En un artículo de hace diez años en La Tercera por su libro De empresarios a empleados, sobre la formación de la clase media chilena, Marianne González Le Saux se asumía en corral ajeno. El volumen adaptó la tesis -dirigida por Sofía Correa- con la que optó a la licenciatura en ciencias jurídicas y sociales por la U. de Chile: una tesis que no versó sobre derecho, sino sobre historia social. “Me faltan conocimientos, herramientas, métodos y referencias” de la disciplina histórica, decía por entonces.
Años más tarde se doctoró en Historia por la U. de Columbia con una tesis sobre la asistencia legal y la profesión de abogado en Chile, entre 1915 y 1964. Sus primeros capítulos dieron después pie a un reciente artículo en la revista Historia sobre los orígenes del Colegio de Abogados. Hoy profesora asistente y subdirectora de la Escuela de PosTgrado de la Facultad de Derecho de la “U”, González Le Saux (38) cuenta que los abogados la “miran como bicho raro”, mientras los historiadores, sobre todo en Chile, la “siguen considerando una outsider”.
Su tesis doctoral se titula The Rule of Lawyers, un juego de palabras que funde Estado de Derecho y primacía abogadesca. Y a ese respecto dice que en “buena parte de nuestra historia hemos vivido bajo un ‘gobierno de los abogados’” y que “sólo con el estallido social y el proceso constituyente este poder ha comenzado a disputarse de forma más radical”.
Nos encontramos hoy, agrega, “frente al primer proceso constituyente en que los abogados han perdido la hegemonía de la discusión. La presencia de convencionales abogados es importante y muchos han ocupado posiciones de liderazgo, pero no son la fuerza dominante. Han debido responder a las demandas de movimientos sociales que por primera vez tienen la oportunidad de participar del diseño jurídico y político, y esto ha significado la incorporación de ideas y conceptos que parecen ajenos a la tradición constitucional y jurídica, lo que tiene a muchos muy nerviosos, incluida, lo confieso, yo misma”.
¿Podría ahondar en ese nerviosismo?
Los abogados tienen esta tendencia conservadora, moderadora, que parece bajar las expectativas que vienen desde las fuerzas sociales y la ciudadanía. Lo que genera estos nervios y esta ansiedad tiene que ver con decir, podemos tener buenas ideas, pero, ¿cómo las decantamos en un texto constitucional? También, con transitar de un estado de profunda desigualdad y falta de participación política, a un estado de cosas nuevo. El problema es la transición, que genera roces, y ahí es donde se dirá que quizás nos movemos muy rápido.
Lo que tiene de inédito este proceso es que se está construyendo con centenares de voces, y deliberar con esa cantidad de fuerzas sociales y políticas genera desafíos que no hemos tenido. Probablemente, tendremos un texto muy imperfecto o contradictorio en muchas dimensiones, pero no tenemos que entender eso como una debilidad, sino como el resultado necesario de incorporar actores sociales. Luego tendremos que ver cómo lidiamos con esas contradicciones cuando aparezcan.
En el articulado aprobado en el pleno asoman conceptos poco familiares para el lego, como “justicia abierta” y “justicia territorial”. ¿Qué tarea le deja esto al legislador?
Los conceptos que menciona son tan ajenos para los legos como para los mismos abogados: no tienen un asidero en la tradición jurídica nacional. Son ideas empujadas desde los movimientos sociales, así como desde experiencias internacionales, que tienen un componente político más que jurídico. Aquí es interesante realizar la distinción entre derecho y justicia, porque la justicia tiene una dimensión que puede ser completamente extrajurídica.
Cuando se habla de “justicia social” o “justicia territorial”, no nos referimos a la organización de los tribunales, sino a conceptos más afines a la filosofía política que promueven la adecuada distribución de los recursos entre los distintos grupos y territorios de una unidad política. Detrás de la “justicia abierta” hay un cuestionamiento implícito al hecho de que la justicia ha sido, hasta ahora, un monopolio de los abogados.
Uno de los artículos dice que los tribunales “deben resolver con enfoque de género”, cualquiera sea su competencia. A la jueza Karen Atala eso le pareció “una redundancia”, pues la perspectiva de género, como la de los derechos del niño o la de los pueblos originarios, “son herramientas interpretativas que están en los tratados suscritos por Chile y que debe usar todo juez al momento de fallar”. ¿Cómo lo ve?
En términos estrictamente jurídicos, la jueza Atala tiene razón: los criterios de interpretación no debieran explicitarse en la Constitución, en la medida en que aparezcan como principios rectores y/o sean reconocidos en el catálogo de derechos fundamentales. De la misma forma, se podría argumentar que si la Constitución consagra la igualdad ante la ley y la no discriminación, no es necesario especificar la igualdad entre mujeres y hombres, que está incluida en el principio general.
Aquí vemos nuevamente la divergencia entre lo que se considera adecuado desde el punto de vista jurídico y lo que se considera necesario políticamente. Una Constitución es un texto político que refleja las luchas de poder de los movimientos políticos y sociales que la hicieron nacer. En el caso del proceso constituyente en marcha, es innegable que una de sus fuerzas impulsoras fue el movimiento feminista. Asimismo, es evidente que en nuestra historia el Poder Judicial ha operado en torno a una estructura patriarcal y ha contribuido a reforzar las desigualdades de género. Por lo tanto, es comprensible que se desee consagrar a nivel constitucional la relevancia de esta perspectiva, como forma de profundizar los avances de la última década y evitar retrocesos.
¿En qué sentido considera “comprensible” incorporar el enfoque de género?
Si me pregunta, estoy de acuerdo con que se incorpore en el texto constitucional la idea de que los jueces deben fallar con enfoque de género. De todas maneras, eso no restringe la facultad interpretativa de los tribunales. Lo que sigue es pensar qué se va a entender por enfoque de género.
Ahora, por más que el constituyente o el legislador definan conceptos, el juez siempre va a tener un espacio interpretativo. Las leyes siempre son interpretadas. Y eso tendrá que ver con dinámicas propiamente jurídicas (como las relativas a los procesos de formación y capacitación de los jueces), pero también con dinámicas sociales, porque el enfoque de género, la perspectiva de género y el feminismo han ido variando históricamente. Esto va a ir mutando en la medida en que vayan mutando las ideas, las percepciones sociales, la forma de constitución del poder entre hombres, mujeres y quienes no se identifican como hombres ni como mujeres. No creo que eso rigidice necesariamente la facultad de los tribunales de interpretar las sentencias.
¿Nos encaminamos a la subjetivización?
La incorporación de estas perspectivas está haciendo evidente una tensión que ha existido en el constitucionalismo liberal: por un lado, la posición del individuo que se define a sí mismo y que supuestamente tiene plena autonomía y libertad para definir su propia identidad, y por otro lado, la idea de que los individuos son todos iguales entre sí, lo que quiere decir que comparten ciertas características sobre cuyas bases el constitucionalismo liberal trata de organizar la comunidad política.
Pero cuando digo, “todos somos X”, también estoy negando la diferencia de la persona, y esa tensión es en algún sentido irreconciliable: por un lado, quiero reconocer la individualidad de la persona, y por otro, quiero reconocer lo que hace a esa persona igual a las demás. Hoy, los movimientos sociales que tienen particular influencia en la Convención están empujando este reconocimiento de la diferencia. Y eso es contradictorio, porque son particularismos que, a la vez, son colectivos: son el reconocimiento como identidad individual de una identidad colectiva. Decir que se pertenece a un pueblo o nación originaria es una definición colectiva, pero que al mismo tiempo se reclama como una decisión individual.
Pero hay tensiones que tendrán que resolverse, por ejemplo, a propósito del pluralismo jurídico: qué pasaría en un episodio de tráfico de drogas que involucra a un miembro de los pueblos originarios, o en un caso que convoque al mismo tiempo a la justicia mapuche y a la justicia rapanui.
Esas tensiones siempre han existido, pero en el orden político y jurídico que teníamos se había zanjado la completa invisibilización de las identidades diferenciadas, tanto individuales como colectivas. Lo que tenemos ahora es la construcción de un poder social y político que logró llegar a la Constituyente y que está poniendo de relieve la existencia de estas diferencias y está diciendo, bueno, quizás no tengamos que optar siempre por la homogeneidad, sino por reconocer lo heterogéneo de las identidades individuales, de las comunidades locales o de las definiciones colectivas de identidad. Entonces, estamos en un punto de inflexión: es la primera vez que tendremos que tener en cuenta esas otras identidades. Ya no les estamos poniendo el pie encima, y entonces el conflicto queda en evidencia. Mi sensación es que sería mucho más sano que la forma en que se resuelvan esos conflictos no quede necesariamente entregada a la Constitución, sino que sea algo que la misma comunidad política vaya decidiendo a través del proceso de creación de leyes.
¿Cómo entiende el pluralismo jurídico en relación con el principio de igualdad ante la ley?
A primera vista, la consagración del pluralismo jurídico puede aparecer como una innovación radical y una ruptura con el principio de igualdad ante la ley. Sin embargo, en la perspectiva histórica de larga duración, el pluralismo jurídico ha sido la regla más que la excepción en Occidente. La igualdad ante la ley no comienza a tener aplicación sino a partir del siglo XIX, e incluso entonces estuvo en permanente tensión con formas preexistentes de pluralismo jurídico.
En el continente americano jugó un rol doble: resguardó ciertos niveles de autonomías locales, pero también consolidó las desigualdades sociales entre conquistadores y conquistados. Con la independencia y la configuración del Estado-nación chileno, se buscó poner fin a dichas diferencias mediante el principio de igualdad ante la ley, lo que también eliminó los espacios de autonomía que el pluralismo jurídico permitía. Y al final de cuentas, la promesa de la igualdad tampoco podía ser cumplida, dadas las desigualdades estructurales resultantes del proceso de colonización.
El reconocimiento constitucional del pluralismo jurídico que se persigue hoy busca restablecer los espacios de autonomía jurídica -y por ende, política- perdidos por las poblaciones originarias con la expansión colonial y nacional, pero sin restablecer la dimensión de subordinación de los estatus diferenciados. Por eso la insistencia de los convencionales de las comunidades originarias de que la justicia indígena se encuentre en plano de igualdad con la justicia nacional. Eso, sin embargo, choca con la idea misma de un Estado nacional que persigue el control monopólico de la creación del derecho. Más aún, se ve tensionado por un derecho internacional que promueve una homogeneización de los derechos fundamentales individuales (la igualdad), mientras por otro lado busca reconocer la diferencia y autonomía colectiva de los pueblos.
¿Qué piensa de las críticas de la propia judicatura respecto de una eventual pérdida de autonomía o de independencia?
Esto tiene que ver con cómo equilibrar independencia interna con independencia externa. El gran problema de nuestra judicatura es que tiene un grado relevante de independencia externa: básicamente, se autogenera, aun si hay intervención de los otros poderes del Estado. Pero pasa que las propias decisiones de la Corte Suprema alinean a todos los tribunales bajo el mismo criterio, lo que hace que los jueces sientan que no pueden fallar de una manera que vaya a enojar al superior jerárquico, porque entonces no van a ascender, y eso limita la independencia interna. Ese es el problema que se trata de resolver mediante la incorporación de mecanismos externos o relativamente externos de supervisión de los jueces. Ahora, eso necesariamente implica un problema de independencia externa, porque vas a tener otros actores políticos y sociales interviniendo en las decisiones de otros. ¿Cómo resolvemos eso? No soy constitucionalista, pero creo que la respuesta está en el equilibrio.
Históricamente, el gran problema de la judicatura chilena es que ha tendido a cerrarse en una especie de concha en pos de la defensa de intereses gremiales o de su propia identidad profesional y de poder, lo que ha tendido a cerrarla frente a la influencia social. Creo que tenemos que abrir eso, aunque hacerlo significa un peligro. Si llegamos al extremo de elegir a los jueces por votación popular, se dirá que va a terminar ganando el juez que prometa las penas más duras, cuando eso podría no respetar los derechos de todas las personas. Ese equilibrio hay que lograr: cómo tener un cierto nivel de penetración social, ciudadana, en la forma en que el Poder Judicial falla, porque el Poder Judicial debe acompañar los cambios de la sociedad, pero sin hacer que los jueces respondan meramente a las opiniones de una mayoría que puede tratar de oprimir a una minoría.