Andrés Barrios, asesor del Ministerio de Educación en 2012, recuerda bien ese año, cuando las reformas al sistema de admisión universitario se tomaron la agenda.
“Los movimientos estudiantiles de 2011 fueron un antecedente muy fuerte para toda la discusión política que siguió a partir de ahí -cuenta en su oficina en la Universidad de los Andes-. Había una presión política por generar cambios. Por intentar hacer frente al sistema de admisión de selección universitaria”.
Efectivamente, tras las movilizaciones de 2011, en las que cerca de un millón de estudiantes universitarios y de enseñanza media salieron a la calle a protestar bajo la consigna “educación gratuita y de calidad”, el sistema educacional sufrió un fuerte remezón. Ese mismo año, el economista Harald Beyer asumió como ministro de Educación de Sebastián Piñera. Una de las primeras decisiones que tomó fue solicitar un informe sobre el proceso de selección universitaria. Los resultados fueron decidores:
El 31 de enero de 2013, el Informe Pearson reveló las falencias que tenía la Prueba de Selección Universitaria (PSU) y dio una serie de recomendaciones para mejorarla. Una de las principales conclusiones fue que la PSU reflejaba la gran inequidad del sistema educativo. Esto se debía, en parte, a que la construcción de algunas preguntas evidenciaron algún tipo de sesgo, por ejemplo, de género. A esto se le sumaba una brecha entre grupos socioeconómicos más alta que lo observado internacionalmente.
Con todos estos antecedentes en mano, el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (Cruch), que tomaba las decisiones en relación a los procesos de admisión en ese momento, decidió hacer cambios. Su vicepresidente en 2013, Juan Manuel Zolezzi (Usach), presentó la opción de implementar el ranking. Este pretendía ser una herramienta que considerara el rendimiento académico de un estudiante en relación con su contexto educativo. Según señaló el Cruch en ese entonces, “su objetivo final apunta a dar un paso en equidad en cuanto al acceso a la educación superior, disminuyendo el peso gravitante de las Pruebas de Selección Universitarias (PSU)”.
Ignacio Sánchez, rector de la Universidad Católica, y parte de los rectores que votaron a favor de implementar el ranking en 2013, agrega otra cosa:
“Siempre se buscó beneficiar a los estudiantes de la educación pública que tenían contextos educacionales complejos, porque la calidad de la educación de estos establecimientos es menor”.
Ese 2013, Karla Zamora (18) entraba a primero básico en la Escuela Municipal Gabriela Mistral de La Ligua: un recinto que recibe a cerca de 700 alumnos con altos índices de vulnerabilidad. Zamora vive junto a su madre, quien no terminó la enseñanza media, y su hermano, que trabaja como maquinista en una empresa de transporte ferroviario. Desde cuarto básico la estudiante comenzó a tener promedio siete y a ser reconocida dentro del establecimiento por sus buenas notas. Le decían que era una alumna de excelencia. Eso la motivó a llegar más lejos que su familia: quería ser la primera en entrar a la universidad.
La aprobación en el Cruch por unanimidad del ranking solo parecía ayudarla en ese propósito, porque estaba pensado para beneficiar a alumnos exactamente como ella. Por lo mismo que su generación, la que egresaría en 2023, completara su educación tras 14 años de aplicación de este instrumento solo podía verse como una buena noticia.
O eso, al menos, pensaban todos en ese momento.
Incentivo perverso
Nadie anticipó esta consecuencia, pero desde que se implementó el ranking los promedios de enseñanza media comenzaron a subir. Según un estudio realizado por el Centro de Estudios Públicos (CEP), “en el año 2012 la media del promedio de notas fue 5,3 en los establecimientos municipales, 5,6 en los particulares subvencionados y 5,9 en los particulares pagados, mientras que este promedio en el año 2019 fue 5,6, 5,8 y 6,1, respectivamente”.
De forma gradual, pero sin descanso, las notas subieron. Pero eso no fue algo que Karla Zamora, siendo una estudiante de básica o media, tuviese que cuestionarse. Aunque aun así lo hacía.
“El colegio evalúa las calificaciones con un porcentaje menor de dificultad. Siempre supe que el colegio evaluaba de esa forma, entonces sentía que mis conocimientos eran menores a alguien de un colegio particular o subvencionado. Siempre tratan de ir a un ritmo más lento, se quedan como ensacados. Sabía que en otros colegios quizás no me iba a ir tan bien. Uno se siente bien al momento de sacar buenas notas”.
Sylvia Eyzaguirre, investigadora del CEP, asegura que “muchas veces las notas no reflejan los conocimientos efectivos que tienen los estudiantes, y eso tiene diversas consecuencias”.
El rector Ignacio Sánchez admite que no habían previsto esta consecuencia:
“No consideramos que iban a existir incentivos maliciosos. No se analizó como un gran riesgo, y si se hubiera puesto como un gran riesgo, probablemente hubiéramos analizado ese riesgo en su mérito”.
Juan Manuel Zolezzi, vicepresidente del Cruch en 2013 y exrector de la Universidad de Santiago, tiene una explicación diferente. Asegura que esto sí lo tenían considerado, pero que los colegios particulares privados no actuaron de forma honesta:
“Era un elemento que estaba a disposición, pero uno entendía que los establecimientos iban a comportarse académicamente como corresponde. No iban a inflar notas, pero no necesariamente eso se ha cumplido a la perfección. No es que no nos hayamos imaginado, eso estuvo dentro de la perspectiva. Lo que pensamos es que se iba a actuar más adecuadamente. Se necesita que los colegios particulares subvencionados sean más honestos”.
Pedro Díaz, presidente de la Federación de Instituciones de Educación Particular (Fide), no comparte esta opinión. Según él, la principal razón es la inclusión del decreto 67 publicado en 2018 relacionado a la educación, donde se cambia la forma de evaluar a los alumnos, incorporando, por ejemplo, muchos trabajos grupales, rúbricas y pautas . Para Díaz esto trajo consigo “una evidente mejora de las notas, pero no de los aprendizajes”.
Harald Beyer señala que en ese momento sí encendieron las alarmas respecto a este tema y que la inflación podía esperarse:
“Lo que se diseñó era una bonificación de las notas que estaban por sobre el promedio. Esto, por su diseño, iba a conducir necesariamente a una inflación de notas y eso iba a distorsionar la experiencia escolar e iba a generar incentivos perversos en los colegios”.
Andrés Barrios, asesor del entonces ministro Beyer, agrega que en cualquier ámbito las personas responden a incentivos:
“Al diseñar políticas públicas no podemos ser tan ingenuos. Tenemos que tomarnos en serio los incentivos que estamos introduciendo. Con un sistema de selección competitivo no debería sorprendernos que la gente haga todo lo que esté a su alcance, dentro de lo que te permiten las reglas, para lograr mejorar tus chances en el acceso a la educación superior”.
El problema se hizo evidente cuando, a pesar de subir las notas, los resultados de las pruebas estandarizadas no mostraban ningún avance. Según los resultados de la última prueba PISA (2022), existe un importante estancamiento en ciencias naturales desde 2006, y en matemáticas y lenguaje desde 2009. A esto se le suman los resultados del Simce realizado en noviembre de 2022, que arrojó los peores resultados en una década en matemáticas y en lectura de segundos medios. Ahí se observó que más de la mitad de los estudiantes de segundo medio tiene un nivel insuficiente de aprendizaje en estas materias. Conocida esta información, el entonces ministro de Educación, Marco Antonio Ávila (RD), señaló en junio de 2023 que “estos resultados reafirman que tenemos un importante desafío en materia de aprendizajes”.
Contra todo pronóstico, los egresados de enseñanza media con promedio 7 aumentaron significativamente. Si en 2012 había 769 estudiantes que consiguieron un rendimiento perfecto, en 2022 esa cifra subió a 3.547: era un aumento de 460%.
Karla Zamora fue uno de ellos.
Engañados a la PAES
El ranking no fue lo único. El Covid-19, el encierro y las clases telemáticas también les bajaron el precio a las notas, cree Harald Beyer:
“Las notas hoy día están completamente distorsionadas”, dice.
Karla Zamora también lo vio en su clase en La Ligua.
“Muchos compañeros tienen buen promedio, siendo que no entraban mucho a clases”. La estudiante lo respalda con un dato. El promedio de su curso en 2023 fue de 6,0. Esto, muestran los datos, no se trata de un caso aislado.
Si los egresados de colegios municipales en 2019 tenían un promedio a nivel nacional de 5,6, en 2023 esa cifra creció a 5,9: es decir, un alza de más de tres décimas. Esto se repite en los particulares subvencionados, donde la cifra subió desde 5,8 a 6,0. También en los particulares. Ahí el alza fue de 6,1 a 6,4.
Por su parte, el actual subsecretario de Educación Superior, el sociólogo Víctor Orellana (Comunes), desdramatiza la situación. Asegura que “las notas no necesariamente reportan una información que sea exactamente comparable entre establecimientos, y todavía queda mucho espacio de mejora”.
En cambio Rosa Devés, rectora de la Universidad de Chile, acepta que “se hace necesario mejorar el cálculo del indicador para evitar efectos no deseados, y contrarios al propósito original. Los cambios ascendentes que se han observado en las notas se producen principalmente en los colegios privados y subvencionados, y su mayor valoración afecta negativamente precisamente a los jóvenes que se buscaba incluir”.
Karla Zamora quería a toda costa estudiar medicina. Fue becada en el Preuniversitario Pedro de Valdivia de La Ligua por sus notas. Asistió durante tercero y cuarto medio. Sus ensayos eran buenos. De hecho, según sus cálculos, entraba a la Universidad de Valparaíso, su primera opción. Cuando dio la PAES a fines de noviembre, sintió que obtendría lo que necesitaba. Sin embargo, el 2 de enero aprendió que eso no sería así.
A las 8:15 vio sus resultados. “La verdad me dan vergüenza”, dice hoy. Zamora obtuvo 597 en competencia lectora, 731 en competencia matemática 1, 437 en competencia matemática 2 y 512 en ciencias. El puntaje de corte del año pasado en la Universidad de Valparaíso había sido 906, ella solo ponderó 768.
Su decepción fue aún mayor cuando vio que la universidad que cerraba más bajo en esta carrera era la Universidad de Atacama, con 861. Ni viajando ocho horas desde su casa podría ser aceptada ahí.
Esa vergüenza solo aumentó cuando comenzaron los llamados. Familiares, amigos y compañeros de su escuela querían saber cómo le había ido a la promesa de su comuna. “Me daba pena decirles”, confiesa.
Lo que le pasó a Zamora, cree Silvia Eyzaguirre, es el triste legado del ranking.
“Los alumnos que tienen promedio 7, luego de rendir las pruebas de admisión, se dan cuenta de que los conocimientos que tienen no se corresponden con la señal que les está entregando el establecimiento, y son víctimas de una tremenda frustración de sus oportunidades futuras. Estamos mintiéndoles muchas veces a los estudiantes respecto de sus verdaderas condiciones y capacidades. No hay una relación entre lo que saben los niños y cómo estamos calificando esos conocimientos”.
Karla Zamora sintió esa frustración. La única alternativa que le queda es intentar entrar a la Universidad de Valparaíso por admisión especial. Si no le resulta, piensa acomodar sus sueños: postular a enfermería. Encontrarse en este punto, luego de haber sido la mejor de su colegio, la ha llevado a cuestionarse cosas que nunca pensó que se cuestionaría a los 18 años.
Porque eso es lo que le pasa ahora.
Karla Zamora ya no se siente como una alumna de excelencia.