El doctor Pablo Urzúa (27) había pedido el viernes 23 de junio como un día administrativo: en la noche pensaba viajar a ver a su familia materna a Los Andes, pasando por Santiago a buscar a su madre y hermana. No las veía hacía más de un mes. Urzúa llevaba 22 meses trabajando en el Hospital de Licantén como médico en etapa de Formación y Distinción. Aún le faltaban, al menos, otros 14 meses ahí, en la Región del Maule. Cuando ese plazo se cumpliera, su idea era continuar con su especialidad como internista. Pero esas, un día antes de viajar, no eran sus preocupaciones.

Doctor Pablo Urzúa

Desde el jueves 22 que las lluvias no cesaban en esa comuna rural, donde la mayor parte de sus habitantes se dedican a la agricultura y ganadería. Las precipitaciones alertaban un poco: por Licantén pasa el río Mataquito, que ya se había desbordado antes. Por eso, en el hospital comenzaron a realizarse reuniones de emergencia para evaluar los pasos a seguir en caso de cualquier imprevisto. Eso no era lo usual ahí, un recinto comunitario de baja complejidad, donde, cuando reciben pacientes de urgencia se derivan a los hospitales cercanos más grandes. Aún así, como explica la gobernadora regional del Maule, Cristina Bravo (DC), ese centro de salud cumple una función estratégica en el engranaje de la red de salud local. “Es importante -asegura Bravo-, porque, además de recibir a los casi siete mil habitantes de Licantén, atiende a vecinos de Vichuquén y Curepto”.

El viernes, finalmente, llegó. A las 16.30, Urzúa veía televisión en la salita de su casa cuando recibió el mensaje de WhatsApp. La subdirectora del hospital, la doctora Consuelo Bastías (26), pedía a través del grupo del equipo médico que se realizara una evacuación preventiva de todos los pacientes hospitalizados. A Urzúa nunca le había tocado una situación así. Por eso, lo primero que pensó fue que “tenía que estar ahí”, que “mientras más personas ayudaran, más rápido se haría todo”.

Doctora Consuelo Bastías

Se subió a su auto y, en dos minutos, se encontraba en el hospital. Entró por Urgencias y se dirigió inmediatamente al doctor Hernán San Martín (41), quien había llegado a las 9.00 para cumplir su turno de 24 horas. San Martín, como jefe de turno, le dijo que había que trabajar en las epicrisis, que son los informes médicos que resumen el comportamiento del paciente hasta el momento en que se realiza, además de indicaciones que deben seguirse posterior a su traslado. En otras palabras, corresponde a un tipo de alta para el paciente. “Esto solo era una medida preventiva, para que, en el caso de que algo ocurriera, estuvieran los pacientes a salvo”, dice San Martín.

Doctor Hernán San Martín

Habían llegado casi todos los funcionarios. Si en un turno normal son siete personas en el recinto, en ese momento había 20. En dar un alta, en tiempos normales, se demoraban 20 minutos por paciente. Aquí tenían que realizar 17 altas en un máximo de tres horas. Es decir, no más de 10 minutos para cada una: la mitad del tiempo que usualmente destinaban.

A pesar de esa presión, dice el médico, y de que “siempre estaba la posibilidad de que pudiera haber cualquier complicación, nunca hubo un ambiente de histeria”. La subdirectora Bastías recuerda que “los traslados se organizaron por prioridad. Los primeros dos se fueron a Hualañé, el pueblo más cercano”. También se hizo una lista, que se envió por WhatsApp, para que cada funcionario supiera qué debía hacer. A Urzúa, por ejemplo, le tocó hacer epicrisis.

En ese momento las técnicos en enfermería (tens) informaban paciente por paciente que serían trasladados. La primera reacción fue negativa: varios no se querían ir y otros preguntaban cuál sería su destino. La respuesta siempre fue la misma, que era una necesidad mayor y se tomaba esta medida para resguardar la seguridad de cada hospitalizado.

No mucho después llegaron las ambulancias de la red de salud del Maule. En paralelo se les informaba a los familiares el estado de cada persona. Dos se dieron de alta para que se fueran a sus casas. Luego, se trasladaron de dos en dos a diferentes hospitales de la región: San Javier, Chanco, Molina, Parral y Teno. “En un acto de altruismo”, dicen desde el servicio, un funcionario trasladó a uno de los pacientes, un hombre de 50 años que padece un retraso mental leve, hasta su propia casa para prestarle la atención necesaria.

A las 23.30 salió la última ambulancia. Llevaba a dos mujeres a Constitución.

Restos de la sala dental en el Hospital de Licantén.

El doctor Urzúa dice que “hasta ese momento todo eran medidas preventivas. No es que estuviera ocurriendo algo, sino que era por si algo llegaba a suceder más adelante. Nunca nos imaginamos que el río iba a subir”.

Esa noche, la del sábado 24, el médico llegó tarde a la casa que arrienda. Llevaba unas horas tratando de descansar, cuando, a la 1.30, otro WhatsApp lo obligaría a salir. Tenían que sacar todos los equipos posibles del hospital y moverlos hacia el Liceo Santelices, donde funcionará provisoriamente. Ahora la amenaza del desborde del Mataquito se veía como una posibilidad cada vez más cierta.

Aún de madrugada y bajo la lluvia, Urzúa y sus compañeros intentaban salvar medicamentos, camas y registros mientras el Mataquito, a poco más de 300 metros, seguía creciendo.

Amenazados por el río

La primera vez que el Hospital de Licantén se inundó fue en 1986. La segunda, en mayo de 2008, bajo el gobierno de Michelle Bachelet. Mónica Montecinos (50) era la única enfermera del hospital en ese entonces. Hoy, caminando por una casa que tiene en arriendo, recuerda que, en ese momento, el Ministerio de Salud, encabezado por Soledad Barría, planeó el traslado del hospital a un lugar seguro: lejos de Av. Lautaro, donde el Mataquito es una parte ineludible del paisaje.

Camas clínicas perdidas en el Hospital de Licantén.

La exministra Barría no quiso participar de este reportaje.

Todas esas intenciones, dice Montecinos, se diluyeron luego del terremoto de 2010.

Quince años pasaron y el hospital nunca se movió.

La semana pasada, cuando las lluvias aumentaron el caudal del río, las alarmas no se encendieron al principio. De hecho, la subdirectora Bastías explica que nunca se decretó alerta roja en el lugar, que siempre se mantuvo una alerta amarilla y que el director del hospital, el doctor Héctor Quiero, fue el único que manifestó su preocupación a la red de salud del Maule y a sus funcionarios.

El sábado 24 de junio, a las 4.30 horas, el hospital ya funcionaba en el liceo y Urzúa intentaba dormir en su casa. Pero no podía por la incertidumbre. “No sabíamos lo que sucedería”, cuenta. Poco más de dos horas después, a las 6.40, sonó la alarma. Tomó su teléfono, entró a Facebook y confirmó lo que temía. Bomberos anunciaba la “inundación inminente” de Licantén.

Hospital de Licantén inundado.

El doctor había tenido suerte. Su casa, una cabaña al final de una subida en Los Álamos, no sufrió daños. El agua se detuvo unos metros antes. Pero el resto, entendió esa mañana, no podía decir lo mismo. Urzúa vio gente en calle Los Robles trasladándose sobre una canoa.

Menos de una hora después, el 90% de la comuna estaría bajo el agua.

Fue así para el doctor San Martín y también para la doctora Bastías. Mientras hacían sus turnos en el hospital reubicado en el liceo, sus viviendas quedaron bajo el agua y el barro.

A pesar de intuir que era imposible que se hubiera salvado, San Martín no quiso ir a verla.

“Sabía hasta dónde había llegado el agua y ya había pasado el nivel de mi casa, así que era ir a perder el tiempo”, dice. A Bastías una colega le ofreció donde ducharse y dormir mientras su hogar no fuese habitable. San Martín aceptó alojarse en la cabaña de Urzúa. El médico de 26 años lo acogió a él y a su compañero. Una tercera persona, también trabajadora de la salud, se sumó después.

En total, 27 de los 88 funcionarios del hospital perdieron sus casas.

Pérdidas de Hospital de Licantén.

Dos metros bajo el agua

Esta inundación, dice Mónica Montecinos, fue distinta.

“En el 2008 el agua llegó de a poco, se demoró como dos horas en entrar, esta vez no. Esta vez entró con fuerza, en 20 minutos estaba todo inundado”. No era sólo una noción de su memoria. Hace 15 años la cantidad de agua dentro del hospital no pasaba los 50 centímetros. Ahora habían entrado 1,7 metros.

Ese 24 de junio llegaron dos personas a la Urgencia habilitada en el liceo: una mujer y un hombre. Ninguno llegó con dolencias graves, pero ambos debían ser trasladados.

El problema estaba afuera, caminos cortados y calles intransitables. La única opción era por vía aérea. El doctor San Martín terminaba su turno a las 9.00, pero sabía que necesitaban un helicóptero. Comenzó a hacer llamados y logró que recogieran a ambas personas y las llevaran hasta el Hospital de Talca, donde fueron atendidos.

Más tarde, a las 17.00, el hospital tuvo que ser trasladado a su segunda ubicación temporal. Esta vez movieron las instalaciones al Colegio Juan Ignacio, que se encontraba a una mayor altura que el Liceo Santelices. Funcionan ahí hasta hoy. El Juan Ignacio tiene un patio central, rodeado de dos pasillos, uno a cada lado. Tuvieron que adaptar las salas de clases para convertirlas, dentro de lo posible, en vacunatorios, laboratorios, curaciones y urgencias. “Por lo menos aquí tenemos una base para poder funcionar y seguir prestando algo tan fundamental como la atención de salud. Seguimos atendiendo, eso es lo más importante”, dice en una de las salas Urzúa.

Sala de clases Colegio Juan Ignacio

Días después, el propio Presidente Gabriel Boric llegó hasta la comuna para ver en terreno los daños provocados. Informó que designarán a una persona a cargo del proceso de reconstrucción, la construcción de un hospital modular y señaló que “es necesario que Licantén tenga un nuevo hospital en un terreno distinto. Por eso, como solución definitiva, el diseño y ejecución de un proyecto para la reposición y relocalización de un nuevo edificio para el Hospital de Licantén, que esté fuera de la zona de riesgo y no sea susceptible de inundación, está ya en curso”.

Mientras eso suceda, los trabajadores del hospital siguen cumpliendo sus turnos. Atienden en un recinto que no conocen y vacunan y sanan en salas que podrían tener que devolver en dos semanas, cuando terminen las vacaciones de invierno. También duermen en hogares prestados, postergando incluso sus vidas.

Porque eso también pasa.

A pesar de sus deseos, Pablo Urzúa aún no puede ver a su familia.