El día en que Andrea Santander (34) escribió esa carta, no le contó a nadie. No porque no quisiera. Fue un acto espontáneo. Un impulso después de una serie de situaciones que hace rato la venían agobiando. Lo hizo la tarde del jueves 1 de abril. Justo después de que, tras proponer una idea de negocio en su equipo, le dijeran que trabajara más para poder alcanzarla. La escribió, también, después de tres días seguidos terminando de trabajar a la medianoche. Y luego de que, en una reunión virtual, le pidieran que apagara el audio, porque atrás se escuchaba a la profesora de su hijo en la clase online.
Todo eso terminó por abatirla. Fue entonces que escribió: “Después de los casi cinco meses del año pasado, y el mes adicional que se viene, declaro que no soy malabarista y tampoco me interesa serlo. Sigo esperando ver qué tendrá que pasar para que alguien visualice esta realidad”.
Esa carta, publicada el 3 de abril en el diario El Mercurio, terminó siendo mucho más que un descargo: sus palabras visibilizaron una realidad que muchos habían estado viviendo este tiempo, pero de la que nadie hablaba. La de que el teletrabajo, para muchos padres -y en especial madres-, conllevaba más carga en las labores domésticas y en el cuidado de los hijos. Pero que, pese a eso, nada cambiaba en las empresas.
Santander vive en un departamento en Lo Barnechea junto a su esposo y tres hijos, todos menores de seis años. Es ingeniera comercial y hace poco más de un año que trabaja en un banco de inversión. Desde que se recibió como profesional, ella y su pareja -ambos de la misma profesión- habían trabajado en distintas empresas con un horario laboral definido, arreglándoselas para dejar a sus niños en un jardín infantil cerca de sus oficinas, a modo de optimizar tiempos y compatibilizar su cuidado con el trabajo.
Eso hasta que en 2018 Santander se embarazó de su tercer hijo. A partir de entonces, los años que vinieron tuvo que dedicarlos ciento por ciento a la maternidad. Una etapa que la puso en un rol que no le acomodaba del todo: ser dueña de casa para ella nunca fue opción. Su razón es clara: “Cuando te preguntan a qué te dedicas y dices que estás en la casa, altiro te multiplican por cero. Ni siquiera te piden tu opinión en conversaciones”, dice Andrea Santander.
Por eso, apenas pudo, volvió a buscar trabajo. Pese a que le costó encontrar, el 2 de marzo de 2020 retomó entusiasmada lo que había sido su rutina unos años atrás. La pandemia la pilló ahí. En un momento en el que volver a quedarse en la casa era algo que no estaba dispuesta a hacer.
Con la primera cuarentena, tanto ella como su esposo se volcaron al teletrabajo. Desarmaron el living y montaron una oficina para los dos; se repartieron los bloques de clases virtuales de sus tres niños y definieron horarios en los que cada uno -de acuerdo a sus tiempos laborales- pudiera realizar alguna labor doméstica. Así, mientras Santander se levantaba a las siete de la mañana a cocinar la comida del día, su marido despertaba y vestía a sus hijos y los preparaba para conectarlos a las clases. Sólo que su marido, que también trabaja en el rubro de inversiones, tiene un cargo más alto que ella. Eso, cuenta Santander, se traducía en horarios más demandantes y que muchas veces él no pudiese estar disponible para cumplir con lo acordado.
Por más divididas que estuvieran las labores, hubo algo que empezó a inquietar a Santander: el encierro volvía a ponerla en ese rol que tanto había evitado. El miedo a que la multiplicaran por cero comenzaba a asomar.
Las culpas
El enemigo no era solo el teletrabajo. Santander estaba peleando contra algo mucho más grande que eso y que psicoanalistas como Constanza Michelson ya lo han visto otras veces: “Hay algo de lo doméstico, llevado generalmente por la mujer, que parcha las reglas de una ciudad que no considera la vida doméstica: los horarios de los colegios no calzan con los laborales, el transporte público no considera trayectos intermedios entre la casa y el trabajo, por ejemplo, para llevar al hijo al consultorio. Entonces la vida en la ciudad está estructurada como que alguien se va a hacer cargo en silencio de eso que quedó fuera del sistema”.
Esa estructura rígida se da incluso cuando una mujer es el principal sustento económico de su familia. Le pasó a Macarena Torres (40), quien trabaja desde noviembre como coordinadora de gestión e implementación de fibra óptica para Telefónica. Luego de que su marido quedara cesante a principios de la crisis, sobrevivieron con el dinero que les llegaba del posnatal de Torres. La disminución en los ingresos, sumado a que el abuelo de Torres falleció en plena cuarentena, en agosto del año pasado, los hizo tomar la decisión de irse a vivir a San Joaquín, a la casa de la mamá y la abuela de ella.
Hoy, pese a que su esposo ya encontró trabajo, el de Torres sigue siendo el ingreso más importante. La diferencia es que como él va presencial y ella trabaja online, al final siempre es la mujer quien se ocupa de todas las tareas domésticas. Y no solo de su hijo: los cuidados de su mamá y abuela también son importantes, pues tras la muerte de su familiar, no quedaron bien emocionalmente. Por eso que apenas terminó su posnatal, Torres decidió que su lugar de trabajo no sería su casa, sino que donde una colega. Tomó esa opción porque no quería que la vieran disponible. “Así es un poco más parecido a trabajar en una oficina, a pesar de que hay veces que yo me quedo en la casa, y eso es bajo un montón de circunstancias: lavar, trabajar, ver a mi hijo. Acá tengo la oportunidad de trabajar sin distracciones”, cuenta Torres.
Todos los días su rutina es así: en la mañana lleva a su hijo donde su suegra, que vive cerca de donde trabaja. Llegar donde su colega y, a las seis de la tarde, ir a buscarlo y volver a San Joaquín. Aunque no precisamente a descansar, y eso es lo que a Torres la tiene agobiada, pese a que ha pedido que las cosas cambien. “Arraigar esa cultura que tienen los hombres cuando uno tiene más de 30 años es complicado”, explica ella.
Su caso ya lo han evidenciado algunos estudios. Uno de ellos es el que realizó el Ministerio de la Mujer, ONU Mujeres y Entel, en octubre del año pasado. Ese material arroja que, pese a que el 35% de las mujeres asegura que su carga laboral aumentó durante la pandemia, hubo una serie de otras actividades que también se incrementaron: entre un 53% y un 54% de las mujeres declara haber dedicado más tiempo que antes a la preparación de comidas y el cuidado de los hijos. Esos números sorprenden aún más cuando, en el caso de los hombres, estas son algunas de las actividades que más aumentaron en ese mismo período: 30% el cuidado personal y 65% a ver series, películas y noticias.
Todo esto, para Alejandra Sepúlveda, directora ejecutiva de Comunidad Mujer, ha generado un retroceso de casi una década en la participación laboral femenina. “No solo por el desplome de los sectores productivos que más emplean a las mujeres y que, además, han sido los más afectados por la crisis sanitaria y económica. También porque casi 900 mil mujeres que perdieron sus empleos no buscaron más trabajo por tener que cuidar a niños pequeños y a adultos dependientes. A esas mujeres les va a costar mucho más volver a trabajar”.
Algo así percibía Andrea Santander al momento de escribir la carta. El problema era que, en su entorno, nadie hablaba de esto. De alguna manera estaba tan normalizado, que apenas se planteaba como un problema. “Mi foco era por qué yo tengo que seguir sacrificando a mis hijos, mi tiempo y mi salud mental, porque en el trabajo todo sigue igual”, comenta.
Tras la publicación, las cosas en la segunda cuarentena empezaron a cambiar: su jefe le corrió las reuniones de la mañana para que pudiera enfocarse en las clases de sus niños y así poder pasar más tiempo con ellos, entre otras flexibilidades. Pero había algo que la seguía inquietando: sentía que sus hijos estaban siendo relegados a otro plano en pos de seguir con su trabajo. Lidiar con esa culpa le empezó a afectar.
La enfermedad de fondo
Claudia Leyton (37) también sintió esa culpa. Fue entrada la primera cuarentena, cuando desde el colegio en donde tiene a sus tres hijas -de 14, ocho y cuatro años- la llamaron para preguntarle por qué estaban entregando las tareas atrasadas. Eso resultaba paradójico: Leyton es profesora de educación diferencial en el Liceo Bicentenario de La Reina y muchas veces ella tenía que hacer lo mismo con los apoderados de sus alumnos. “Muchas veces postergo sus tareas y trabajos para los fines de semana, pero ahí a veces tampoco damos abasto”, cuenta ella.
Pese a que con su exmarido, que va casi todos los días a su casa en Puente Alto a ver a sus hijas, se organizaron para compartir las labores en pandemia, Leyton dice que igual ella termina haciendo más. Y el teletrabajo en nada mejora las cosas. Especialmente porque, antes del Covid, cuando llegaba de vuelta a su casa podía desconectarse y dedicarse ciento por ciento a sus hijas. “Hay veces que termino de trabajar, voy a ver a las niñas y ya están durmiendo, habían estado esperándome. Muchas veces me piden cosas mientras estoy trabajando, y solo puedo hacerles señas con las manos. Después pasa el tiempo y tienen que buscar todo solas. Esto igual pasa la cuenta. Es inevitable pensar que me dedico más a mis estudiantes que a mis propias hijas”, dice Leyton. La culpa también ha empezado a afectar su salud mental: “Todo esto ha tenido un costo emocional grande. A veces siento que no voy a lograrlo, y eso me angustia mucho”.
Situaciones como ésta, para Constanza Michelson, son solo un síntoma de la enfermedad de fondo que vuelve a ser la misma: “Las mujeres empastilladas son proporcionalmente dos a tres veces más que los hombres, y eso es grave. Tener esa cantidad de mujeres en esa condición habla de un problema político. ¿Queremos más de eso o nos encargamos del problema estructural? La pregunta a resolver es ¿cómo diseñamos la ciudad para que realmente nos hagamos cargo de que nada funciona, si es que alguien no se hace cargo de la vida doméstica? Y eso es una responsabilidad de toda la sociedad”.
Andrea Santander no ha tenido que medicarse, pero sí la culpa la ha angustiado. Sobre todo porque con su esposo no están dispuestos a que sus niños salgan perjudicados nuevamente este año. Cuenta que por la carga de trabajo, las comidas se hacen rápido, muchas veces sin necesariamente ser saludables. Su hijo menor de dos años, dice, ha sido el más relegado: como no hay que conectarlo a clases, muchas veces ni siquiera hay tiempo para que reciba algún tipo de estímulo. Santander está consciente de que su situación es particular: “Yo lo vivo desde un segmento privilegiado en el que -pese a estar mucho tiempo solos- ha habido veces en las que hemos podido tener ayuda en la casa. Me imagino que debe ser insostenible para otras mujeres que están en una situación distinta a la mía”.
La ministra de la Mujer, Mónica Zalaquett, entiende que esta realidad se ha agravado con las cuarentenas. Por eso ha estado trabajando con empresas para implementar políticas de género que incentiven la corresponsabilidad parental y doméstica. Y aunque sabe que es una solución a largo plazo, advierte que “la reactivación económica después de esta crisis va a requerir el talento y las competencias de todos. Y ese talento y competencias no tienen género. El crecimiento económico que va a generar mayor bienestar a las familias no puede ser a costa de la salud física y mental de las mujeres. Tiene que ser un trabajo compartido. Las políticas empresariales tienen que ayudar a conciliar la vida familiar y laboral tanto para hombres como mujeres”.
Pero esas políticas empresariales deben venir con un cambio cultural que puede demorar en producirse. Mientras eso ocurre, Andrea Santander tiene que enfrentar, ahora, una disyuntiva que la desgasta: “Si en el día eliges responder un mail antes que atender a tus hijos es algo que no tengo resuelto todavía”.