“Era de no creer. El resplandor de las pantallas de TV ubicadas en una sala adjunta a la de la oficina del entonces subsecretario del Interior, Rodrigo Ubilla, desde donde se monitoreaban los desórdenes que se multiplicaban en Santiago la noche del 18 de octubre de 2019 y donde se habían instalado autoridades de La Moneda y, entre otros uniformados, el entonces director de Orden y Seguridad de Carabineros, Ricardo Yáñez –hoy el líder de la institución- iluminó violentamente el espacio. El fuego se extendía por las escaleras externas del edificio corporativo de Enel, ubicado en Santa Rosa 76, en pleno centro de Santiago, silenciando por segundos a todos los presentes.
La posibilidad de un apagón generalizado en la Región Metropolitana –en medio del caótico escenario de protestas que ya comenzaba a expandirse al resto del país- se pasó rápidamente por la cabeza de Ubilla. “¿Dónde está el sistema de respaldo eléctrico de la empresa?”, preguntó, según recuerdan varios de los presentes en la ocasión.
La respuesta dejó al subsecretario helado: “No sabemos”. Fue el inicio de un largo petitorio de información -que abarcaba desde lugares de infraestructura crítica a número de transportes y armamento antidisturbios- que no encontraba respuesta y que descolocaba a la hasta ese entonces única autoridad de gobierno que permanecía en La Moneda a esas horas.
Desde la tarde anterior -el jueves 17 de octubre- que los estudiantes secundarios habían comenzado a agitar el ambiente. El salto de torniquetes y -más tarde- las sentadas colectivas en los andenes del Metro inquietaban en Palacio, que advertía que otros sectores comenzaban a sumarse a las manifestaciones.
Todo era el resultado del malestar ciudadano generado por el alza de $ 30 en los pasajes del transporte público de Santiago que había sido decretado por un panel de expertos que consideró factores como el IVA, la inflación, la mano de obra, el valor del dólar y del diésel de los meses precedentes.
Esa tarde, el Presidente Sebastián Piñera había encabezado una reunión con los ministros del Interior, Andrés Chadwick; de Transportes, Gloria Hutt, y el presidente de Metro, Louis de Grange, para analizar la situación. Tras la cita se anunció el cierre indefinido del Metro -epicentro de las primeras protestas -y que se invocaría la Ley de Seguridad del Estado a los responsables de delitos.
La decisión generó el primer desencuentro entre el Mandatario y sus asesores más estrechos reunidos en el Segundo Piso de La Moneda, entre ellos Benjamín Salas y su jefa de gabinete, Magdalena Díaz, quienes pedían revocar el alza de la tarifa (que se terminaría invalidando días después a través de una ley exprés) y no invocar la citada normativa.
Pero lo cierto es que aunque las protestas iban en alza, todavía no inquietaban mayormente al gobierno, según reconocen varios de quienes vivieron esas horas en Palacio. Tras la cita con las autoridades de Transportes, Piñera instruyó a Ubilla a hacer una evaluación general de la jornada y tener lista una propuesta para el día siguiente. Esa era la razón que tenía al subsecretario en su oficina hasta entrada la noche, cuando las manifestaciones comenzaron a desbordarse y una espiral de violencia irrumpió en el país.
A eso de las 20 horas del 18 de octubre casi ya no quedaban autoridades en Palacio: los ministros se habían ido a sus casas y el propio Presidente tenía agendada una cita personal tras la cual se iría a su casa.
Apenas dejó su oficina, Piñera se encaminó a Vitacura, a la pizzería Romaría, para cumplir con la promesa que había hecho a uno de sus nietos y sumarse a la celebración de su cumpleaños.
Santiago comenzaba a hundirse en el caos y la fotografía del Mandatario comiendo en un lugar público del sector oriente, cuando ardían las estaciones de Metro y las turbas comenzaban los primeros saqueos, generó indignación.
El celular de Piñera no paraba de sonar durante el cumpleaños. “Es mejor que regrese”, le planteó Ubilla en un mensaje. Fue Chadwick quien lo pasó a buscar a la pizzería y juntos volvieron a La Moneda.
A varios kilómetros de allí, en la Clínica Alemana, la vocera Cecilia Pérez despertaba de los sedantes que le habían sido administrados para intentar contener una fuerte jaqueca. Pérez se había retirado horas antes de su oficina para ser atendida de urgencia y desconocía el devenir de los acontecimientos.
El chat que compartía con el resto de los integrantes del comité político registraba varios mensajes de Piñera: “Urgente a La Moneda. Regresen”. La ministra -aún algo aturdida por los medicamentos- partió rauda a Palacio.
Cuando Pérez llegó a la sede de gobierno la mayoría de sus pares del comité político estaban con cara de desconcierto en el comedor presidencial. Fue entonces cuando el ministro de Defensa, Alberto Espina, se sumó sorpresivamente al encuentro.
Para todos fue la primera señal de que los militares comenzarían a desempeñar un papel en la crisis. Esa misma noche -cerca de la una de la madrugada- Espina llegó hasta la casa del comandante en jefe del Ejército, Ricardo Martínez, para reunirse con el resto de los jefes militares y analizar la situación.
El ambiente era confuso, los uniformados asumían que no existía información para determinar un plan de acción ni menos para identificar si las protestas habían sido planificadas. También estaban preocupados por el rol que sus subalternos deberían asumir en las horas siguientes.
La angustia comenzó a subir de tono. Y en La Moneda la atmósfera se enrarecía.
Dos bandos en Palacio
A las pocas horas del estallido social el gobierno ya estaba dividido en dos bandos.
En una vereda estaban quienes sostenían que la profundidad de la crisis podía suponer amenazas para la continuidad del gobierno y había que reaccionar abriendo amplios diálogos políticos. Entre estos estaban los asesores presidenciales más jóvenes, como Salas y Díaz. Allí también se ubicó el ministro Gonzalo Blumel, entre otros.
Al frente -en tanto- se agrupaban los que pedían contención y mano dura en el manejo de la violencia que se tomaba las calles. En el fondo -según varias fuentes consultadas- se sostenía que lo importante para contener la crisis era asegurar el control del orden público. El mensaje era este: “Debemos resistir una semana y se encauza todo”. Entre ellos estaban Chadwick, Ubilla y ministros como el canciller Teodoro Ribera y la titular de Educación, Marcela Cubillos.
Así se revivió el antiguo ambiente de “halcones” y “palomas” (duros y blandos), que imperó en la primera administración de Piñera y que terminaría por emponzoñar la atmósfera en Palacio durante este segundo gobierno.
Esta vez había -sin embargo- algo distinto. El Presidente -que siempre parecía disfrutar la administración de los desencuentros de sus secretarios de Estado- en esta ocasión estaba paralizado, según señalan varias fuentes consultadas. Quienes conocen bien a Piñera y compartieron con él esos días coinciden en que el estallido social “descolocó absolutamente” al Mandatario y que “no supo cómo manejarlo”.
Aunque todos estaban impactados por la violencia que se multiplicaba -en los dos días siguientes al estallido social 10 de las 16 regiones del país estaban en estado de emergencia total o parcial, con toque de queda y la presencia militar se hizo habitual en las calles-, Piñera no decidía una ruta de acción y parecía no entender lo que sucedía.
No ayudaban en nada los continuos mensajes de los jefes de Carabineros de distintas zonas del país acusando no poder controlar las protestas. “Estamos sobrepasados”, señalaban al titular de Interior.
Quizás la más elocuente señal del estado de ánimo presidencial de esos días lo evidenció la filtración de un audio de la primera dama, Cecilia Morel, la tarde del domingo 20 de octubre. “(...) Se supo que la estrategia es romper toda la cadena de abastecimiento, de alimentos, incluso en algunas zonas el agua, las farmacias, intentaron quemar un hospital e intentaron tomarse el aeropuerto, o sea, estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirla”, explicaba con tono acongojado Morel a una amiga.
El país que hacía poco más de un año y medio había dado un contundente triunfo para la reelección de Piñera, ya no era el mismo. Y -sin respuestas y poca información- el propio Mandatario estaba en una suerte de shock, según recuerdan ministros y exministros.
Varios secretarios de Estado reflejaban huellas evidentes de un desgaste apresurado. “No duermo”. “No me concentro”. “No puedo rendir”, fueron frases recurrentes en las conversaciones del gabinete de las semanas siguientes. Hubo ministros sectoriales que por varios días -a la espera de instrucciones, según señalaban- simplemente se recluyeron en sus casas.
Piñera pasaba largas horas en La Moneda a solas, intentando recabar información de fuentes diversas sobre el origen de las protestas: uniformados, políticos, empresarios, hasta analistas fueron contactados. Uno de los golpes más duros para el Presidente lo constituyeron las declaraciones de políticos de oposición -particularmente del PC- que comenzaron a pedir ya el 19 de octubre su renuncia al cargo. Así se hizo la idea de que había una emboscada dirigida a él mismo.
“Lo empecé a ver errático, sin margen de acción. Día por medio un anuncio de paquetes sociales y nada calmaba la violencia…”, comenta una excercana colaboradora.
La totalidad de la rutina diaria de La Moneda fue alterada. La gran mayoría de los inquilinos de Palacio iban a sus casas a cambiarse de ropa y volver a sus funciones.
Impactado por las protestas, Piñera no concebía no disponer de información que le permitiera adelantar escenarios. Quienes lo conocen afirman que -en parte por ello- se aferró a la idea de que el estallido había sido planificado por gobiernos extranjeros.
La idea se la planteó el mismo fin de semana del estallido social el titular de Defensa, quien había encabezado varias reuniones con los organismos de inteligencia militar.
En privado, Espina ha señalado que el Mandatario lo mal interpretó y que la información proporcionada daba cuenta de una “hipótesis” de inteligencia y -en ningún caso- de antecedentes concretos.
Pero la suerte estaba echada y el 20 de octubre Piñera acusó que el país estaba “en guerra contra un enemigo poderoso” y tensionó aún más el ambiente. Lo cierto es que -hasta hoy- el Mandatario está convencido de que el estallido social no fue un “acto espontáneo” y que hubo intereses concertados para desestabilizar a su gobierno. “El asunto es que no se puede probar”, ha comentado, enfatizando sus palabras con que no puede ser casual la quema simultánea de las estaciones de Metro.
El martes 22 de octubre Piñera pareció concebir un plan para enfrentar la crisis y cedió en favor de una de las tesis que imperaban en el gobierno, alentado por el jefe del Segundo Piso, Cristián Larroulet.
En cadena nacional, el Mandatario dijo haber tomado nota de las demandas ciudadanas. “Frente a las legítimas necesidades y demandas sociales de la ciudadanía, hemos recibido con humildad y claridad el mensaje que los chilenos nos han entregado. Es verdad que los problemas se acumulaban desde hace muchas décadas y que los distintos gobiernos no fueron ni fuimos capaces de reconocer esta situación en toda su magnitud. Reconozco y pido perdón por esta falta de visión”, afirmó.
A continuación, anunció una agenda de reformas al sistema de pensiones, salud, creación de ingresos mínimos y aumento de impuesto a los sectores de mayores ingresos, entre otras.
Al ambicioso paquete de medidas propuesto por el Mandatario, la población respondió el 25 de octubre con la mayor concentración pública de los últimos 30 años, es decir, desde el retorno a la democracia: Más de 1,5 millones de personas se congregaron en Santiago en una marcha que pidió la salida de Piñera y reformas sociales más profundas.
Los cimientos de La Moneda crujieron.
Durante las siguientes semanas, en el entorno familiar la preocupación por el abatimiento del Mandatario crecía exponencialmente. “Estaba tan triste que le hacíamos comidas familiares para contenerlo, que se distrajera, no para hablar de política”, cuenta una fuente de su entorno más íntimo.
Los amigos de Piñera hicieron lo propio. Ignacio Cueto, Ignacio Guerrero, Fabio Valdés y José Cox -quienes en su gobierno anterior eran conocidos como el “tercer piso” y a los que el Mandatario suele consultar sus opiniones en diversos temas- lo iban a visitar sorpresivamente a su casa. “No estoy muerto, no vengan a darme el pésame”, los saludaba Piñera antes de dejarlos entrar.
La sombra de las violaciones a los DD.HH.
En 2009, Piñera había sido electo por primera vez Presidente de Chile. Su victoria fue un hito en varios aspectos. No sólo fue el primer Mandatario de derecha en ser elegido democráticamente desde 1958, su triunfo también puso término a 20 años de gobiernos de la Concertación, la alianza de centroizquierda que dirigió el país desde el regreso a la democracia en 1989.
Con origen DC, el nuevo Presidente era en realidad un outsider de la derecha y reivindicaba como un activo de su vida política haber votado No en el plebiscito que decidió la salida de Augusto Pinochet del poder.
Esa imagen quedó en cuestión a partir del 18 de octubre de 2019, cuando las acusaciones por violaciones a los derechos humanos comenzaron a recaer sobre miembros de Carabineros y de las Fuerzas Armadas y complicaron a La Moneda.
En el entorno presidencial sostienen que -desde el primer día- Piñera tomó medidas para evitar vulneraciones a la ciudadanía: cogía el teléfono para instruir órdenes a jefes de Carabineros y las Fuerzas Armadas y permanentemente en las reuniones con sus ministros enfatizaba que el tema tenía prioridad.
Ya el 20 de octubre se registraron los primeros tres muertos durante el saqueo e incendio a un supermercado y dos días después, en multitudinarias manifestaciones, se elevó a 15 el número de muertos y se ascendía a 18 mil detenidos en el país. Era una situación en total descontrol y -particularmente- la policía uniformada parecía no saber cómo ejercer sus funciones.
Las laceraciones en los ojos de manifestantes -debido al uso de balines de plomo en las escopetas de Carabineros y que llegaron a 461 víctimas, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos- comenzaron a evidenciarse como un triste legado de los intentos de control público. Las denuncias golpeaban con fuerza la imagen del gobierno, incluso en sendos artículos en la prensa internacional, cuyas primeras versiones -refrendadas por la institución uniformada- insistían en que los perdigones utilizados eran de goma.
“¿Quién no quiere terminar su mandato”?, responde Piñera cuando se le ha preguntado en privado si la posibilidad de renuncia se le pasó por la cabeza en esos días.
Lo cierto es que la sensación de fragilidad institucional se sentía con fuerza en esas horas en La Moneda, según reconocen varios de quienes las vivieron. Ya no se trataba sólo de protestas masivas que se extendían por el país: una parte de los dirigentes de izquierda comenzó a saborear la posibilidad de caída del gobierno y otra parte se recluyó ante la evidencia de que las críticas ciudadanas no sólo apuntaban al gobierno, sino que rebasaban a buena parte de la clase política.
De hecho, en la Plaza Italia -a la que los manifestantes aludían como Plaza de la Dignidad- y que se transformó en el epicentro de las protestas más violentas, sólo podían aparecer dirigentes del PC.
Cuando las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos se comenzaron a tomar la agenda pública, Piñera llamó a su antecesora, la expresidenta Michelle Bachelet, quien se desempeña como alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y le pidió el envío de una misión que investigara posibles vulneraciones a derechos fundamentales.
El Mandatario estaba desencajado -afirman sus cercanos- con las comparaciones que se comenzaron a hacer entre su gobierno y la dictadura militar. Hasta hoy, el Presidente enfrenta una causa por delitos de lesa humanidad ocurridos durante el estallido social, dirigida por Claudia Perivancich y recién en diciembre pasado la oficina del fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya tomó la decisión de desestimar acusar a Piñera y no abrirá una investigación preliminar por las situaciones ocurridas en Chile a partir de octubre de 2019.
La imagen internacional de Piñera -que era uno de los objetivos a fortalecer en su segunda administración- quedó en entredicho y su equipo más cercano invirtió varios meses en averiguar plazos, procedimientos e impacto que tendría en el futuro del Mandatario.
El tema de los derechos humanos dividió en nuevos bandos al gabinete. Esta vez los rostros de la confrontación fueron el ministro de Justicia, Hernán Larraín, y el canciller Teodoro Ribera. Mientras el primero abogaba por mantener una relación activa de cooperación con los organismos internacionales para disipar cualquier intento de acusación sobre delitos de lesa humanidad, el canciller sostenía la tesis de la existencia de un Estado de Derecho sólido, con separación de poderes del Estado que daba garantías a todos los chilenos ante eventuales excesos. “Estamos en una democracia”, remarcaba Ribera.
Ministros y exministros recuerdan las discusiones casi a gritos entre Larraín y Ribera que tensionaban la convivencia interna. El canciller -además- insistía en que los organismos ligados a la defensa de los DD.HH. tenían un sesgo político de izquierda.
La cuenta regresiva comenzaba a sonar cada vez con mayor fuerza en Palacio. El fin de semana del 27 y 28 de octubre terminó por decantar el rumbo del gobierno: Piñera firmó los decretos que ponían término al estado de emergencia en las regiones del país y solicitó a su gabinete “poner sus cargos a disposición”.
El Mandatario estaba inquieto en su oficina. Un sector cada vez mayor del espectro político comenzó a impulsar la tesis de un cambio constitucional para frenar el descontento ciudadano. Pero en el gobierno -una vez más- asomaban los dos bandos irreconciliables.
En ese escenario es cuando Piñera se decide a remover a Chadwick del Ministerio del Interior, su hombre más cercano e influyente en el gabinete.
Para la sucesión Piñera había cedido a las presiones de la UDI y escogió al entonces ministro de Bienes Nacionales, Felipe Ward.
La filtración de su nominación -por La Tercera- desató una ola de críticas y se viralizaron varios tuits de Ward políticamente incorrectos, lo que selló su traslado al Ministerio Secretaría general de la Presidencia.
El Mandatario -entonces- debió improvisar y el nombramiento como titular de Interior recayó en Gonzalo Blumel (Evópoli), lo que ofendió a la directiva gremialista, que vio relegado a uno de los suyos del ministerio más influyente.
Desde entonces, la UDI comenzó a juntar rabia contra el nuevo jefe de gabinete que sería clave para convencer a Piñera de dar luz verde a un acuerdo por una nueva Constitución.