Hay un octubre, harto antes del 18-O, que poco y nada se ha recordado en Chile, ni siquiera para su primer aniversario, semanas después del golpe encabezado por Augusto Pinochet. Ello, a pesar de -o gracias a- cuán extenso, polarizante e inédito fue eso que, entre varios otros nombres, se ha conocido como el “paro de octubre”.
“En octubre de 1972, los gremios, las organizaciones patronales y los colegios profesionales, con el apoyo de los partidos de la CODE [Confederación Democrática], lograron movilizar a los sectores medios y a todo el espectro opositor en un paro nacional que se extendió durante cuatro semanas y agudizó la polarización social y política”, escribe Mario Amorós en Entre la araña y la flecha.
A lo largo de esas semanas, prosigue el historiador y periodista español, “la lucha de clases alcanzó un grado absoluto de desnudez”, quedando “desprovista de matices o disfraces”. Y, una vez terminado, el largo episodio “selló el divorcio entre la Unidad Popular y la mayor parte de las clases medias y atornilló la unidad de la oposición, desde entonces reforzada por la potencia disruptiva del gremialismo”.
¿De qué se trató esta movilización gremial, política y social? Pese al tiempo transcurrido y a la magnitud del fenómeno, como apunta hoy el historiador Marcelo Casals, no ha habido una investigación que ahonde en la diversidad de factores en juego. Tampoco algún material que tome distancia de las pasiones partidarias visibles en publicaciones como El paro nacional. Vía chilena contra el totalitarismo, publicado en noviembre del 72 por el militante DC Claudio Orrego Vicuña, y Los gremios patronales, que el sello estatal Quimantú lanzó al año siguiente.
Más se conoce hoy al respecto por una película como Metamorfosis del jefe de la policía política (1973), donde Helvio Soto usa el paro como mar de fondo de la disputa entre las izquierdas, y entre estas y la oposición ultra. Y, ciertamente, por la tercera parte de La batalla de Chile (El poder popular, 1979) en que Patricio Guzmán, en su minuto vinculado al “frente de masas” de los cineastas del MIR -el FTR-, dibuja el paro como lucha denodada entre la sedición burguesa y el coraje obrero.
La hora del combate
Asumido el 3 de noviembre de 1970, el primer año de Salvador Allende en La Moneda fue de pleno empleo y de sustantivas mejoras económicas de los estratos populares, para no hablar de la resonante nombradía internacional de la “experiencia chilena” y de la posición electoral expectante de los partidos de la UP, necesitados de una mayoría parlamentaria para empujar la transición al socialismo.
Pero el 72 pintó más borrascoso. A la inflación (24,8% entre enero del 71 y enero del 72; 114,3% entre ambos septiembres), la caída del precio del cobre y las restricciones financieras, se sumaban a una oposición que veía en el gobierno y sus acciones, como la creación del área social de la economía, una amenaza y un peligro: ya el 6 de julio, ocho meses antes de las siguientes parlamentarias, la Democracia Cristiana y el Partido Nacional formaron la CODE.
El día 3 del mes siguiente, todos los partidos de la oposición se unieron para denunciar, por primera vez de manera conjunta, que el propósito de coalición gobernante era “establecer una dictadura totalitaria, mediante el ataque permanente a los Poderes del Estado, tanto Judicial como Legislativo (…), desconociendo las prerrogativas y deberes que les competen y las consecuencias que de su ejercicio se derivan”. La declaración implicaba, observa Joaquín Fermandois en La revolución inconclusa, “que ya no había legalidad derivada de la Constitución en la acción del gobierno. De ahí que efectuar una suerte de resistencia civil contra el gobierno fuera apareciendo para sus opositores como cada vez más legítimo”.
Adicionalmente, escribe el historiador, desde ambas veredas se halagaría a las FFAA: “La oposición pasaría a afirmar que eran garantes de la Constitución, insinuando que no debían permitir salidas de madre de parte del Ejecutivo”, mientras desde la UP “se repetía que eran leales a la Constitución, deduciendo de ello que debían seguir la interpretación que a la misma le daba el gobierno”. Un paro nacional del comercio el 21 de agosto, a raíz de la muerte de un comerciante durante una fiscalización en Punta Arenas, marcaría el tono. Hasta que llegó octubre.
Todo partió el día primero con la Federación del Transporte Terrestre de Aysén, que denunció el propósito gubernamental de crear en la provincia una empresa estatal de camiones. Que en días posteriores el propio Ejecutivo haya negado en el diario La Nación tal interés, no alteraría las cosas: los camioneros ayseninos llamaron a un paro en la provincia y se dirigieron a Santiago para pedir el apoyo de la Confederación Nacional de Transportes.
“¡Basta ya de artimañas! ¡Basta ya de zigzagueos!”, proclamaría en la capital uno de los dirigentes movilizados. “Por tarifas, por repuestos, por renovaciones adecuadas, por justicia y por menos tramitaciones […] ¡levantemos los crespones del paro indefinido!”. Y así fue cómo se sumó la confederación, dirigida por el exmilitante socialista León Vilarín, llamando a una huelga a partir del 9 de octubre. Para esa fecha, el presidente de la CPC, Jorge Fontaine, había convocado a “los hombres libres” a unirse en un gran movimiento contra la UP.
Parados en primera instancia desde Malleco hasta Aysén, para luego ampliar el campo de batalla, los camioneros les propinaron un golpe a las actividades económicas y a la circulación (fue este, de hecho, un minuto de gloria de los “miguelitos” pinchaneumáticos). Rápidamente, empezaron a sumarse otros gremios: la Confederación del Comercio Detallista y Pequeña Industria, la Federación de Sindicatos de Choferes de Taxi, la Confederación Nacional Única de la Pequeña Industria y Artesanado, así como la propia CPC, en representación de la gran empresa. No necesariamente era esta una coalición de clases medias y altas, pero sí “un hecho social de primera magnitud”, al decir de Fermandois.
El gobierno, como lo había hecho el 21 de agosto, decretó estado de emergencia, esta vez en trece provincias, y ordenó el requisamiento de decenas de camiones repartidos por las carreteras, señalando incluso Allende que estos no serían devueltos a sus dueños (aunque esta última decisión fue revertida).
También se privó de libertad a Vilarín y al mandamás de la Confederación del Comercio Detallista, Rafael Cumsille. Héroes o antihérores según quién los calificara, los dirigentes rehusaron pedir excarcelación bajo fianza y, de la noche a la mañana, se convirtieron en protagonistas de la vida pública, siendo visitados por destacados personeros de la DC y por los ex Presidentes Jorge Alessandri y Eduardo Frei.
Paro “político”, “sedicioso”, “criminal”, “fascista”, “antipatria”, acusó el oficialismo, además de la ultra extraparlamentaria. “¡Sedicioso!, le espetó el PC Volodia Teitelboim a su par del PN Víctor García en la sesión del Senado del 13/10. García le contestó: “¡Va a ser un timbre de gloria ser sedicioso contra este gobierno!”.
También se denunció intervención extranjera. En 1974, The New York Times informaría, basado en fuentes no reveladas, que la CIA destinó más de US$ 8 millones para huelgas y otras actividades opositoras entre 1972 y 1973. Hasta el día presente, sin embargo, y más allá de testimonios y variada evidencia circunstancial, no se ha terminado de acreditar el vínculo entre el organismo de inteligencia y los camioneros.
Entre el 13 y el 16 se plegaron los colegios profesionales (médicos, abogados, ingenieros), así como autobuseros, dentistas, empleados bancarios, contadores, farmacéuticos y los pilotos de la Línea Aérea Nacional (LAN). También se sumaron federaciones universitarias, partiendo por la FEUC, y los secundarios de la Feses, en manos de la DC.
Asentado cierto carácter gremial y “apolítico” del movimiento -cuyas demandas, eso sí, incluían la “rectificación” de la política económica y la no estatización de la Papelera (CMPC)- los partidos opositores entraron derechamente al ruedo, incluso haciendo gala de un lenguaje más visto en la izquierda. El sábado 14 el presidente del PN, Sergio Onofre Jarpa, atribuía el éxito de la protesta a la “resistencia civil organizada y mantenida en todos los frentes de lucha”. Era esta la “derecha combativa” de la que habla Verónica Valdivia en Nacionales y gremialistas. Una derecha que en los años de la UP “privilegiaba la acción, estilo que originalmente al ala nacionalista, pero que logró capturar al conjunto de la colectividad”.
En tanto, la disputa política se hacía carne en las calles. En el centro de Santiago los comerciantes intentaban evitar el descerrajamiento de las cortinas metálicas y la requisición de sus negocios por parte de la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco), en ocasiones arropada por las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP). Gente de Patria y Libertad y del Comando Rolando Matus, en tanto, atacó locales que decidieron abrir (bullado fue el caso del salón de té Coppelia, en Providencia) y cada tanto se las vieron con manifestantes oficialistas, carabineros, simples transeúntes o miembros del MIR, movimiento que a través de la revista Punto Final calificó el episodio de octubre como “la insurrección de la burguesía”.
La política no se hacía solo en el Congreso, donde las acusaciones constitucionales estaban a la orden del día.
El viernes 20, en cadena de radio y TV, Allende defendió el actuar del gobierno -que para ese minuto ya había cancelado la personalidad jurídica de la Sofofa y la CPC-, así como el uso de herramientas constitucionales y legales para controlar el orden público y evitar el colapso económico. “El país no está paralizado”, afirmó. “Ha seguido trabajando, produciendo […] con un profundo y hondo sentido patriótico de millones de nuestros compatriotas”. Igualmente, denunció 59 ataques terroristas contra hospitales, industrias, infraestructuras e incluso contra las FFAA. Poco demoró en retrucar el presidente del PDC, Renán Fuentealba: “No estamos buscando el derrocamiento del gobierno. Si el movimiento se agrava y se producen consecuencias que no hemos perseguido, la culpa es del gobierno, por haber sido incapaz de buscar solución a un conflicto legítimo”.
El estado de excepción, en virtud del cual el gobierno nombró a militares como jefes de plaza, no solo derivó en acusaciones de utilización política de las FFAA, sino en una boscosa controversia acerca de la libertad de expresión y el rol de la prensa, que hasta trenzó en una polémica al comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats, con la presidenta provisional del Colegio de Periodistas, María Eugenia Oyarzún.
En virtud de un decreto de González Videla que Frei Montalva había usado el 69, se llegó a disponer que las 147 emisoras del país se plegaran a la cadena permanente de la Oficina de Informaciones y Radiodifusión, OIR (las que se descolgaron fueron llamadas “radios libres” por El Mercurio y otros medios). Un ministro en visita declaró inconstitucional la medida y el gobierno se apuró a bajarla antes de ser notificado por la justicia. Otro tanto ocurrió con la prensa de distintos colores: la virulencia en el lenguaje, la deshumanización del adversario y la subordinación de lo reporteado a las convicciones profesadas tuvieron un papel significativo en la convulsión de la época, acaso mayor del que suele recordarse.
Gabinete cívico-militar
El 31 de octubre renunció el gabinete, lo que descomprimió un ambiente de máxima tensión política y social. El 2 de noviembre juraron los nuevos ministros, con Prats a la cabeza de Interior y con presencia de las tres ramas de las Fuerzas Armadas. En palabras de Orrego Vicuña, esto representó “la clara victoria democrática del paro”. Para el gobierno, pese al “terremoto económico” que denunció el ministro de Hacienda, Orlando Millas, se trató de un respiro. A partir de entonces, la presencia militar en el Ejecutivo y el despliegue de los cordones industriales marcarían una nueva etapa en que las parlamentarias de marzo, como anticipó Frei Montalva, serían un plebiscito. Y, como en marzo la oposición no obtuvo los dos tercios en el Congreso, la partida seguiría en tablas.
Para la académica de la U. de Chile Isabel Torres, el paro “fue la expresión palpable del vaciamiento del centro y su corrimiento hacia la derecha”. Fue “la determinación de sectores medios, a través de la movilización, de azuzar un estado de crisis, lo cual muestra el triunfo de posiciones más rupturistas, conceptualizadas como si el presente y el futuro cercanos fueran un camino sin retorno a un estatismo extremo”, agrega la autora de La crisis del sistema democrático: las clases medias, los profesionales y estudiantes, buscaron “presionar y acorralar al gobierno a rectificar y negociar”, aplicando con ello “una forma autoritaria de accionar”.
Y si en enero del 72 Luis Maira abogaba, en columna para el diario Clarín, por una “alianza social pueblo-clase media”, Marcelo Casals pide hoy reconsiderar el rol mesocrático.
“Era evidente que ese conjunto heterogéneo de organizaciones sociales autoidentificadas como de clase media resentían el hecho de que, durante la UP, las jerarquías sociales que sostenían sus marcas de distinción estaban siendo socavadas ante la centralidad que tenía la clase obrera en la ‘vía chilena’ (a pesar de los llamados del propio Allende en varios discursos a incorporar a los sectores medios a la construcción del socialismo)”, afirma el historiador. Ya para octubre, “esos grupos habían procesado esas ansiedades sociales en términos ideológicos, inequívocamente antimarxistas”.
“La movilización masiva, extendida y confrontacional contra un gobierno era una experiencia novedosa para la mayoría de las organizaciones involucradas”, prosigue el autor de El alba de una revolución. “Las formas de relacionarse con el Estado que habían desarrollado en las décadas anteriores tenían más que ver con las negociaciones y la participación en las decisiones estatales, con algunos movimientos puntuales de protesta. El paro del 72, por contraste, estuvo destinado a hacer capitular al gobierno, entendido como una amenaza a su libertad y a su propia existencia como grupo social”.
Ese octubre ocurrió lo señalado y mucho más: el 13, cuando el comercio se plegó al paro, se produjo la recordada caída del avión uruguayo con un equipo de rugby. Asimismo, los hippies de distintas clases sociales se daban cita en el Parque Forestal y en encuentros musicales, al tiempo que el director de TV Sergio Riesenberg filmaba en el litoral central Gracia y el forastero (1974), cinta basada en la novela de Guillermo Blanco. Hoy, cuenta que no tuvo problemas para rodar.
Ese octubre, según todo sugiere, está aún por descubrirse.
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Cumsille, entre un octubre y otro
De origen palestino y nacido en Placilla (1931), Rafael Cumsille Zapapa tuvo un rol protagónico en octubre de 1972 como mandamás de la Confederación del Comercio Detallista. Cincuenta años más tarde, cuando se acerca a los 91, volvió a hacer noticia en su calidad de presidente de la Confederación Nacional de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa de Chile (Conapyme): el jueves, el mismo día en que dejaba la presidencia del organismo, fue anfitrión del historiado Enape en el Círculo Español, donde Gabriel Boric fue interrumpido y vio a toda la asistencia interpretar el himno de Carabineros. No fue una encerrona, declaró Cumsille, ante las variadas críticas en medios y redes sociales. Por el contrario, dice que el Mandatario salió entre aplausos.
Y, si se le pregunta hoy por las diferencias entre estar con Boric en 2022 y con Allende en 1972, dice que lo principal- y la mayor diferencia- es el ambiente político y social entre un momento y otro. Dice que no hemos llegado a lo que se vivió entonces. No aún.
No fue el de hace medio siglo, agrega, “un movimiento gremial contra el gobierno. Fue un movimiento en defensa del abastecimiento, en el caso del comercio. El comercio estuvo cerrado 26 días, pero lo estuvo porque las colas eran interminables, porque no había abastecimiento”.
¿Era “gremial” demandar que el gobierno de Allende rectificara sus políticas económicas?
Yo creo que los más grandes enemigos del gobierno estuvieron en sus filas. Yo conocí al Presidente Allende, y tengo buena opinión de él. Incluso en las horas difíciles del movimiento, me llamó por teléfono a las 4 de la mañana para ver de qué manera podíamos solucionar esto. Conversé con él y con sus ministros, pero sus propios partidarios se encargaban de entorpecer las cosas.