La desconfianza ciudadana en la política, observa el historiador Pablo Rubio Apiolaza (40), es en Chile un tema “tan viejo como nuevo”. Se le puede rastrear, por ejemplo, entre los dos gobiernos de Ibáñez (1927-58), o en 1997, cuando un 17,8% de los votantes obligados por ley sufragaron blanco o nulo en la elección de diputados.
Hoy, no faltaba más, el escenario que acoge los discursos antipolítica tiene otros actores. Uno de ellos, La Lista del Pueblo, había irrumpido en mayo como una tromba, días y semanas después de una campaña que exhibió a figuras de la TV, con fondo de bandera chilena en blanco y negro, anunciando un país “sin mentiras” y “sin trampas”.
Este “grupo de independientes con un proyecto común, sin jerarquías, con voceros pero sin programa”, como los describe Rubio, obtuvo una votación significativa tras aprobarse una ley electoral que permitió por primera vez a los independientes hacer alianzas. Y es, prosigue, “producto del Estallido”, una expresión social y política del reventón del 18-0 y de lo que vino más tarde. En condición de tales, llegaron a testear el mito de la política sin partidos, como quienes pasan de ella mirando al futuro.
Sin embargo, diversos episodios -disensos en torno a la presentación a las parlamentarios, el desfenestramiento de Cristián Cuevas de cara a la presidencial, las firmas fantasmas de Diego Ancalao- fueron resquebrajando rápidamente la unidad, para no decir la imagen, de la LDP, que a poco andar fue declarada disuelta, lo que no evitó que a su nombre se asociara el sonoro caso de las mentiras de Rodrigo Rojas Vade.
Para Rubio, que oficia de investigador en la Biblioteca del Congreso Nacional y es autor de volúmenes como Los civiles de Pinochet (2013), no es que la LDP haya estado a punto de desfondar la institucionalidad política; tampoco que los vilipendiados políticos hayan resucitado de entre los muertos y gocen ahora de un prestigio inaudito. Pero hay un fenómeno de interés que en primera instancia contempla a la luz de la historia constitucional (después de todo, es reciente coautor de Consituciones chilenas de 1833, 1925 y 1980, con Rodrigo Obrador y Karem Orrego).
Para comenzar, plantea, los tres principales procesos constitucionales chilenos derivaron “en una Constitución impuesta, manejada por el gobierno de turno y con predominio de los militares (al menos las dos últimas). En ese sentido, el proceso actual responde al concepto de constituir algo nuevo, y hay riesgos en el proceso, como lo hemos visto en estas últimas semanas: muchos sectores que quieren desprestigiar el proceso, por una parte, y por otra el órgano constituyente está compuesto por personas con virtudes y defectos. Es raro llevar ese equilibrio en medio de algo que por primera vez pasa en la historia de Chile”.
El actual proceso constituyente, remata, “tiene una mayor exigencia, un mayor estándar, pero el ser humano es complejo en su estructura mental y cultural, es contradictorio. En ese sentido, hay cosas que pueden ser desilusionantes o dar paso al pesimismo” (aunque agrega que, a pesar de los pesares, “el proceso ha avanzado de una forma más o menos fluida”).
Entre otras cosas, la LDP encarnó un rechazo al sistema político. ¿Cómo encaja hoy el discurso antipolítica?
Como decía Tomás Moulian, están las fuerzas centrífugas. Por un lado y el otro, La Lista del Pueblo y José Antonio Kast representan la antipolítica, sin perjuicio de que la LDP sea una legítima expresión social de la protesta asociada al Estallido. Unos y otros tienen un discurso muy antipartidos, muy antipolítica tradicional: ahí donde la política requiere escuchar y negociar, ellos quieren imponer una cierta utopía o proyecto por sobre la conversación o la deliberación.
¿Y cómo encaja el Estallido?
Me parece que un nuevo actor social y político surge con el Estallido. Prueba de eso es que toda la clase política se ve sorprendida. Y me parece bien que la gente de la LDP haya llegado a la Convención porque tiene que estar en ese espacio, así como la derecha tiene que estar. Ahora, hay otro actor social que surge, pero que no es tan nuevo.
Si analizas el movimiento que apoya a Carlos Ibáñez en las parlamentarias de 1953, ves que está el movimiento de los gremios de funcionarios públicos, profesores, grupos independientes, el Partido Femenino de Chile, todo ello en medio de una fragmentación importante del sistema político después del agotamiento de los gobiernos radicales y de la movilización popular a fines del gobierno de González Videla, de la inflación, de la corrupción del radicalismo. Eso lleva a que Ibáñez, que había sido candidato de la derecha y dictador del 27 al 31, haya tenido esa explosión y les haya ganado a los partidos tradicionales.
Como ha pasado en la historia de Chile, en algunos minutos predomina lo institucional y en otros, lo rupturista.
¿Le sugiere el escenario del último tiempo un cierto “desfondamiento” del sistema político? ¿O ha salido airosa la institucionalidad?
La salida a la crisis me dice que la clase política se vio forzada por la ciudadanía, por “la multitud en la historia” de la que habla George Rudé, a tomar una salida de fondo. En este caso, rediseñar las reglas que regulan la convivencia. Y esto me dice que sí, que hay una persistencia del camino institucional. Hasta la propia dictadura, que fue un gobierno de facto, tuvo que darse su propio camino institucional.
Hay una cierta tradición constitucional-institucional en Chile, distinta de las de Bolivia, Argentina, Ecuador, donde hay tradición de movimientos con otras lógicas. Es un componente de la cultura política del país. Esta cultura institucional permanece, más allá del Estallido.
La cocina y las cuatro paredes
La anterior es una entrada al asunto. Otra, que el historiador desaconseja, consiste en creer que los descréditos institucionales y las crisis partidarias obedecen a razones estrictamente locales (“me resisto a esta perspectiva insularista”) o que las críticas al establishment político chileno son cosa de los períodos recientes. Por el contrario, hay “una larga tendencia” en este sentido, y acaso el último movimiento antipartidos es el liderado por el propio régimen de Pinochet: “Hay una cultura antipartidos. De hecho, al otro día del golpe el Partido Nacional y Patria y Libertad de disuelven. Se desmovilizan porque en la derecha misma hay una fuerte cultura antipartidos, como también la hay en la historia de los militares. Hay una cultura desconfiada del partidismo”.
Dicho todo lo anterior, “el antipartidismo se da en corrientes transversales a todo el espectro que se expresan en distintos momentos. A fines de los 90 puede registrarse un momento, y también con el Estallido: fue la manifestación esencial de un antipartidismo. No hay banderas de partidos”.
Sin perjuicio de lo cual algunos partidos buscaron tomar la hebra y encarnar aspiraciones…
Con y sin éxito. Ahora, esto lo veo en distintos sectores. En las propuestas del Partido Republicano hay un fuerte sentimiento antipolítica. José Antonio Kast fue diputado en tres períodos, fue concejal, fue secretario general de un partido, pero propone un discurso antipartidista. Y si retrocedes a los 60, el gremialismo de la UC surge como la crítica a la influencia de los partidos en la universidad.
¿Cómo se expresa esto en el resto de la derecha?
“La derecha tiene hoy dos partidos superfuertes, pero también se expresa de otras formas. No sólo se ha articulado a través de los partidos, sino en centros de estudios, en medios de comunicación, en una perspectiva mucho más dispersa. Entonces, para la derecha no son tan importantes las fuerzas políticas. El propio Longueira lo dijo en una entrevista, hace años: el poder de la derecha está fragmentado, más que concentrado en instituciones, y en ese sentido en muy antiinstitucional. Por eso los grandes líderes de la derecha son antiinstitucionales: Lavín, diciendo que no es político; Jorge Alessandri, que nunca militó, aunque era cercano al Partido Liberal; Pinochet contra los ‘señores políticos’”.
¿Qué tan reciente es y qué tanta fuerza tiene la crítica a “la cocina”, a la negociación “entre cuatro paredes”?
Eso es muy reciente. En 1989, tras el triunfo del “No” en el plebiscito, se da un proceso muy incierto. Es una coyuntura que los dirigentes de la Concertación (Patricio Aylwin, Ricardo Lagos) aprovechan, viendo que el régimen está débil, para negociar un paquete de reformas constitucionales que, gusten o no, fueron plebiscitadas con gran participación.
Yo creo que esta perspectiva de la “cocina” tiene que ver con un fenómeno más reciente, con que la política sea de más fácil acceso en términos de los medios, de las redes sociales. La política está más expuesta que antes, lo que supone riesgos, pero hay momentos en la historia en que la negociación política se ve como parte de lo que la política es. Para ejemplos está lo de 1989, pero también las grandes negociaciones previas a la creación de la Corfo: los sindicatos industriales, controlados por la izquierda, aceptaron la Corfo como una política progresista.
¿Cómo ve la distinción entre política a secas, tradicional, y política “ciudadana” o “ciudadanizada”?
Es una tensión interesante, pero me parece que la democracia debe tener ambos elementos: las reglas y el arte de negociar, por un lado, y por el otro, la participación. Pero hay también un voluntarismo en decir que existe una política buena y una política mala.
¿Donde la primera se salta a los partidos, si es que no al Estado?
El Estado no es solo una estructura burocrática administrativa que impone una clase sobre otra, que es el concepto marxista clásico: el Estado como instrumento de clase. Pero en 2021 no es así. Gracias al Estado hay hospitales públicos, educación pública, políticas sociales. No es sólo la estructura política burocrática, que es algo muy decimonónico.
¿Qué tan extendida puede estar la visión suspicaz o derechamente desdeñosa del pasado, incluso respecto de la redacción de una Constitución?
Creo que atender a las lecciones del pasado es siempre positivo, y me parece que en la propia composición de la Convención es sólo una parte la que tiene una mirada refundacional radical. Una gran mayoría tiene una perspectiva más sensata y comprensiva de la historia constitucional del país. Ahora, el componente plurinacional puede incorporar cosas nuevas: las consultas indígenas, mayor participación, mayor paridad. Pero es parte de los nuevos tiempos. Países como Nueva Zelanda, Canadá y Noruega tienen esa participación.