Por unos minutos, el tour se detiene frente a un espacio donde ya no hay nada, sólo un puñado de trabajadores sacudiendo escombros y trasladando sacos de cemento. ¿Es un buen sitio para tomar una fotografía en un recorrido turístico? Andrés, el guía, no lo duda: "Por supuesto. Aquí alguna vez estuvo todo el esplendor de Pablo Escobar".
El edificio Mónaco fue demolido por las autoridades de Medellín en febrero pasado, acabando con uno de los lugares que mejor resumió el poder y el exceso del narcotraficante más célebre del siglo XX. Una suerte de guarida de ocho mil metros cuadrados levantada en el exclusivo sector de El Poblado, con 12 departamentos, 34 plazas de estacionamiento, canchas de tenis, jacuzzis, piscina, un baño turco, una bóveda con pinturas de Botero y Obregón, y una pieza con ductos de ventilación creada para mantenerse a salvo en caso que el recinto fuera atacado con gases.
Pero ese mismo sitio descascarado, esa nada donde antes hubo todo, es hoy también la síntesis de cómo parte de la ciudad quiere recordar a Escobar: como un monstruo destruido. En los últimos cuatro años, el alcalde Federico Gutiérrez ha librado una intensa batalla por borrar todas las huellas del capo de la droga y ha prohibido los numerosos narcotours que se ofertan por la web, las tiendas de merchandising y hasta un museo que pone en vitrina su mito, bajo el propósito de sepultar ese estigma que hace un par de décadas los convirtió en el lugar más peligroso del planeta.
De hecho, en el terreno que ocupaba el edificio Mónaco hoy se construye un parque bautizado como "Inflexión" y que tributará a las miles de víctimas del narcotráfico. Aunque murió hace 26 años, el 2 de diciembre de 1993, Medellín sigue luchando contra Pablo Emilio Escobar Gaviria.
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Foto: Claudio Vergara[/caption]
A un par de kilómetros del futuro parque, refugiado entre las colinas de un cerro de espesa vegetación, Roberto Escobar (72), el hermano mayor del Patrón del mal, administra aquel museo clausurado el año pasado por las autoridades y también es la muestra de un individuo que se resiste a ser abatido: parece un hombre con su rostro y su cuerpo sobreviviendo entre escombros. Con problemas de movilidad, de carácter áspero, parcialmente sordo y casi ciego debido a una carta bomba que le estalló cuando en 1993 estaba en una cárcel de máxima seguridad –luego de haberse fugado con su hermano un año antes de otra prisión pateando unas paredes de yeso-, se encarga todos los días de recibir a turistas que llegan dateados y transportados por guías locales, en un sitio que hoy funciona sin permisos municipales y donde no hay ningún cartel que alerte de lo que existe tras un portón gris.
Ahí cobra cerca de $20 mil pesos chilenos por entrar, lo que no sólo permite ver una serie de objetos, pertenencias y fotografías originales del fallecido narcotraficante, sino que también da la posibilidad de tomarse una foto con el propio Roberto Escobar o grabar un video con un saludo. Eso sí, cuando una turista holandesa se acerca para que le firme un libro biográfico de su hermano, los buenos modales terminan: dice irritado que no estampa autógrafos en textos que sólo han mentido en torno a su clan.
Con ese mismo acento gruñón cuenta a La Tercera: "Me enoja que este gobierno no me deje tener este museo. En otras partes hay museos dedicados a Al Capone, a Hitler, no entiendo cómo aquí no podemos mostrar la historia de Pablo. Él por supuesto que fue un hombre que ayudó a toda esta ciudad. Además, no entienden que yo soy un hombre ya viejo, enfermo, tengo que trabajar".
Pero hubo un tiempo en que el Escobar mayor era un atleta de alto rendimiento y semejaba un "osito". En las paredes de su museo, hay imágenes de su exitoso pasado como ciclista en los años 60, cuando alzó varios trofeos y se transformó hasta en el entrenador del equipo nacional de ciclismo. En una de sus tantas carreras, mientras llovía con ferocidad, llegó a la meta con el rostro tapado de barro, lo que hizo que un periodista exclamara que parecía efectivamente un "osito". Es el apodo con el que se le empezó a conocer con los años, sobre todo a partir de los 80, cuando se encargó del entramado logístico y del cuerpo de sicarios del cartel de Medellín.
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Roberto Escobar, más conocido como "El Osito", en su casa en Medellín.[/caption]
A lo James Bond
En el mismo reducto está un auto de Pablo Escobar que habría pertenecido a Al Capone, la puerta de una camioneta perforada por balas policiales, una ilustración que mandó a hacer en que se imagina conversando con el personaje de Vito Corleone, la mesa donde cenó la noche anterior a su muerte y una moto acuática que habría enviado a comprar a los propios productores ingleses de la saga James Bond.
Así es todo en este museo: los guías hacen el trayecto en inglés y español, y todos en algún momento cumplieron alguna clase de faena en la amplia red de la familia Escobar, por lo que sus relatos conjugan el embobamiento, la lealtad y la fantasía. Como cuando por ejemplo Vicente, uno de los encargados, muestra una foto de las cebras que su ex patrón tenía en otro de sus refugios, la hacienda Nápoles. Según narra, cuando el propio "Osito" las ingresó a Colombia, la policía lo detuvo por tráfico de animales. Para zafar, coimeó a los agentes de seguridad, se consiguió una docena de burros, los mandó a rayar de blanco y negro, y se los pasó de vuelta: así podían ir donde sus jefes declarando que habían conseguido confiscar algo parecido a unas cebras.
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Foto: Claudio Vergara[/caption]
"Extraño a mi hermano. Rendir tributo a su memoria me hace bien, como creo que a muchos también en Medellín", cuenta ahora "Osito". La misma sensibilidad se exhibe a varios kilómetros de distancia, en el llamado barrio Pablo Escobar, el mismo que el narco mandó a construir en 1984 para las familias más pobres de la ciudad y donde hoy viven casi 16 mil personas. Ahí hay murales, una barbería con su nombre, una tienda donde venden hasta réplicas del hipopótamo que poseía en su hacienda y un pequeño santuario con la figura a escala real del líder del cartel de Medellín, en el que te puedes tomar una foto apuntando hacia la cámara con un revólver ficticio.
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Foto: Claudio Vergara[/caption]
Todo bajo el cuidado de Carlos, un joven de 25 años que nunca supo lo que era convivir con el jerarca de la cocaína en sus días de poderío incontrarrestable. Aunque quizás no fue necesario: sabe que la sombra de Pablo Escobar aún cubre parte importante de la vida en su ciudad. Pese a que hoy se impulsa otra guerra que aspira a evaporarla para siempre.
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La tumba de Pablo Escobar, en Medellín. Foto: Claudio Vergara[/caption]