Se inició en el periodismo deportivo, pero ahí no encontraba la manera de destacarse. En rigor, lo tenía difícil: cubría el fútbol del ascenso para radios comunitarias. Por eso califica como “el sueño del pibe” su situación actual: acaba de llegar a España convocado por Javier Gómez Santander, guionista de La casa de papel, para trabajar durante un mes en un podcast sobre ladrones sudamericanos que viajan por el mundo robando relojes de alta gama, tema que investiga hace años. “Son un montón de bandas. Hay argentinos, colombianos, venezolanos, chilenos… Bueno, Chile tuvo siempre esa característica, sus ladrones internacionales”.

En el género policial Gallotta sí encontró su sello: la relación directa con los delincuentes, que cultiva adentro y afuera de la cárcel. Trabaja hace 13 años en el diario Clarín y lo han definido varias veces como el mejor de su país en el rubro. “Es el mejor por una razón ineludible: se mete en el corazón del delito”, escribió su colega Gustavo Grabia, especialista en barras bravas. Sus crónicas se han publicado en Rolling Stone, Vice, Letras Libres y otras tantas revistas hispanoamericanas. Sus publicaciones en redes sociales son un fracaso de audiencia. “No sé comunicar por ahí. Me siento más un periodista gráfico de los de antes, que no ponían la cara”. Su primer libro, Conexión Bogotá, retrató a las bandas de colombianos que salen a robar al extranjero e inspiró la serie Los Internacionales, estrenada por Paramount el año pasado con Cecilia Roth en el rol estelar. Luego publicó Bandidas (ambos en Planeta), donde narra las vidas de 11 profesionales del delito, desde estafadoras a traficantes.

“En realidad, yo conocí ese mundo en la adolescencia”, explica. “De niño jugaba a la pelota en distintos clubes y ahí ya me relacionaba con niños de las barriadas. Pero cuando tenía 12 años, mi papá tomó la concesión de la confitería del club del que soy hincha, General Lamadrid. Y ahí paraba todo tipo de gente: estafadores, pequeños vendedores de droga, alguno que otro que intentó viajar como mula a España. Y empecé a ser testigo de todas esas movidas, a entender cómo funcionan. A los 13 o 14, ya me juntaba con un grupo de amigos en la plaza Terán, de Villa Devoto, que es mi barrio. De ese grupo, la mitad cometía sus primeros delitos –robos a supermercados chinos, quioscos, restoranes– y la otra mitad repartíamos pizzas. Y en otra parte de la plaza se juntaba gente más grande que viajaba a delinquir a España. Entonces, crecí escuchando historias delincuenciales. Y me atraían, por supuesto”.

¿Te conformabas con escucharlas?

Sí, nunca quise pertenecer, ni hice nada ilegal. De hecho, parte de lo que me atraía era entender por qué mis amigos elegían esa vida, cuando para comer teníamos, ¿no? Y bueno, cuando publiqué mis primeras notas en el diario Crítica, un chico con el que había repartido pizzas, Ardilla, me cuenta que está cobrando secuestros virtuales que se hacen desde la cárcel y me ofrece contarme todo para una nota. Hice la nota, salió muy linda, los editores me felicitaron, y Ardilla, que hoy está preso, me dice: “Nahuel, mirá que también estoy levantando autos, si querés te cuento sobre eso”. Después de esas dos notas, yo dije “pucha, con todo lo que sé, tengo que hacer la diferencia por este lado”. Y le di hasta el día de hoy.

¿Hay rubros del delito en los que no te metes?

Todo lo que sea asesinos seriales, femicidas, violadores, no me interesa en lo más mínimo. Con el narcotráfico empecé hace poco. Mi fuerte en los primeros años eran las historias de pibes chorros, adolescentes o no tanto, del conurbano bonaerense. Después, en algunas cárceles ya había presos grandes que conocían mi trabajo, también fui profe en un instituto de menores y en una cárcel, entonces el grupo de contactos fue creciendo. Y claro, las historias de pibes chorros ya te empiezan a aburrir. Quieres saber cada vez más, ir hacia donde va el delito grande. En una cárcel de Buenos Aires, por ejemplo, me presentaron un día a un colombiano, un tipo de 50 años que estaba preso por enviar cocaína desde los puertos a Europa, que es como lo máximo de la delincuencia. Y le cuentan: “Este escribió el libro Conexión Bogotá”. “¡Hermano!”, me dice, “en el pabellón nos turnamos para leer su libro, una hora por cama. ¿Usted se anima a presentarlo acá para todos los colombianos?”. Después salió y lo seguí viendo en Buenos Aires y en Bogotá. Y claro, cuando conoces fuentes con ese perfil, a ladrones que se toman un avión para ir a robar a Malasia, y que tienen otro estilo de vida, otras ideas de qué hacer con el dinero, ya te quieres enfocar en eso.

Saliste del barrio, se podría decir.

Para las investigaciones grandes, sí. Pero el trabajo en Clarín me permite seguir vinculado a lo que pasa en los barrios y es un trabajo es muy lindo. Porque es todos los días una historia distinta, donde que te la tienes que ingeniar para contactar con gente que te dé la entrada a un lugar, o pensar quién te puede contar cosas. Si le pones ganas para llegar a una historia, le llegas, porque son siempre los mismos actores y se conocen todos. Y te sacas muchas curiosidades. En su momento quise saber por qué era negocio cruzar marihuana a Chile y viajé a Chile a hacer notas. Después te metes en los préstamos gota a gota de los colombianos, después en los chorros europeos, en fin, un montón de temas.

Más allá de las nuevas modalidades del delito, ¿cuáles son los cambios culturales más importantes que has visto en ese mundo en los últimos 20 años?

El cambio más grande es que hace 20 años todo el mundo del delito –el de los profesionales, digamos– estaba en contra del narcotráfico. En Chile y en Argentina siempre fue “acá mandamos nosotros, los ladrones”, a diferencia de Brasil, Colombia o Perú que eran países del narcotráfico. Y te decían que ellos consumían droga pero nunca la iban a vender, porque eso era arruinar a los adolescentes y demás. Bueno, todo eso se acabó. Ya en todas partes mandan los narcotraficantes y los ladrones también se meten en el negocio. Por un lado, la tecnología está matando al ladrón, con la falta de efectivo y las cámaras. Y por el otro, el tráfico genera cada vez más plata y las organizaciones son cada vez más fuertes. Y los ladrones de códigos ya están grandes, no están dispuestos a hacer locuras. Otro cambio importante es que el delincuente de antes “sabía perder”, digamos.

¿En qué sentido?

Si caía preso, decía “bueno, me toca perder y pago mi condena”. Como que resignaba el barrio y los clientes, ¿no? Hoy siguen manejando todo desde la cárcel y algunos incluso hacen más plata adentro. Hay gente que vive en la cárcel y hace mucha plata con los famosos 100 dólares del pasamanos, eso está muy fuerte.

¿Cómo hacen el negocio?

Por ejemplo, pongamos que yo manejo mi barrio y tengo una línea directa con una organización salteña, que son los que traen la cocaína boliviana desde Salta a Buenos Aires. Entonces en la cárcel conozco gente de otros barrios y les pregunto “che, ¿a cuánto conseguís el kilo?”. “Lo estoy consiguiendo a 4.500″. Y yo con mi línea directa lo consigo a 4.000, entonces le digo “te lo coloco a 4.300″ y gano 300 por kilo en la pasada. El cambio es que antes la cárcel sólo te servía para hacer contactos, pero hoy te sirve para hacer contactos y negocios. Y te diría que un tercer cambio importante es que las organizaciones, o los líderes, son cada vez más ambiciosos. El tipo que antes te decía “yo vendo en este barrio y nada más, esto es lo mío”, hoy te dice “no, yo además voy a copar el barrio de al lado, y después voy a copar el otro”.

En ámbitos muy diversos, desde literarios a policiales, se practica la nostalgia por la ética del delincuente antiguo con la que el narco habría arrasado. ¿Estás en esa línea?

Es algo que siempre intento reflejar cuando voy a un barrio: contar cómo era el antes y cómo es el hoy. Porque en todos los barrios te dicen eso. Y a mí me gusta jugar en las crónicas con esa melancolía del vecino que te dice: “No, antes los ladrones te cuidaban, estaba prohibido robar acá adentro, pero las nuevas camadas le roban a la señora que está en el paradero a las seis de la mañana”. Lo que pasa es que al narcotráfico también hay que dividirlo en dos. Porque el microtráfico, el de los barrios, es el que está descontrolado. El macro, que es el empresarial, está en otras ligas. Y en los términos culturales que decís vos, la brecha entre esos dos tipos de delincuente es cada vez más amplia.

¿No son lo mismo en distintas jerarquías?

¡Son completamente distintos! Uno es un marginal que vive mal, que trabaja sin precauciones, que alardea de lo que hace y cuya meta es ir a la discoteca a gastar en champagne y que todos los vean. Y el otro es como un señor, ¿no? Se cuida mucho más. Es muy ambicioso, es adicto a la adrenalina y al dinero, pero lleva una vida más tranquila, por lo general no consume drogas y siempre va a invertir una parte de sus botines. Y cuando va a la cárcel lo que busca es hacer buena conducta para irse rápido, porque dice “yo acá estoy perdiendo plata”. Pero lo que más lo diferencia, tal vez, es que busca que sus hijos tengan otro futuro, no quiere que pasen por lo que él vivió. Entonces, se va del barrio apenas puede. Y lo que está pasando es que los barrios quedaron a la deriva porque quedaron bajo el control de los delincuentes marginales. La alta delincuencia se dejó de comprometer con su población de esencia, digamos.

¿Por qué pasó eso?

Porque el ladrón que progresa, el delincuente de alta gama, tal vez está en contra de los robos en su barrio, pero sabe que si “se la va a pudrir” al delincuente menor, ahora él es capaz de sacarle una pistola y tirarle. Un pibe de 15 o 16 años te agarra dos pistolas y no le importa que tú seas un narcotraficante internacional, o que fuiste a Europa y les robaste a los franceses un montón de plata. Te matan, no joden. ¿Entonces para qué vas a arriesgar tu honor, incluso tu vida, si tú no ganas nada peleando con ese? Ya puedes vivir tranquilo en Las Condes, estás en otra categoría. Rosario, por ejemplo, es hoy la ciudad más peligrosa de Argentina, con una tasa de homicidios cuatro veces la media del país. Y se dice que un líder al que mataron en 2012 era el que llevaba la ciudad, el que tenía el control. Pero después que lo mataron, no hubo otro líder que tomara ese riesgo, porque “los pibes hoy te tiran”, como dicen ellos. Y así, desgraciadamente, estas personas más descontroladas quedan como líderes de los barrios. Lo que veo hoy día es eso: una delincuencia cada vez más marginal, más adicta a las drogas y con menos educación, que también influye. Porque es la educación lo que te hace capaz de decir: “No, por acá no vale la pena seguir, me voy a cometer tal delito donde tengo menos riesgo de ser detenido y puedo generar más ingresos”. Hoy los delincuentes de gama baja están muy, pero muy perdidos. Y están “jugados”, como te dicen.

Ya no importan los riesgos.

Es que ya no importa nada, porque lo que ellos no tienen es miedo a morir. Y te lo dicen: si tienen que morir está todo bien, no les importa. Además, salvo por los que están al mando de los barrios, el resto nunca va a pasar de ese nivel, porque su meta es lo que ya son. Lo hacen más por “el cartel”, como dicen ellos, que es lo que hace que la chica linda del barrio quiera estar con ellos, que los vecinos les teman, pero no hay mucho más. Después caen presos y los mantienen las madres que limpian casas y que son las únicas que los visitan. Entonces, es como que está todo perdido.

¿Cómo entran en este cuadro las bandas más grandes que están llegando del norte, ya sea de Venezuela, México u otros países?

Hay que diferenciar. Se habla mucho de estas bandas como grandes organizaciones que vendrían a coparlo todo, ¿no? Pero la gran mayoría son bandas individuales, que llegan sueltas. A mí me consta, por ejemplo, que hoy existen bandas de argentinos que vienen a España a robar relojes o joyerías, pero tal vez son 50 delincuentes, no es más que eso. Las bandas de venezolanos que viajan a Chile, y que están mucho en Perú y en Colombia, por lo general son de ese tipo. Lo que tal vez sea para preocuparse es que ya hay organizaciones venezolanas de microtráfico copando barrios de Bogotá –echan a los bogotanos de sus barrios–, de Lima y de Santiago de Chile. Eso sí es nuevo. Y por lo que tengo entendido, sus líderes están en prisiones venezolanas. Ahora, una cosa son los barrios y otra cosa son los puertos. Y por razones obvias, los buques que salen de Perú o Colombia son revisados con más detalle en Europa que si llegan de Chile. Eso también está moviendo a los más pensantes, que dicen “uy, mejor me voy a Chile, aunque gaste más en logística”. Y ahí sí te entran los grandes. El PCC, que nació en San Pablo y es la organización más grande de Sudamérica, ya copó casi todo Paraguay y Bolivia y está confirmado que se está asociando con organizaciones uruguayas para salir desde el puerto hacia Europa. También en Buenos Aires tuvimos una organización colombiana peleando por el puerto, que en realidad no es que se lo peleen, es quién tiene el contacto. No cualquiera llega al puerto, ¿entendés?

No es pura fuerza.

Claro, a ese nivel ya es una cuestión de inteligencia, de contar con mucho dinero para invertir y de tener modales. Más allá de la logística de estas operaciones, que es muy impresionante, lo que siempre está claro es que para hacer todo eso hay que tener un arreglo en el puerto.

Bandidos y bandidas

Cuando hablamos de los narcos de hoy, pensamos en carteles que matan sin escrúpulos y de maneras horrorosas. ¿Hasta dónde tienes contacto con esa gente?

Lo que pasa es que tal vez los cabezas de esos carteles no están dispuestos a matar y hacer esas locuras, pero sí a contratar gente que se encarga de eso, y que vienen a ser las terceras o cuartas líneas de la organización. Y qué sé yo, sí, tengo uno que otro contacto en Rosario con organizaciones que envían a Europa, pero tampoco con la gente que manda a matar. O si mandan a matar, no me lo dicen ni quiero saberlo. Porque uno tampoco está con ellos tomando café todos los días, escuchando todo lo que hacen. Cada tanto le decís “che, necesito saber de tal tema”, “dale, venite, te cuento”. Pero no es que sepas todo, porque quedarías horrorizado, digamos.

¿Cultivar esos contactos no implica el riesgo de que te empiecen a pedir favores fuera de lugar?

Sí, pero se lo marcás. Por ejemplo, el otro día supe que un colombiano al que conozco hace algunos años estaba en Buenos Aires. Y cuando me junté con él, me dice: “Tengo que ir a una cerrajería a pedir que me vendan algo. ¿No me lo comprarías vos, que sos argentino?”. Y ahí le digo “mirá, no lo tomes a mal, pero yo soy periodista y no puedo hacer eso”. Pero te piden eso, pequeñas cosas. Y es la gente de gama media, la gama alta no te pide nada. Lo que no te van a pedir, pero lo tienes que hacer, es ir cada tanto a verlos a la cárcel. Lo necesitan, disfrutan tener una visita que sea de gente de afuera. Y claro, se termina formando una relación. ¿Viste que los maestros del periodismo dicen que no hay que ser amigo de tus fuentes? Con este tipo de fuentes es imposible que no se cree una cercanía, que no sepan de tu familia, que no te pregunten cosas. Y si ellos me ayudan, muchas veces es porque conocen parte de mi historia, saben que vengo de abajo y que esto me apasiona. Y que no les voy a fallar: si me dicen “esto no”, es no. En ese sentido los cuido lo más que puedo.

¿Y los medios para los cuales trabajas no desconfían de esa cercanía? ¿De que puedas confundirla con complicidad, digamos?

Por suerte, tuve buenos editores que siempre me marcaron eso: “Nahuel, ten cuidado. Si vas a contar esos datos color que a ti te interesan, no dejes de contar lo otro. Y pon siempre sus antecedentes”. Entonces, yo cuento cómo son como maridos o como padres, pero también cómo delinquen, que ya no lo hacen por necesidad sino por ambición, y que a veces, por más que digan que no, le roban a su gente… A ver, también hay que cuestionar eso: “Ah, bueno, pero le roba al rico”. ¿Y entonces está bien? El rico también trabajó para tener lo que tiene, y quizás se esforzó muchísimo más que alguien que vive al día. Hay que tener cuidado con esas cosas.

Decías hace algunos años: “Hago notas policiales sin hablar con la policía. No me interesa hablar con ellos”. ¿Eso sigue vigente?

No. Esa era una postura muy fuerte que yo tenía, en gran medida por lo que uno vio en el barrio, ¿no? Porque yo vi cómo la policía les armaba causas a mis amigos, sé cómo actúan. A mí también me han parado, me han pegado porque sí, me han llevado a la comisaría saliendo de la cancha. Pero después, cuando empecé a trabajar en Clarín todos los días ya en la redacción, entendí que no me quedaba otra que hablar con ellos. Y me saqué esos berretines del barrio, esa mirada básica, digamos. Pero hablo más bien con los investigadores, con los detectives, que es la gente que respeto. Con el que está en la esquina haciendo prevención, con ese no. Mucho menos cuando reporteo casos de gatillo fácil. Pero con un investigador, que son tipos apasionados, que hacen cualquier cosa para combatir el delito, con ellos sí. Además, yo creía que esa gente te pedía información de vuelta, tenía ese prejuicio. Y nunca me preguntaron nada.

Y por el lado del delincuente, ¿te cuidas de no convertirlos en personajes fascinantes? ¿O ese ya no es tu problema?

No, las conclusiones las tiene que sacar el lector. Yo te cuento lo que hacen, no te digo que son genios. Tal vez la diferencia es que también te cuento su historia de vida, para que tú concluyas qué son para ti. Pero yo, por ejemplo, no tengo esa mirada romántica de que ellos caen en el delito porque el papito les pegó o porque la mamá era borracha, no. Para mí, hay gente que está dispuesta a hacer ciertas cosas y gente que no lo está. Y en mis libros hago mucho hincapié en sus hijos. Porque el delincuente te dice “no, yo hago todo esto por mis hijos, para comprarles de todo”. Y cree que ellos son felices porque él les manda desde Europa la camiseta del Barcelona y los botines de Cristiano Ronaldo. Pero los nenes darían su vida por estar con su papá el domingo en la plaza, jugando con una pelota de trapo, antes que estar solos con la pelota oficial del Mundial. En Conexión Bogotá entrevisté a la directora del colegio al que Los Internacionales mandaban a sus hijos, y ella cuenta que en la mañana sonaban los teléfonos de los niños, que sí, eran iPhones, pero el nene lo primero que preguntaba era: “Papá, ¿cuándo volvés?”. Y después los tienen que ir a ver a la cárcel. Además, los cargan en el colegio porque sus papás roban. No, para los nenes es un sufrimiento.

Y cuando hiciste Bandidas, ¿cuál fue la diferencia que más te sorprendió respecto de los bandidos?

Precisamente el vínculo con los hijos, que es mucho más fuerte. Porque el delincuente dice “bueno, de última si me pasa algo está la mamá de los chicos”. Pero la mujer se cuida mucho más, porque dice “bueno, ¿y si yo no estoy?”. Por lo general ellas son madres solteras, o están separadas y los maridos están en otra, entonces son más compañeras de sus hijos. Me acuerdo de llamar a una ladrona y que me dijera: “Esta semana estoy a full con el cumpleaños de mi nietita, hablemos la semana que viene”. Es imposible que un bandido te hable así. Y también las vi más responsables en la manera de gastarse la plata. Ahora, las mujeres de ese libro son delincuentes de gama media tirando a alta. Si vas a los barrios bajos también vas a encontrar mujeres que no cuidan a los hijos, que venden droga delante de ellos y todo eso. Además, las del libro pasan muy poco en la cárcel, porque eligen delitos menos encarcelables o de condenas cortas. Hay una mujer que lleva 40 años en el delito y en total estuvo presa dos años, entre tres condenas de algunos meses.

Cuando el mundo institucional discute sobre prevención del delito, ¿te parece una causa perdida o abordable?

Lo que creo es que el Estado puede prevenir un delito puntual, o hacer prevención en una zona, pero no puede prevenir la delincuencia. No es que ese ladrón se va a convertir en chofer de Uber porque vos hiciste prevención, digamos. Le va a buscar la vuelta para hacer otra cosa. Si dejó de ser negocio robar autos porque ya no los pueden arrancar, bueno, se meten a robar camiones. No hay efectivo en la calle, bueno, muchos de estos pistoleros se están pasando al delito virtual. A mí cada tres semanas me llega un mensaje para estafarme. La otra vez le dije “dale, amigo, ¿no querés que te pase la clave del banco también?”. Y me dijo “no, yo te quería hacer un chamullo para sacarte la cuenta de Instagram, porque la tenés verificada y la tenía vendida en dos mil dólares”. Están todo el día con el teléfono, dale que va, mandando a ver qué pescan. Entonces, por más prevención que se haga, se las van a ingeniar y van a persistir, porque son eso, delincuentes. La gente todavía se sorprende: “Che, salió de la cárcel y a la semana ya estaba robando”. Y sí, boludo, si es ladrón. A los tipos les apasiona lo que hacen, se quieren perfeccionar, hacer cosas cada vez más difíciles, ponerse a prueba. Y es lo mismo que me pasa a mí con mi trabajo y a tantas personas más con su oficio. Ya se probó con todo: elevar las penas, meter distintas fuerzas nuevas en las calles, no sé cuántos patrulleros… Y por más que les pidas visa, te entran por la frontera. Sigue, sigue y va a seguir.

También podríamos decir que a la sociedad le está costando ofrecer, al adolescente de un barrio segregado, proyectos de vida tentadores en el marco de la ley. ¿Cómo ves ese problema?

Sin ser un experto y demás, lo que veo muchas veces es que el mensaje que se baja a los barrios, desde la mirada romántica de los militantes de partidos, de la gente que va a dictar talleres, es el de la victimización. Y no hay quien motive a los pibes. Yo me la paso yendo a los barrios y te puedo asegurar que hay muchas historias de vecinos que salieron adelante y progresaron. De hecho, las personas más adineradas que conozco provienen de esos sectores y empezaron en el comercio ambulante. Pero me parece que esas historias no te las cuentan, ¿no? Siempre les están diciendo “no, vos la tenés re difícil, porque mirá donde vivís, la sociedad te margina”. Entonces, su único sueño es acceder a un plan de trabajo del gobierno o a una beca. A mí me gusta mucho hablar con ellos y alentarlos a que tienen que seguir en el colegio, a que aprendan oficios, que se anoten en todos los cursos que puedan. Y que no se queden con esa idea de que, para que te vaya bien, tienes que ir a la facultad.

¿Por qué no?

Porque es muy difícil que un pibe de estos pueda cursar una carrera de cinco años y estudiar hasta los 24. Necesita trabajar. Entonces, para mí, hay que hablarles de proyectos concretos y cercanos para ellos. Contarles que puedes empezar vendiendo en la plaza, en un puestito, y después te puedes ir haciendo mayorista de los vendedores del barrio. Porque el otro ejemplo que les marcan es: “No, si la gente de los barrios es re trabajadora, mirá este cristiano, trabaja todo el día en la fábrica y se banca cuatro horas en ir y volver en tren y colectivo”. Eso ya no es un ejemplo para los pibes, porque vas a seguir siempre en el mismo lugar. Entonces hay que buscar una idea, un emprendimiento propio, ya sea con una máquina cortando pasto, o cortando el pelo, pero que te haga crecer y ganar más en menos horas.

Abrirse paso cada uno por la suya, digamos.

Lo que ellos quieren es progresar y hacer algo que los apasione, igual que nosotros. Puedes incentivarlos con ejemplos que les sirvan, para que se metan en la era de las ideas y los servicios, o les puedes decir “no, anotate en una beca, anotate en la cooperativa del barrio”. Pero después van a estar llenos de resignación. Como en las redacciones de los diarios, donde estás rodeado de gente que dice “no, que gano poco, que ahora con el periodismo te cagas de hambre”. Si a ti te apasiona lo que haces, no te vas a cagar de hambre, le vas a buscar la vuelta para hacer algo distinto. Cuando empecé a escribir mi primer libro, yo volví a repartir pizzas para hacer esos viajes a Colombia, mientras colaboraba en Clarín. Y al tiempo después, un día entré a un set de filmación y había 100 personas trabajando en la serie inspirada en ese libro. Fue una satisfacción grandísima. Y me gusta decirles eso a los pibes, que laburen, que si les gusta y le meten, las cosas buenas llegan.

Para los militantes y talleristas a los que criticas, tu discurso debe ser un descalabro. ¿No te tratan de facho?

No, pero no me ven como un compa, digamos. De partida, porque trabajo en Clarín. Eso ya hace que me vean del lado contrario, a pesar de que soy hijo de un mozo, mi mamá limpiaba casas y repartí pizzas hasta los 30 años. O sea, yo sí sé de esfuerzo. No te digo que me siento a la par de un nene de una población, porque nunca viví en una población. Pero estoy seguro de que lo puedo entender mucho más, y me va a ser más fácil llegarle a él, que a estas personas que viven de esos talleres y de la militancia. En todo caso discuto poco con ellos, porque nunca me sumo a sus movidas. No tengo ningún interés en vivir del gobierno, ni en ir a decirle al preso “vos estás acá porque sos consecuencia de la sociedad, porque sufriste un montón de cosas”. ¡No! Si vos delinquiste, hermano, tenés que cumplir, ¿qué le vas a hacer? Si no hubiese consecuencias, seríamos todos ladrones.

Pero entre cargar una historia de abandono y terminar en la cárcel hay por lo menos alguna correlación.

Yo creo que, en principio, toda persona debe hacerse responsable de sus actos. “No, a Juancito la mamá lo abandonó, entonces es entendible que salga ladrón”. Está bien, Juancito tuvo una vida fea, y eso yo lo cuento. Pero también cuento que Juancito tiene hermanos que trabajan y que padecieron lo mismo. Entonces no es que “por vivir en este barrio nadie me contrata”. Eso se lo inculcan los militantes, pero es mentira, porque los barrios están llenos de trabajadores. Y cuando nadie los contrata, trabajan igual. Para mí, ellos eligen delinquir, les apasiona lo que hacen y no lo pueden dejar.

¿Y tus fuentes comparten ese juicio?

Eso está muy marcado según el tipo de delincuente. El de gama baja te dice que es víctima de la sociedad, sobre todo si está preso. Los de gama alta, todo lo contrario: sienten que fue su elección. Y cuando van a la cárcel no se quejan, dicen “yo sabía en lo que andaba, ahora pago y me callo, esto es parte de mi oficio, yo soy delincuente y lo voy a seguir siendo”.