En lo que va del actual gobierno, es la tercera vez que la oposición hace uso de la acusación constitucional para intentar resolver sus problemas políticos, buscando de algún modo exorcizar su actual dispersión y visible ausencia de proyecto. En todas el resultado fue exactamente el mismo: un rotundo fracaso, consecuencia lógica de utilizar un instrumento destinado a otros fines, con el objeto de eludir la larga lista de factores y responsabilidades que, con toda justicia, hoy la tienen casi en estado vegetal.
En rigor, aunar voluntades para destituir a un ministro -o a integrantes de la Corte Suprema- no ayudará a recomponer ese ethos político que estalló en pedazos cuando la centroizquierda se descubrió el año 2010 en la oposición, y su primer instinto fue iniciar la demolición del país construido desde 1990 por ella misma. Aportando después una buena dosis de oportunismo, coincidió con el movimiento estudiantil en la necesidad de hacer correcciones de fondo al modelo de desarrollo, en terminar con el lucro en la prestación de bienes públicos asociados a derechos sociales, sumándose también al imperativo de iniciar un proceso constituyente.
Para fortuna de estos nuevos vientos, Michelle Bachelet estuvo dispuesta a prestar su enorme popularidad para que las fuerzas de la ex Concertación sumaran al PC a la mesa y, entre todos, hicieran al país una oferta con genuinos aires refundacionales. Buena parte de la sociedad se embarcó, las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2013 se ganaron por amplio margen y empezó la fiesta. Las reformas iniciaron su camino pero, a poco andar, los mismos sectores sociales a los cuales la Concertación les mejoró sustantivamente sus condiciones de vida, descubrieron que la ahora Nueva Mayoría no creía en las bondades ni en la lógica de lo realizado desde el retorno a la democracia. Más aún, fueron notificados de que el nuevo proyecto de transformaciones educacionales tenía por objetivo promediar hacia abajo, es decir, "quitarle los patines" a la clase media y llevarla de vuelta a la misma situación de precariedad en la que todavía se encuentran los sectores más vulnerables.
Como era entonces esperable, las reformas impulsadas por Bachelet y la Nueva Mayoría llegaron a niveles inéditos de desaprobación, factor que fue decisivo en la estruendosa derrota que dicho bloque sufrió en la última elección presidencial. Volvieron a la oposición, pero a diferencia de 2010, sin un liderazgo popular convocante, con la DC reducida a su mínima expresión y con un nuevo referente emergiendo por la izquierda -el Frente Amplio- aún más crítico y desafecto del Chile de la Concertación. Así, derrotados pero sin ninguna capacidad ni voluntad de diagnóstico respecto a las causas del traspié, han puestos todas sus esperanzas en el fracaso del actual gobierno, convencidos de que lo único que puede volver a unir lo que ya se destruyó, es el esfuerzo por poner piedras en el camino del oficialismo.
En síntesis, las fuerzas que componen el cada día más heterogéneo mosaico de la centroizquierda no están para perder el tiempo tratando de entender el origen de sus males, las causas que explican su presente y desmedrada situación. Prefieren soñar que sacando acusaciones constitucionales del sombrero, o lanzando al ruedo proyectos populistas, podrán recomponerse, zafar de la pesadilla y volver al gobierno.
Al final del día, el desenlace de la última acusación constitucional volvió a confirmar que la centroizquierda no está dispuesta a asumir que su actual realidad solo es el resultado de las decisiones que lleva tomando por más de una década.