El coronavirus era ruido de fondo en febrero, cuando Nicolás Bergerie meditaba sobre si comprar o no pasajes para una feria funeraria en Bolonia que se realizaría a fines de marzo. En ese momento tenía 27 años recién cumplidos y tres como dueño de una fábrica de ataúdes. Ir a Italia, a esa feria, dice, era una especie de sueño. Pero no sabía si dar el paso. Entonces llamó a una amiga del rubro en España para ver qué pensaba:
—Me dijo que estaba mandado hornos crematorios en contenedores a Italia. Y que los hornos iban viajando de pueblo en pueblo incinerando a todas las personas que iban falleciendo. Me dijo que el virus estaba descontrolado. Que la feria se iba a suspender.
Nicolás Bergerie miró a sus carpinteros en el taller que mantiene en Quinta Normal. Estaban trabajando de 8.00 a 18.00, a un ritmo de 100 urnas semanales, y les preguntó si, en caso de una emergencia, podrían aumentar la producción. Le dijeron que no. Que los ataúdes, especialmente los que hacían ellos, con maderas nativas, era un trabajo lento.
Ese, explica Igor Woldarsky, presidente de la Asociación Gremial de Dueños de Funerarias, era el sello del oficio en Chile.
—Los proveedores de urnas son artesanos. El 90% está hecho a mano. No hay producción en línea y todo el proceso es muy delicado.
Bergerie lo sabía. Es la cuarta generación de una familia dedicada a los muertos. Creció en Independencia, frente al Hospital San José y, de niño, sacaba las cruces metálicas de los ataúdes de la funeraria de sus padres para usarlas como espadas. Su madre había aprendido el negocio de niña y su padre, un estilista que vino desde Iquique, lo conoció con ella cuando se casaron, trabajando como chofer de carrozas. Cuando había que trasladar fallecidos a regiones, Luis Bergerie se subía a una Peugeot 505 y manejaba desde Iquique hasta Coyhaique devolviendo esos restos al lugar donde su familia los esperaba.
—El pago era poco —dice Luis—. Pero me entusiasmaba conocer. Osorno para mí era una pura palabra antes de esto.
Nicolás desde los ocho años comenzó a acompañarlo con la promesa de ver más allá de Independencia. De ir, como pasó una vez, hasta Valdivia, ver el Fuerte Niebla y regresar al día siguiente sin nunca saber qué estaban transportando.
—Mi mamá no quería que yo entrara a este mundo. Lo veía como un negocio muy oscuro, de muchas malas prácticas, donde existían funerarios que se abalanzaban como buitres a los deudos.
Pero cuando tenía 17 años, eso cambió. Nicolás Bergerie aún estaba en el Liceo de Aplicación cuando su madre sufrió una depresión por haber perdido el embarazo del que habría sido su segundo hijo. La muerte, incluso para alguien criada en esos ritos, fue demasiado dura. Según Nicolás, ella no pudo levantarse de la cama en todo un año. En ese proceso, sus padres se separaron y él comenzó a tomar la empresa cuando aún no había ingresado a Ingeniería Comercial en la Universidad Diego Portales. En los tres años en que dirigió la funeraria, siempre después de terminar sus clases, Bergerie aprendió todo lo que necesitaba del mundo antes de devolverle el control a su madre. En 2017, recién egresado, junto a un socio inversionista, entró al informal y familiar rubro de la fabricación de ataúdes. Compró un galpón en Quinta Normal y en un par de años consiguió producir para 26 clientes en todo el país y adueñarse del 5% de ese atomizado mercado, vendiendo seis mil féretros al año.
—Ese 5% puede sonar como poco, pero con ese porcentaje éramos el taller más grande—dice.
Pero de pronto, después de escuchar la historia del horno itinerante en Italia y la catástrofe que veía venir, esos seis mil ataúdes no parecieron suficientes.
Después de que falleció la primera víctima en Chile por el Covid-19, el 21 de marzo, Bergerie preguntó a sus amigos funerarios cómo había sido el cortejo. Le explicaron que fue un entierro breve, solitario:
—Ahí me hizo clic. Porque la familia ni vio la urna. No se necesitaba una con vidrio, que fuese muy elegante, pero sí que fuese digna y rápida de producir. El ataúd pasaba a ser una solución y no un homenaje.
Viendo catálogos extranjeros llegó al modelo usado para el funeral del Papa Juan Pablo II: una caja cuadrada que se iba achicando hacia los pies. Bergerie pensó que la podían hacer en madera terciada, comprando planchas, cortándolas y ensamblándolas en serie. En abril terminaron el primer prototipo.
—Se rieron de nuestro modelo — cuenta el jefe del taller, Manuel González—. Los mismos compañeros, los funerarios a los que se la mostrábamos. La encontraban penca.
—Yo les decía, ¿quién te va a querer pagar una urna de madera nativa y un servicio de cinco millones para usarla 90 minutos? —recuerda Nicolás Bergerie—.
González les explicó a los 22 maestros del taller que con ese modelo podían casi triplicar su producción. Y con esos números, todos ganaban.
Paul Carrasco, uno de los carpinteros que se especializa en los ataúdes más finos, miró el modelo:
—Dije “ya poh: hagamos urnas Covid entonces”.
Su cálculo era el mismo que hizo Dirwin Castro, el venezolano que lleva un año y medio barnizando en el taller:
—Veíamos esto como que íbamos a tener mayores ingresos.
Los ataúdes
Un día de abril, Nicolás Bergerie volvió a llamar a sus colegas en España. Necesitaba saber qué tipos de personas estaban muriendo en la pandemia, para saber las dimensiones de los ataúdes Covid que produciría:
—Me dijeron que los abuelos y los gorditos.
Luego salió y encargó 80 bombos, que es el nombre en jerga funeraria para los ataúdes usados en cuerpos de más de 100 kilos.
—Contestaron que estaba loco, que el consumo mensual de bombos nunca excedía las 20 unidades. También llamé a mis clientes de regiones para preguntarles quién quería urnas Covid. Porque cuando quedara la cagada, no iban a quedar. Me hicieron pedidos de 30 y 40. Pasaban las semanas y no moría tanta gente. Entonces me llamaban de vuelta para decirme que se las iban a tener que comer.
En el taller, Manuel González manejaba un stock de 120 ataúdes, pero seguían produciendo más. Empezaron a trabajar hasta más tarde y también los fines de semana. Y todo, aún así, era manejable. Paul Carrasco seguía realizando partidas de nueve féretros quincenales, pero pronto esos tiempos ya no eran suficientes:
—En vez de pedírmelos al final de la segunda semana, los querían antes: a la primera.
Había despachos de 40 urnas a La Serena y Antofagasta cargados en el camión, que nunca alcanzaban a salir, porque llegaban pedidos más urgentes antes. No pasó mucho para que varios, producto del toque de queda, no alcanzaran a ducharse antes de volver a sus casas. Y en mayo, comenzaron a fallecer conocidos: un funerario de 36 años en Quillón, un vendedor de un cementerio en Santiago. Gente que durante una llamada de negocios decía que estaba bien, pero dos semanas más tarde aparecía conectada en un hospital.
—Yo sé que el Nico se empezó a preocupar —dice Luis Bergerie—. Todos los días, cuando salía, me pedía que me cuidara.
Los peores pronósticos se fueron cumpliendo. Después de dos meses de fabricados, a Manuel González sólo le quedaba uno de los 80 bombos. Los maestros comenzaron a quedarse trabajando hasta las noches para producir los siete días a la semana. Un par, de hecho, instaló colchones en el taller para poder quedarse a dormir y cumplir con las entregas. Muy pronto, todo el taller empezó a parecer una gran bodega. Los ataúdes se acumulan en los pasillos de la entrada, en la oficina de Nicolás y en cada rincón libre que quedaba. Incluso, el camión de Luis, que tiene una capacidad para 41 urnas, pasó a ser un lugar de almacenaje. Con la cuarentena y los turnos largos, fabricar urnas comenzó a ser la única actividad del día. Varios, de hecho, almuerzan sobre ellas, usándolas como mesas improvisadas, porque no alcanzan a parar.
Las jornadas se fueron extendiendo de las 21.45 a las 23.00 y finalmente hasta las 2.00 am.
Con las cifras de muertes, que hoy suman 2.870, según la Asociación Gremial de Dueños de Funerarias, hay cementerios que reciben 50 funerales al día. Y cada uno de esos muertos presionan a una industria que funciona con manufactura artesanal.
—La alta demanda los tiene complicados. Se nota en las entregas. Antes te daban el pedido a los tres días. Hoy se demoran una semana —sostiene Igor Woldarsky, que también es dueño de una funeraria.
—Si el suministro no es fluido, en un minuto las funerarias se van a quedar sin el elemento principal, que es la urna —advierte Olaf Lindhorst, gerente general de funeraria María Ayuda
Ha habido sustos. Como las semanas en que hubo desabastecimiento de las latas necesarias para sellar los ataúdes y tuvieron que aplicar maciza. O cuando algunos proveedores se quedaron sin la cera que se usa para sacarles brillo a los féretros. Pero ese miedo no fue lo que cambió las cosas para ellos. Lo que los hizo salir de esa ceguera laboral fue cuando comenzaron a apilarse carrozas afuera del taller y los funerarios tuvieron que hacer fila para recibir sus pedidos. Eso, dice Luis Bergerie, no lo había visto nunca en sus 30 años en el negocio. Lo normal, lo que pasaba siempre, era que los talleres les repartían las urnas a sus clientes.
—Nosotros veíamos por la ventana cómo hacían fila —cuenta Dirwin Castro—. Muchas veces se llevaban urnas que ni estaban listas. Las terminábamos y se las llevaban. “Parecen marraquetas”, decíamos.
Paul Carrasco no sabe qué pensar de eso. Está feliz de tener trabajo, de tener cómo cuidar a su esposa y a su hijo:
—Pero por otro lado, sabes que hay gente que se está muriendo. Que lo que yo hago es para otra persona que está destrozada. ¿Entonces me alegro o no me alegro? Es una posición incómoda.
Manuel González escucha esas historias diariamente, cuando los auxiliares de las funerarias van por sus pedidos y cuentan lo que les ha tocado ver en las morgues:
—A algunos se les caen hasta lágrimas por lo fuerte que es ver tantos cuerpos amontonados.
Ahí, dice, esto dejó de ser por la plata y pasó a importar otra cosa: evitar que los muertos se fueran así, sin dignidad, en bolsas o ataúdes de cartón.
Los muertos
A principios de junio, los muertos, el volumen de ellos, empezó a cargar a los vivos. Manuel González tuvo que dejar a sus cuatro hijos y esposa en Pudahuel para irse donde su abuela, a Quinta Normal, y así estar más cerca del trabajo. Espera poder estar con ellos el próximo domingo, para el Día del Padre. A Dirwin Castro, que está viviendo en el taller, le ha costado el encierro. No poder salir a correr, a jugar fútbol y verse rodeado siempre de urnas, a veces lo lleva a pensar que si se enferma, podría terminar dentro de una de ellas. Nicolás Bergerie tampoco ha visto a su pareja o a su hijo de un año, en Quilicura, durante el último mes. Además del taller también trabaja en un cementerio y eso lo obliga a estar fuera de la casa de lunes a domingo, 14 horas al día. Por eso, cuando empezó el peak de contagios, decidió aislarse.
—Imagínate llegar a tu casa a las 22.00, que tu señora te hable y tú sigas pensando en qué vas a hacer mañana para que esto no colapse —relata Bergerie—. Esto genera problemas. Es lo que me cuentan los chiquillos y a mí también me pasa.
A eso, dice, hay que sumar los 10 llamados diarios de clientes que le piden urnas al precio que pida:
—Me dicen “Nico, estoy desesperado. ¿Qué te queda? Mándame lo que sea”. Lo peor es que son amigos míos, entonces se enojan. Me dicen “Nico, si no me quieres vender, mejor dime”, y yo les digo que no es que no quiera, es que no puedo producir más.
Lo complejo es que no hay indicios de que las muertes vayan a bajar pronto. Según el epidemiólogo y académico de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, Gabriel Cavada, “no es descartable que la segunda semana de julio estemos en alrededor de 210 a 240 muertos diarios como peak”.
Pero en su informe del viernes, el Minsal reportó 222 fallecidos en su último conteo.
Esa misma mañana, tres carrozas pasaron frente el taller de Bergerie. La última de ellas, conducida por un hombre de unos 50 años, con su mascarilla colgando del rostro, que sale del vehículo quejándose.
—Tengo que venir día por medio a buscar urnas, amigo —dice—. Si ya no quedan. Imagínate que ahora tengo un fallecido y su urna ni siquiera está lista.