María Teresa Cortés (68), profesora de Física jubilada, tiene en las fotos de su living las vivencias de toda una vida. Entre ellas, un retrato de su padre, reportero gráfico del diario Clarín y una foto con el Presidente Salvador Allende durante una visita a La Moneda. “Lo saludé, me dijo ‘mucho gusto, compañera’. Yo estaba alucinada”, cuenta.
Junto a esos recuerdos familiares, Cortés conserva una foto de uno de sus cursos del Instituto Nacional. Ahí llegó a hacer clases en 1997, tras 25 años de carrera en la educación pública, luego de egresar de Pedagogía en la Universidad Técnica del Estado.
Entrar al Nacional significaba trabajar en el mejor colegio público del país. “Esos alumnos eran brillantes. Y eran exigentes. Por ejemplo, se quejaban si el profesor no pasaba contenidos a la altura de lo que querían -comenta-. Los libros de Física de la biblioteca estaban todos desarmados por el uso”.
Desde su llegada, pasaron 20 años. El colegio al que entró, progresivamente, se volvió irreconocible.
Primero fue la Revolución Pingüina del 2006. Ese momento, cree Cortés, marcó un antes y un después, porque nunca antes se había visto que los mismos escolares destruyeran el mobiliario durante una toma.
El año 2011 también fue intenso. Debido a los paros, algunos tuvieron que decidir si repetían o no. En medio de todo ese ambiente de conflictos, con carabineros entrando a las aulas o evacuando una sala completa porque entraba una bomba lacrimógena, en 2016 la docente se convirtió en una de las cuatro inspectoras generales del Instituto.
Ahí tuvo que enfrentar un momento crítico. Desde otros colegios emblemáticos, como el Barros Borgoño o el Aplicación, llegaban noticias sobre la aparición de los “overoles blancos”, encapuchados con conductas mucho más violentas, y de consignas mucho más politizadas.
Curiosamente, aunque los incidentes de ese tipo iban creciendo, en la comunidad no lo veían aún como una amenaza. No concebían que en el colegio insignia del país pudiesen llegar a ese extremo.
“Fuimos muy ingenuos en ese sentido -admite-. No creíamos que iba a llegar el ‘overol blanco’ al Instituto, porque pensábamos que nuestros alumnos no estaban en esa parada. Además, si había una marcha autorizada, ellos podían ir a las marchas… no tenía sentido”.
Ese escenario, que parecía improbable, llegó el sábado 1 de septiembre de 2018. A pesar de que era fin de semana, en el Instituto estaban recuperando clases. En eso, a Cortés le avisaron que encapuchados estaban saliendo del edificio. Iban vestidos con overoles blancos. Era la primera vez que los veían dentro del Instituto.
Junto a otras educadoras y al rector de ese tiempo, empezaron a sacar a unos 10 “overoles” hacia la puerta que da a la calle Arturo Prat.
“Cuando estábamos cerrando una puerta de fierro, uno de ellos me tiró gasolina desde una botella. Me cayó en la cara y en una parka negra de pluma que llevaba. Ahí gritaron “enciéndela, enciéndela”, y vi a uno con un encendedor, pero solo lo usó para intimidarme”.
A los otros educadores también les salpicó el líquido, pero la inspectora fue la más afectada. Ella no reconoció a ninguno. Ni por la voz ni por la forma de andar.
Cuando llegó a su casa, su familia se preocupó. Uno de sus hijos le hizo ver que estaba exponiéndose demasiado. Que la pudieron haber quemado viva. Esa noche, Cortés se fue a dormir con pena, pensando en que no habían sido capaces de detener la violencia.
Lo que había pasado ese día no era menor. Nunca antes un profesor del Instituto había sido rociado con bencina.
Quemando la propia historia
El ataque a María Teresa Cortés golpeó a los otros profesores del colegio. Varios se manifestaron contra lo sucedido, sintiendo que era la gota que rebasó el vaso. Pero ella no paró. Tampoco se tomó licencia. Lo único que cambió fue un dolor en su espalda que comenzó a hacerse recurrente, y la noción de que sus alumnos ya no eran los mismos.
“Fue en esos años donde me di cuenta de que en los actos ya no se paraban para cantar la canción nacional -lamenta-. Ya no llevan con orgullo la insignia como antes. Les preguntábamos ¿dónde está tu insignia del colegio? No, no la quiero llevar, respondían. ¿Para qué?”.
Su caso, en paralelo, se convirtió en un símbolo de los niveles a los que estaba llegando la violencia en el contexto escolar. Dio un par de entrevistas, e incluso llegó a relatar lo vivido en la Comisión de Educación del Senado, en medio de las discusiones por la aprobación de la Ley Aula Segura, en octubre del 2018.
En esa misma instancia también expuso la asistente de educación del Barros Borgoño, Daniela Torres: el 2 de noviembre del 2017 fue rociada con combustible por encapuchados, convirtiéndose en el primer caso denunciado por este tipo de agresiones.
Lo que sorprendió a todos fue que, a pesar de lo que había vivido, Cortés no criminalizaba a los alumnos ni estaba de acuerdo con la ley Aula Segura. Sólo pedía que quienes hiciesen estos actos tuviesen que hacerse cargo de sus acciones: “No puedes andar tirando bombas molotov y que no te pase nada”, sostiene.
- ¿Trataron de averiguar quiénes eran los “overoles blancos”?
- Cuando yo estuve en el colegio como inspectora, se trató de investigar. Y que yo sepa, nunca, ni la PDI ni Carabineros llegaron a saber realmente quiénes estaban detrás.
Durante esa ola de violencia que sufrieron varios colegios de la comuna, sucedió: el 14 de agosto, el estandarte histórico del Instituto Nacional, objeto que encarnaba los valores del colegio, que era monumento histórico desde el año 2004, fue sacado de su vitrina por encapuchados.
Lo quemaron en medio del patio. Cortés observó la escena.
“Me asomé por un balcón y lo vi. Lo primero que pensé fue que ya habían llegado a un límite. Muchos alumnos tenían pena de ver eso. Además, no les hacía ningún daño, pero lo quemaron porque es un símbolo”.
El éxodo
María Teresa Cortés comenta que uno de los principales factores por los que el colegio ha ido perdiendo su prestigio es cómo ha mutado su alumnado durante estos años. Esto tiene causas.
Primero, la incorporación del ranking a la ponderación para entrar a la universidad hizo que muchos prefirieran terminar la media en otros colegios menos exigentes, para tener un mejor puntaje.
Lo segundo, enumera, “es que definitivamente no hay selección, lo que es primordial para lograr que entren alumnos de excelencia por su buen rendimiento en los colegios de base”.
El último punto, sostiene, es que con las repetidas tomas y protestas, y la incertidumbre constante de si habrá clases o no, hace que el liceo ya no sea atractivo para aquellos “que sí quieren estudiar”:
“El 2018 se fue una cantidad increíble de alumnos de buen rendimiento a mediados de año, porque acá prácticamente no tenían clases. Llegaban, estaban dos horas, salían los capuchas o entraban carabineros, y teníamos que mandar a todos para la casa”.
La profesora enumera algunos culpables de la debacle.
“Yo diría que la Dirección de Educación Municipal de Santiago son los responsables. Y no solo de esta alcaldía: de todas las anteriores, desde el 2006, independiente de su signo político. Ellos son los responsables, por su falta de inversión en infraestructura y en personal. Siempre nos faltaban orientadores y psicólogos”.
Pero agrega otro factor más:
“Antiguamente, el Centro de Padres ayudaba mucho, pagando preuniversitarios los días sábados, profesores de reemplazo, entre otras cosas. Pero desde que se dividió y perdió la capacidad de financiamiento, solo se ha prestado para disputas políticas”.
Eso sí, hace una autocrítica: como autoridades no pudieron prever lo que se estaba incubando en el mismo colegio.
El ejemplo claro, cree, es que después de todo un 2019 con largas tomas y conflictos con los capuchas, el escenario no daba para más. Y para octubre sus estudiantes se volcaron a la calle, siendo una punta de lanza para lo que fue el estallido social, saltando los primeros torniquetes del Metro, causando los primeros cierres de estaciones, colapsando la red del tren subterráneo.
La violencia, lamentablemente, ha hecho que muchos profesores decidan emigrar.
“Mis colegas están devastados. Gente que ha estado 30 años en el colegio quiere irse. Olvídate: te levantas temprano, llegas al colegio y tienes que irte para la casa. Eso, casi todos los días”.
Y para rematar, los docentes tienen que estar expuestos a la violencia de los “overoles”. “Imagínate: estás haciendo una clase y pasan por las salas, rompiendo los vidrios con un martillo, para que todos salgan”.
Esto genera también pugnas entre los estudiantes: los que sí quieren estudiar -la mayoría, dice Cortés- defienden a sus profesores y profesoras de las agresiones. Esto los ha hecho enfrentar posteriores amenazas y aprietes, tanto en el colegio como por internet.
La pandemia solo acrecentó los problemas. Cortés se ha dado cuenta de que los alumnos ya no piden pasar la materia con la misma intensidad de las generaciones pasadas.
“Antes teníamos que preparar tres clases en una, porque la consumían completa. Ahora, vemos las pruebas online y los cabros se copian como quieren. ¿Para qué van a estudiar?”.
También, lamenta, la pandemia dejó entrever situaciones muy delicadas a nivel familiar de los estudiantes. “Vi mucho consumo de drogas”, agrega.
El 28 de febrero de 2021, María Teresa Cortés se jubiló definitivamente. Llevaba 23 años en el Instituto Nacional. A las semanas, se dio cuenta de que su dolor de espalda desapareció. Nunca fue un problema físico mayor: era el estrés que llevaba encima.
Estos días ha estado atenta a los hechos de violencia que siguieron al 4 de septiembre, donde ha habido fuertes agresiones contra trabajadores del Instituto. También han rociado a más adultos de la comunidad educativa.
Aunque eso, dice, no es lo que más la entristece. Lo que más lamenta es que ya no sabe cómo se arregla esto.