Como muchos chilenos, Óscar Contardo (45) aún está intentando adaptarse al teletrabajo. Por una parte, siente que la tecnología lo traiciona: su computador no tiene las actualizaciones necesarias para que los programas que requiere le funcionen correctamente; por otra, el enorme flujo de información acerca de la pandemia del Covid-19, el coronavirus que tiene encerrado a un tercio de la población mundial, le resulta, a ratos, abrumador. “Estoy esperando ser productivo, pero no puedo. Demasiada chimuchina, demasiada agitación”, dice.
El periodista, escritor y columnista de La Tercera, sin embargo, está consciente de que solo un segmento acotado de la población tiene la opción de trabajar de forma remota. Tanto en Santiago como en el resto del país, la gran mayoría se ha visto obligada a tomar una decisión imposible entre cuidar la salud o cuidar el sustento.
Son diferencias como esta, precisamente, las que Contardo examina en su último libro, Antes de que fuera octubre (Planeta, 2020). Dividido en cuatro capítulos, el texto retoma algunos de los temas sociales de trabajos anteriores e incorpora otros nuevos para intentar explicar cómo llegamos al estallido de octubre, cuya efervescencia -dice Contardo- será difícilmente aplacada por la pandemia.
¿Te parece justificado el pánico que estamos viendo?
Acá la mayoría de los chilenos se atiende en la salud pública. Sabe lo que es esperar por una cama. Entonces, el punto de comparación es la experiencia propia versus lo que tenemos como información desde fuera. Las imágenes que estamos viendo son de países con una sanidad pública de alto nivel que están siendo sobrepasados. A mí me parece súper razonable, aunque suene contradictorio, entrar en una especie de agitación y pánico. Recién ahora estamos viendo lo que puede pasar en los países pobres, países como Chile, donde la mitad de la población vive con $ 400 mil o menos y un gran porcentaje de los trabajadores trabaja informalmente. Entonces, con esta precariedad laboral, decirle “quédese en su casa” a alguien que tiene que juntar la plata día a día es como condenarlo, como ponerlo entre la espada y la pared.
Siempre has sido muy crítico de la élite chilena. A la luz del libro, resulta bien llamativo y hasta simbólico el aislamiento del sector oriente de Santiago a causa del virus.
La peste es como un terror ancestral. Pero lo que vimos es que la peste llegó en avión, con los que pueden viajar fuera. ¿Pero qué pasa con la forma en la que se comportan estas personas de más alto ingreso respecto de esta peste? La primera señal es que fueron indolentes, y eso no solamente pasó aquí, pasó también en Buenos Aires, con la fila de gente yéndose a Pinamar. Si la discusión es acerca de si pueden o no se pueden ir a la casa en la playa, lo único que puede pensar uno es que les importa un rábano el resto o que simplemente se sienten tan seguros que realmente no están mirando lo mismo que estamos viendo todos.
Esa es la “mirada parcial” del mundo de la que has escrito en este libro y en textos más antiguos.
Es que es una constante. Lo acabamos de ver el lunes, con el anuncio del toque de queda. Mientras el discurso de las instituciones es “aíslense, cuídense, manténganse a más de metro y medio uno de otro”, ¿qué respuesta tenemos? De un lado, siguen las fiestas de matrimonio, yéndose a la playa a pasar la plaga. Y del otro, las instituciones provocan aglomeraciones, miles de personas atestando el Metro y los paraderos de buses, esperando ir a trabajar. Y encima, el discurso del teletrabajo. Son muchas señales contradictorias entre una aspiración de modernidad, de que vamos a tratar este problema como si fuéramos Italia o España. Por el otro lado, está el trato clasista persistente, premoderno.
El título Antes de que fuera octubre indica que estaríamos en un tránsito hacia algo nuevo. ¿Cómo crees que cambia esta emergencia sanitaria al país que habría empezado en octubre?
Es un poco impredecible.
La aprobación del gobierno subió levemente esta semana. ¿No representa esta crisis una amenaza para el movimiento social de octubre?
Es que yo no lo veo como un asunto o una transformación que tenga que ver exactamente con la popularidad del gobierno. Lo que sí creo es que es una situación que tiene que ver con la desigualdad como una vivencia profunda, cotidiana, que había sido normalizada y que empezó a perder normalidad a partir de 2011, cuando se pone foco a un tipo de desigualdad, que es la educación. Volver al discurso del crecimiento por el crecimiento, dadas las condiciones, ya no. Porque si lo piensas, claro va a pasar esto, va a pasar la pandemia, pero viene la sequía (...).
No se perdería entonces esa necesidad del “nuevo pacto”...
Es imposible que se pierda esa necesidad de un nuevo trato y de una nueva configuración. Ahora, qué vaya a pasar de aquí para adelante, no sé.
Los impulsos de la élite
Has dicho que siempre escribes, de alguna forma, sobre ti. Este libro recoge muchos de los temas que tú has tratado antes, ¿pero en qué sentido lo sientes personal?
Es un libro que sintetiza parte importante de mi juventud, aunque no está explicitado. Para mí la transición significa pasar al mundo de lo público, porque coincide, para mi generación, con empezar una vida en democracia siendo joven. Entonces ha ido en paralelo con mi vida como adulto. Y lo que yo veo y deduzco ahí es que existió una promesa largamente sostenida que nunca se cumplió.
Ahí hablas de un apartheid, que no sé si es un concepto que se ha aplicado a Chile en otros trabajos.
Yo creo que sí. Yo lo había dicho en otra parte, yo lo sé. Lo usé en Siútico.
Que está muy emparentado con este libro.
Sí, definitivamente es como la versión dark de Siútico. Porque en Siútico yo toco muchos de los temas, pero los abordo con humor, que era la única forma de poder abordarlos en ese momento, con ironía. Ahí usé la idea del apartheid y se la he leído a otra gente. O sea, es muy evidente para mí al menos. Lo que pasa es que en Chile, desde siempre, ha existido una fantasía de homogeneidad y de unidad y que la disfrazamos culturalmente con palabras que dicen sin decir. Entonces, ese juego permanente de estar disfrazando algo y viéndolo sin verlo es bien agotador.
¿No teníamos palabras para nombrar eso?
Todas las que remiten a la clase. Racismo y clasismo son dos aspectos que en América Latina se funden y expresan de distinta forma. En Chile existe resistencia a reconocerlo, porque revela la profundidad de la injusticia. Para ejemplificar, está esa palabra que surge en los 2000 para diferenciar cierta juventud que es distinta de otra, que es la oposición entre la “pokemona” y la “peloláis”. Esa era una palabra que disfrazaba un aspecto racial que tiene que ver con el pelo. No se dice, pero se dice. Cuando a alguien le dicen que tiene “cara de cuico” le están diciendo algo que es racial y de pertenencia de clase. Es lo mismo cuando alguien le dice que tiene cara de nana, como le dijeron a Ana Tijoux. O sea, al asociar un oficio o una condición de vida a un aspecto estás haciendo una doble clasificación, que es racial y de clase. Y esa clasificación, para la gran mayoría, significa una condena. Acá existía la idea o persistía la idea de que simbólicamente todos éramos iguales, pero está el discurso y están los hechos, que siempre se están haciendo zancadillas en Chile.
Una de las ideas que se desarrollan a lo largo del libro tiene que ver con que los grupos socioeconómicos más vulnerables sufren de una especie de sino fatal, que incluso cuando tienen éxito terminan de alguna forma trágica.
El punto es que las instituciones se den cuenta de esto, que el establishment, que la élite tomen en cuenta estos aspectos que a ellos les parecen muy naturales. ¿Pero qué es exactamente lo que hay debajo de todo el disgusto? La idea del meritócrata, largamente defendida, siempre está en tensión con la idea de si es alguien digno de llegar a un lugar de poder o no. Es por el mérito, siempre va a estar condicionado por esos aspectos que no se pueden cambiar. Cuando se habla de meritocracia se habla de excepcionalidad. Por lo tanto, no se puede esperar un cambio en el modo de vida y en la forma de convivencia, si estamos hablando de excepciones que se toman con pinzas y que, más que otra cosa, son cooptaciones.
Parte de este diagnóstico del libro viene circulando desde hace una década y fue recogida por el programa del segundo gobierno de (Michelle) Bachelet. Tú lo das por fallido. ¿Por qué?
Porque usó la misma lógica del voucher y de la competencia. Porque la gratuidad es un gran voucher; los profesores siguen estando como siempre han estado, como una profesión lanzada al sacrificio. Y porque también en el discurso de los que estuvieron encargados de todo estaba nuevamente la idea de una carrera, una cancha, una competencia en la que se salvan unos pocos: el mejor del curso, los mejores del curso. Bachelet intentó hacer reformas que recogían ese disgusto ambiental, un discurso extendido que la mayor parte de la élite no quería ver, no le interesaba o no se daba por enterada. Y yo creo que no tuvo ni la ayuda ni la capacidad como para plantear eso con la suficiente fuerza, especialmente en el tema de educación y en el tema de la reforma constitucional, porque se enfrentaba a una oposición cerradísima sobre esos temas.
¿Te parece que las élites son más generosas en otras latitudes o que acá tienen algo especial o característico?
Aparte de eso, hay una falta de disposición muy violenta a escuchar. La élite, en lugar de tender puentes, se ha reconcentrado en su forma de ver el mundo. Prefieren reprochar y obstaculizar cambios.
Vida en el oasis
En la última parte del libro, escribes de “abuso y corrupción”. ¿Crees que fueron elementos decisivos que generaron este nivel de desconfianza en la institucionalidad?
Por eso te digo que la élite chilena me parece particularmente indolente y soberbia. Quedó demostrado en ese aspecto; cómo frente a las constantes denuncias de abuso de parte de distintas instituciones, su respuesta era encogerse de hombros, hacer como si nada. Hubo procesos judiciales con castigos de mentira. Empiezas a ver que las instituciones y el poder empiezan a prestarse ropa para que la impunidad se cumpla.
En paralelo a ese proceso corre la idea de un espejismo del país. ¿Creíste algún minuto en eso del “oasis”?
Esto puede sonar raro, pero es que yo nunca he sido un entusiasta por la vida, así que tampoco soy de los que andan diciendo “qué bueno”. Yo recuerdo la pobreza antigua, esa pobreza dura de gente sin zapatos, pidiendo plata por las calles, de los niños desnutridos, etcétera. Ese progreso material uno obviamente lo veía como un alivio. Ahora, nunca me he engrupido, porque me parecía muy, muy extraño entusiasmarse con el progreso de un país que básicamente seguía produciendo lo mismo. Tampoco ese éxito de expansión de los empresarios chilenos conquistando Latinoamérica, porque no le veía un beneficio directo al país. ¿Te acuerdas del anuncio de la fusión de Latam? Fue recibido con súper algarabía. A la vuelta, el servicio de Latam fue cada vez peor y, bueno, ahora le están pidiendo ayuda al Estado.
Y aparte de ese progreso material, a tu juicio, ¿hubo algo más que se hiciera bien en esos 30 años? Creo que se despertó la curiosidad de los chilenos por saber cómo se vivía fuera. Yo creo que siempre existió, pero había que saciarla, y era muy difícil de saciar antes, por razones geográficas o razones tecnológicas.
Después del 18-O, buena parte del debate ha dado vueltas alrededor de entender y/o condenar la violencia. ¿Te parece que es un debate conducente?
Creo que esos llamados retóricos tienden a que se confunda movimiento social con actos delictivos. También pasan por alto la evidente ineficacia policial, que según los expertos no estaba preparada para contener las movilizaciones. Fue una forma que tuvo particularmente la derecha de apuntar a la izquierda como responsable de esto, cuando hemos visto que el movimiento no le hace caso a ningún partido político.
El libro es un diagnóstico. ¿Pero ves alguna salida?
Lo más probable es que con la resistencia que hay, con los problemas económicos que van a surgir ahora, va a ser un proceso largo que va a tener momentos de acuerdo y de crisis, que va a depender del entorno internacional. Ahora, cómo se resuelven esas grietas propias de Chile, creo que es con cambios que la élite va a tener que tomar en serio.
¿Hay algún motivo para sentirse optimista?
Yo no creo que haya motivos para sentirse optimista. Creo que hay motivos para sentir que hay quienes tienen que asumir responsabilidades por lo que va a pasar más que por lo que ya pasó.