari:

–Hace 10 años teníamos dos, tres o cuatro homicidios al mes. Hoy día tenemos casi uno todos los días.

Un bar cercano tenía cámaras. A pesar de los disparos, estaba abierto y la gente aún jugaba pool. Los investigadores del OS9 fueron a revisarlas. Ahí estaba todo. El cuidador de autos en la calle, las dos personas que se acercaron a él caminando por Andes y los disparos, sin provocación alguna, en medio de la noche. Los tiradores ni siquiera corrieron después. Se fueron caminando, mientras el otro hombre que vivía en el ruco salía a pedir ayuda a un cité por San Pablo. Las cámaras, dice el fiscal, muestran a una turba armada saliendo de ese cité, pero que no alcanzó a dar con los tiradores.

Los peritos del Labocar examinaron el cuerpo del muerto. Le encontraron cuatro heridas de bala. Tenía la de la cabeza, pero también en el cuello, el pecho y una que le quebró el hueso del brazo, como si hubiese tratado de bloquear los tiros. La hora de muerte, que dedujeron, había sido a las 1.52 AM.

–Yo había visto homicidios de gente en situación de calle. Muchas veces por riñas, peleas a cuchillo con otras personas en la misma situación. Pero estas ejecuciones con arma de fuego –reflexiona el fiscal Olivari– son más o menos nuevas.

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–¿Ves el caminito del homicidio?

Matías Garretón, arquitecto e investigador de la UAI, especializado en crímenes, muestra un mapa de Santiago en su pantalla, que tiene varios puntos rojos repartidos alrededor de la ciudad. El trazado al que apunta, es uno que va avanzando sostenidamente por José Joaquín Pérez, desde Cerro Navia hasta el lado norte del centro. Luego pasa a otro, en el sur. Sube por Santa Rosa, desde San Joaquín al barrio Franklin. Cada punto rojo, dice, es un lugar donde ha aumentado la frecuencia de homicidios en los últimos cinco años.

–Son los trayectos entre las dos periferias históricamente más peligrosas, que están conquistando el centro. Estoy especulando, pero esto podría ser un patrón de expansión criminal. Si eres penca, te quedas en la periferia. Pero si empiezas a agarrar poder, te haces de más armas, más soldados, conquistas el centro. Ahí está la plata.

Garretón quiere mostrar una cosa más.

–¿Ves algún otro patrón en este mapa de puntos rojos?

En su imagen, Santiago parece un enfermo de viruela, atacado por dos frentes.

–Si te fijas, estos manchones están en los intersticios de las autopistas. ¿Y qué hay en los intersticios de las autopistas? Barrios pobres.

Mapa que muestra cuáles zonas de Santiago han duplicado la cantidad de homicidios entre los años 2017 y 2022.

Hay una explicación para esto, cree Garretón. Desde que se emitió la visa de responsabilidad democrática para los venezolanos, en 2018, las denuncias en Carabineros por uso ilegal de armas se dispararon. Las detenciones, por el contrario, no siguieron la misma tendencia. Con el estallido y la pandemia, las denuncias telefónicas continuaron distanciándose de la cantidad de arrestos por tenencia ilegal. Y esto, explica Garretón, era previsible: porque Carabineros, la gran mayoría, estaban siendo destinados a funciones de control sanitario.

Con la economía legal detenida, dice, la ilegal floreció.

–Hubo una pérdida de control y eso permitió a las bandas diversificarse del tráfico de drogas. Partieron contrabandeando mascarillas y ahora ya están arrendando pedazos de vereda a vendedores ambulantes.

Las peleas por esos territorios siempre dejan cuerpos. Por ejemplo, la Tercera Comisaría de Santiago, que cubre el perímetro entre Santa María, Matucana, Sazié y Amunátegui, registra 18 muertos este año. Y la Cuarta Comisaría, que patrulla alrededor de Tarapacá, la Autopista Central, Nueva Centenario y Vicuña Mackenna, suma 22 homicidios en 2022.

Varios de esos casos terminan siendo investigados por el OS9. El teniente Fabián Olave, de 28 años, tiene varios a cuestas. Llegó de San Clemente a Santiago y le gusta decir que ser carabinero fue algo que decidió y no un trabajo donde cayó. Que, después de salir con un promedio 6,4 del Colegio Salesianos de Talca, podría haber probado suerte en muchas cosas, pero quiso ser policía. Luego de graduarse patrulló por poblaciones bravas, como El Castillo y La Legua, y, aun así, después de ver todo lo que vio, le sigue costando entender la violencia sin sentido. El tipo que mata a su víctima, después de haberle robado. La mujer drogadicta que ahorca a un hombre enfermo para conseguir algo de plata.

El sargento Víctor Morales (41) trabaja con él. Quiso ser carabinero porque de niño, en Valdivia, vivía admirando el trabajo que hacían los reclutas en la escuela de formación, frente a su casa. Su primer homicidio fue hace 12 años, en San Bernardo, pero el que lo marcó sucedió ahí mismo, un año después. Tres tipos balearon a un muchacho, que iba de regreso a casa, para robarle su celular. Hasta entonces, Morales creía que no se mataba por un teléfono.

En los casi dos años que llevan investigando asesinatos para la Unidad de Muertes Violentas, explica Olave, ya han aprendido una cosa sobre Santiago Centro.

–Donde hay un homicidio, hay un cité cercano asociado al caso.

Pocas comunas han cambiado tanto como Santiago en los últimos 20 años. Entonces, en el centro vivían 214 mil personas. Menos de la mitad de las 550 mil que se proyectan hoy. La densificación se produjo a partir de profesionales jóvenes y migrantes, que poblaron las torres que se fueron levantando donde antes había casas, y en las fábricas y casonas deshabitadas, de barrios como Yungay o Placer, en los que el mercado informal se apropió.

–Cuando uno tiene un segmento con alta necesidad de vivienda, como son los migrantes y algunos sectores sociales más vulnerables, que no tienen la capacidad económica para acceder a la vivienda propia y que tampoco son capaces de pagar un arriendo formal, lo que ocurre es una especie de mercado negro de la vivienda, que se traduce en dos fenómenos –analiza Luis Eduardo Bresciani, director de la Escuela de Arquitectura UC–: uno, el de los campamentos, que ha aumentado fuertemente. Y, segundo, la tugurización. O sea, la subdivisión en piezas o en pequeñas habitaciones de viviendas de buen tamaño en zonas centrales.

Y eso, cree Bresciani, puede relacionarse con los muertos.

–Uno puede asumir que, en lugares fuertemente densos, en transiciones muy rápidas, de carácter habitacional, en condiciones muy precarias, la posibilidad de que conflictos escalen a un nivel de violencia, son mucho más altos que en otras zonas.

A pesar de que, según estadísticas de la Fiscalía Centro Norte, solo el 14% de los imputados por homicidios son extranjeros, en un 31% de ellos, la principal motivación para el crimen tenía que ver con el tráfico de drogas. Y esas cifras, ve la abogada e investigadora de la UAH, Loreto Quiroz, la ciudadanía las está interpretando a su manera:

–Es problemático decirlo, pero puedo decir que se está transformando en una especie de sentido común. Que esta, es una criminalidad importada.

Hilda Cáceres, presidenta de la junta de vecinos San Juan de Dios, del barrio Yungay, ciertamente lo ve así.

–Esto de que están arrendando las casas por piezas comenzó hace cinco años. Lo que pasa es que los dueños, ya mayores, se fueron muriendo. Y los más jóvenes quisieron cambiar de ambiente, porque ya no les gustaba, porque estaba llegando mucho inmigrante.

En su sede vecinal de calle San Pablo, Cáceres quiere agregar algo más.

–Es feo lo que voy a decir, pero tenemos clasificada a la gente. Los peruanos son borrachos, mujeriegos, tomadores y todo lo demás. Los colombianos son sicarios, delincuentes, estafadores. Aunque no puedo decir que todos sean iguales. Los haitianos se hacen los tontos, pero andan con el machete y también son delincuentes. Y ahora último llegaron los venezolanos, esos sí que las tienen todas.

Una escena del crimen en el barrio Yungay,

El cadáver que el fiscal Olivari encontró en la madrugada del 26 de noviembre no era extranjero. Se llamaba Benjamín Rossi y había nacido en Santiago. Tenía cinco causas penales por robo, lesiones, receptación y violencia intrafamiliar, además de 10 detenciones entre 2011 y 2020. Una línea investigativa es que trabajaba para la banda que controlaba ese barrio. Y que otra banda, una rival, lo mató para dar una señal. Tenía 42 años.

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Hay dos cosas que hacen difícil investigar un homicidio en un cité. La primera, dice el sargento Morales, es que nadie quiere hablar.

–En estos lugares siempre hay mucha gente que es testigo. Pero no cooperan por temor o porque son migrantes irregulares y creen que declarar les puede significar la expulsión del país. Lo mismo pasa cuando el fallecido es extranjero: para no tener problemas no van a retirarlo. Yo tuve un caso en que el cuerpo de un migrante irregular pasó siete meses en el SML sin que nadie lo reclamara.

Lo otro es el olor.

–Uno ingresa y ve que hay un baño para 30 personas, que no tiene puerta ni privacidad –describe el teniente Olave–. Por lo mismo, es común ver tarros en las piezas con todas las fecas. ¿Cómo se deshacen de eso si no hay alcantarillado? Bueno, lo tiran al suelo y lo cubren con tierra. Hay un hedor característico en los cités, que se mezcla con el olor a pasta base.

A ese mundo, en que controlar un cité también significa controlar un barrio y tener dónde esconder armas y la droga, es al que Olave y Morales han tenido que acostumbrarse.

De un cité, por ejemplo, salió el auto que en mayo fue a botar un cuerpo baleado en la cabeza y envuelto en frazadas, que apareció en Quinta Normal. En un cité ocurrió el homicidio de la Navidad pasada, durante una fiesta de dominicanos, en que uno le disparó cuatro veces a otro. El fiscal Olivari solo pudo dar con el autor, que no tenía RUT, ni estaba en una situación migratoria regular, cuando, luego de una investigación, averiguaron que había ido a visitar a un amigo a la cárcel de Rancagua, donde tuvo que dejar su nombre y fotografía.

–El tipo finalmente salió por un paso clandestino a Argentina. En mayo de este año supimos que lo habían asesinado allá con cuatro balazos a la salida a una discoteca. Ese es el tipo de casos que nos estamos encontrando en este tiempo.

Olivari hace una pausa. Habla de los difícil que es perseguir a hombres que parecen fantasmas.

–Hay causas en las que uno termina como dándose contra una muralla. Me acuerdo de otro homicidio el año pasado, también en un cité, entre ciudadanos peruanos. Teníamos filmado el homicidio, porque había cámaras dentro de la fiesta. En ellos se ve clarito cuando una persona le dispara a otra en la cabeza. Teníamos filmado el hecho, teníamos filmado al tipo y nunca pudimos averiguar quién era. O sea, tuvimos teléfonos interceptados de personas que supuestamente estaban en la fiesta, hicimos seguimiento de cámaras para ver por dónde salía y nunca pudimos dar con el autor de los hechos.

Hay veces en que ni siquiera se esconden demasiado.

En marzo, recuerda el fiscal, un colombiano baleó a otro en el Persa Bío-Bío, a plena luz del día.

–Los dos eran locatarios ahí, se conocían, habían vivido juntos. Pero tuvieron una discusión en la mañana y en la tarde lo esperó con su pistola, lo persiguió unos metros y lo mató. Le dio lo mismo que hubiera cámaras o gente. Esa es una violencia que no había visto antes.

En mayo volvió a pasar. Acribillaron a un colombiano de 39 años. Olave y Morales fueron a buscar al homicida al campamento La Cruz de Quinta Normal.

–Cuando lo agarramos nos dijo que, si no lo mataba él, alguien más iba a ir a matarlo –cuenta Morales.

Al teniente Olave no son las palabras las que lo sorprenden, sino las balas y a dónde apuntan.

–Ya no existe eso de que te disparen en la pierna o el brazo para atemorizarte y recules. Hoy los tipos tiran a la cabeza. Que se desfigure la persona, que quede irreconocible para los familiares.

Benjamín Rossi, por ejemplo, estaba irreconocible para su familia.

Después de haberse criado en la Villa Portales y de haber estudiado en un liceo técnico atrás del Parque Almagro, se volvió adicto y no pudo dejar de consumir, a pesar de la ayuda que le ofrecieron sus padres. Rossi tuvo cuatro hijos con mujeres distintas y se casó en Estación Central en 2008. Sus parientes más cercanos no fueron a la fiesta y, no saben cuándo, terminó viviendo en ese ruco de Bulnes con Andes.

Solo volvieron a saber de él el viernes 26, cuando un carabinero los llamó para contarles que lo habían matado en la calle.

Una hermana, la que escuetamente confirma esto, no quiere decir nada. Le da miedo que los asesinos de Benjamín lleguen a ella. Ese mundo de las calles del centro, cree, aún puede seguir haciéndole daño a su familia.

–Por favor –pide antes de terminar la conversación– no quiero seguir con esto.