¿Qué se odia cuando se odia a los amarillos?

Bueno, yo he asumido el calificativo de amarillo justamente como un acto de provocación hacia quienes lo usan como un insulto. Es como decirles: "Eso que tú odias de mí, a mí me gusta, así quiero ser". ¿Y qué odian? Supongo que la invitación a poner en cuestión tus percepciones en lugar de reafirmarlas, a prestarle más atención al otro que no está modulando tu misma cantinela. De algún modo, es un llamado a la calma más que al furor. Y no tiene nada que ver con ser DC ni tibio de carácter. Todo lo contrario: para mí, los blandengues son los que hoy vociferan lo mismo que todo su entorno. Buenones que hoy replican lugares comunes desde las más altas clases sociales hasta en mundos más marginales, con la compañera Raquel Argandoña como estandarte en el matinal. O sea, si yo me permito jugar hoy con la palabra amarillo, solo en el entendido de que ya es una respuesta de resistencia, o porque me parece que otros están en una cobarde concesión al ambiente imperante.

¿Qué podría motivar esa concesión?

Intelectualmente está cundiendo el miedo, lo cual me preocupa harto.

¿El miedo a la disidencia?

El miedo a disonar, sobre todo. A cuestionar o siquiera matizar lo que la corriente considera indiscutible, porque te puede caer encima una ola recriminatoria brutal. El miedo a que te digan vendido, a que te digan que defiendes los intereses de no sé quién, a que te digan que se te nota el apellido.

O el segundo apellido, en tu caso. No te lo recuerdan poco.

O sea, incluso el ámbito de la discusión intelectual, después de plantear un argumento, yo he recibido muchas veces una respuesta así de breve: "No olviden que es Fernández Chadwick".

¿Logran generarte alguna culpa al decirte eso?

No, pues. Cómo me va a dar culpa haber salido del útero de mi madre.

Hasta rostros del retail te han acusado de profitar del modelo.

Y otras tantas personas que ganan infinitamente más plata que yo. O jóvenes que reciben de mesada un salario mínimo. Y no voy a despotricar contra alguien que se gana la vida en lo que sea, ¡pero te atacan con ideas hechas, con puros prejuicios que les facilitan las cosas! "Oye, estaría bueno que un día fueras a una marcha". Con toda modestia, tengo que decir que desde mediados de los 80 no me he perdido casi ninguna.

De hecho, ahora propusiste hacer la marcha del "orgullo amarillo".

Sí. Obviamente son chistes, pero con la intención de colar un mensaje: cuando te insulten por pensar, por matizar, por favor, no des explicaciones. ¡Basta de dar explicaciones! La voluntad de razonar, de ampliar la escucha para sumar ingredientes a la mesa, es un valor, no puedes pedir perdón por eso. Entonces, si te están diciendo amarillo porque quieres más información antes de emitir un juicio, o porque simplemente estás dudando, di "bueno ya, soy amarillo". Y en el fondo, es también una manera de decir: "¿Sabís qué? Yo te quiero caer mal. Porque si consideras incorrecto escuchar algo que tus oídos no quieren atender, no eres consecuente, eres totalitario". Y un detalle no menor: son aburridos. Cuando una conversación está viva y entra un gritón totalitario, mata la fiesta. ¿O no?

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En todo caso, tener posiciones no es más radicales sinónimo de ser totalitario.

Por supuesto que no. El problema es al revés: el pensamiento crítico no tiene nada que ver con la repetición de monsergas santonas que reciben un aplauso fácil. ¿Se te ocurre algo más fácil que hacerse admirar en las redes sociales? ¿Algo más fácil que poner una cara sentimental en la tele y hablar en nombre de los que sufren? El asunto es complejizar, y ahí veremos quiénes quieren trabajar de verdad para la construcción de ese mundo más igualitario y más democrático. Y el asunto también es percibir los peligros que encierra un griterío hostil a la reflexión, reacio a entrar en las honduras necesarias para llevar a cabo los cambios que reclama.

Pero si los amarillos hubieran tenido la voz cantante en este movimiento, quizás habrían cedido antes y conseguido menos.

Es probable. Como dice el Eclesiastés: "Hay un tiempo para destruir y un tiempo para construir; uno para esparcir piedras y otro para recogerlas". Y lo que yo más admiro de este acuerdo es que lo empujó la movilización de la gente, que obligó a la clase política a buscar soluciones inimaginables un mes atrás. Ahora, decir que esa clase política negoció en la cocina es completamente absurdo. No sé si quienes lo dicen se dan cuenta de que están en contra de la democracia representativa. ¡Son los representantes políticos que elegimos los ciudadanos! Y si bien están muy deslegitimados, y estas protestas son en parte contra ellos, hasta aquí nadie propuso una manera democrática de conducir la voluntad ciudadana que no sea a través de una malla política viva.

Y, a la vez, nadie podría negar que la violencia fue decisiva para que los parlamentarios acusaran recibo.

Y esto no es menor: ha quedado claro que evitar ciertos niveles de violencia es responsabilidad de toda la comunidad. Si eso explota no es porque los vándalos sean gente mala, es también porque algunos no encuentran otra arma para darle fuerza a su presencia. Algo de esto tiene el Guasón de la película: un tipo que a través de la violencia sale del anonimato, de la humillación y se convierte en estrella relampagueante. El fuego te ilumina, de alguna manera. Y el terror, efectivamente, moviliza. En estas semanas he conversado con mundos bien amplios, desde los que están saqueando hasta empresarios de la más alta gama. Y me ha sorprendido mucho ver que en parte del empresariado y del mundo económico hay culpa. Saben que tienen culpa.

¿Y sienten culpa de qué?

Sienten que estiraron mucho la cuerda, que se fueron al chancho. La élite chilena suscribió un marco teórico que consideraba estúpida toda reflexión que no se ciñera a la rentabilidad y a la racionalidad neoliberal. Y digo "la élite" porque ese dogmatismo se contagió mucho más allá de los grupos ortodoxos de la derecha.

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El acuerdo del jueves 14, ¿fue el comienzo de una nueva política o el último legado de la política de la transición?

Creo que fue un resabio de lo mejor de la política que conocimos históricamente, también en la antigua república previa al golpe de Estado. Es el momento en que los tribunos salen de sus parcelas para rescatar un bien común que se está desmoronando. Porque lo del jueves no se entiende sin lo del martes. Esa noche, los chilenos estábamos repartidos en dos bandos: unos aterrados porque Piñera podía sacar a los militares, otros desesperados porque lo hiciera cuanto antes. Mientras tanto, vimos la quema de la Iglesia de la Veracruz, la turba intentando botar un bus de carabineros, otra turba persiguiendo a los carabineros de la caballería que huían al galope, una escena increíble. Y vimos fuego de norte a sur y un montón de daño. El hecho de que Piñera, ante esas imágenes, saliera finalmente a no anunciar nada, nos hizo entender a todos que algo había sucedido, que no pudieron hacer lo que tenían previsto. Eso activó una preocupación distinta: la sensación de que aquí había que hacer algo, y que ese algo ya no era solo responsabilidad del gobierno.

Que tambaleaba el Estado.

O la república. Algo grande podía desbarrancarse y eso no iba a ser bueno para nadie. Entonces, cuando al día siguiente vi a los políticos tratando de conversar en el Congreso, me vino un gran optimismo. Sentí que la clase política a la que yo ninguneaba hacía un buen rato, culpándola de buena parte de esta crisis, a se ponía la altura de las circunstancias, y que otra vez iba a ser posible sentir un cierto orgullo de la república de Chile.

Sin embargo, la izquierda todavía no decide si esto fue un logro histórico o una traición histórica.

Hay una izquierda cuya manera de hacer política parece muy contagiada del virus neoliberal: les cuesta mucho salir de sí mismos, por eso consideran una traición todo lo que no les asegure estar presente "yo mismo" en la deliberación. Y por eso, también, tienen serias dificultades para entrar a tejer los cambios por los que dicen luchar. Gabriel Boric no firmó el acuerdo por bolitas de dulces, sino a cambio de un plebiscito que nos permitirá optar por una asamblea constituyente (AC), da lo mismo que se llame convención. Y ese acuerdo está lleno de espacios en blanco que algunos ven como batallas perdidas, pero se van a llenar con la política que se haga de aquí en adelante. Porque una AC con un 90% de hombres, sin los pueblos originarios, o con puros exparlamentarios de los partidos que conocemos, ¿quién la va a validar?

No pocos se han dado el gusto de decirle a Boric "son los cuervos que tú criaste".

Bueno, ¿a quién no le han dicho eso alguna vez en la vida? ¿Ah? Ahora, si ampliamos el foco, esta crisis de la democracia representativa va mucho más allá de estos grupos. Tiene que ver, obviamente, con las nuevas tecnologías de la comunicación, con las redes sociales, con que ya no necesitas de un intermediario para manifestarte, ni del mimeógrafo del partido para convocar a una manifestación. ¿Cómo adaptamos la democracia a estos cambios culturales? Habrá que pensarlo con cierta urgencia, porque la ausencia de la política genera monstruos.

¿Cuánto han contribuido los medios a que la política sea vista como el problema? Los titulares de desprecio a la política nos dan hartos clics.

Sí, se ha jugado demasiado con eso. Pero también hay buenas razones para que la política no esté en un momento glorioso. Venimos del destape de la corrupción entre plata y política, vemos con frecuencia a políticos haciendo triquiñuelas y arreglando sus bigotes. Pero menospreciar la política misma es una incitación al desastre. Por eso me alegra ver encuestas donde el acuerdo del jueves le genera esperanza a más del 50%, mientras aquellos que se sienten desesperados o bien traicionados son grupos menores. Hay que empujar ese optimismo. Lo que abre el proceso constituyente es la invitación a incorporarse a un diálogo a mayorías que han sido largamente desoídas.

¿Crees que esa invitación va a conseguir la "paz social" que invoca el título del acuerdo?

No se van a sumar todos, está claro. La esperanza es que vaya creciendo la malla de los que participan, de los que se van informando e incorporando a esta conversación sobre el Chile que viene. Y que vaya quedando aislado un grupo furioso e irreductible, cuya rabia y violencia, en todo caso, podrían ir en aumento. La furia de esos grupos de irse quedando acorralados, mientras todos los otros son unos vendidos y unos conchasumadre, va a ser una cuestión a atender.

La funa a Beatriz Sánchez pudo ser un primer síntoma de eso.

Claro. Y si hay fuerzas políticas o voces influyentes que boicotean este proceso, ese grupo va a mantener un coro que lo acompaña. No, a este camino le quedan muchos obstáculos todavía. Y me preocupa ver que, a la oposición de izquierdas impolutas, ya se están sumando voces desde la derecha y el empresariado.

Fuiste parte del Consejo de Observadores que organizó los cabildos de Bachelet. ¿Había decisión en ese gobierno para llegar hasta el final con el proceso constituyente?

Todos los partidos políticos boicotearon ese proceso, de izquierda y derecha. El que estuvo más llano fue Evópoli, quizás porque Hernán Larraín integraba el consejo. Pero lo que sucedió en los encuentros fue magnífico, hay mucho que recoger de ahí. Fue una conversación apacible, no se vio locura ni manipulación política. ¿Qué se vio? Casi las mismas quejas que estallaron ahora, moduladas en medio de una invitación a hacerlas comunes. Los cabildos provinciales y regionales fueron una experiencia menos feliz, porque al ser más grandes estuvieron más manipulados por los partidos. Y la sistematización de los contenidos nunca generó confianza. Fue difícil conectar lo que se hablaba en los encuentros con lo que después se convertiría en norma constitucional, ese trayecto merece ser reflexionado. Pero de que Bachelet tuvo la intuición de lo que había que hacer, la tuvo. Hay un mundo conservador que hoy hubiera firmado de rodillas lo que ella proponía entonces.

Y no haberse allanado antes es lo que hoy les recrimina la derecha más joven.

Yo creo que la derecha joven va a terminar aliviada con esto. Se están sacando de encima la Constitución del 80, que era el orgullo de los viejos, el bastión en el cual se refugiaban para seguir defendiendo al régimen de Pinochet sin defender a la persona.

Su legado.

Claro, era como decir "por algo hicimos lo que hicimos, y la piedra fundante del desarrollo de Chile viene de los tiempos de mi general".

Revolución y "Whisky izquierda"

Tu posición respecto del Frente Amplio (FA) ha sido particularmente amarilla. Un día celebras su aire fresco y al otro te enerva su intransigencia.

Es que el FA es un mundo político en pilares formación, sus ideológicos aún no son claros. Por lo tanto, lo que pase ahí también es una pelea por dar, y a mí me interesa joder en esa pelea. La idea de una izquierda nueva, libre de las trancas y errores de la izquierda totalitaria del siglo XX, no esclava de ese concepto de revolución que pertenece a una era cultural terminada, en fin, una izquierda cuyo desafío sea reinventar mecanismos de justicia social y de participación democrática, ¿cómo no me va a interesar?

¿Crees que ya hay una izquierda capaz de vivir sin el mito de la revolución?

Es que la revolución, cuando pasó a escribirse con R mayúscula, se petrificó. Pasó a representar la detención de la historia, exactamente al revés de su significado original. En América Latina, la Revolución fue el régimen cubano, que neutraliza a todo aquel que quiera movilizar cambios. Al mito de esa Revolución, entonces, la izquierda no puede sino renunciar. Y a la idea de fundar el mundo de nuevo también espero que renuncie. O sea, si la Revolución significó que nuestros padres y abuelos nunca entendieron nada, y que nosotros hemos llegado por fin a entender el universo, el porvenir y la felicidad, espero que también renuncie a eso.

En una escala menor, durante este estallido ha cundido el sentimiento de que los últimos 30 años nos sumieron en la angustia de un falso bienestar y ahora nos dimos cuenta.

Sí, pero quien diga que Chile no es exponencialmente mejor que el año 90 no tiene idea de lo que era Chile el año 90. Dificulto que un país haya cambiado tanto para bien, en su bienestar material pero también en su democratización, como Chile en los últimos 30 años. Además, me produce una gran incomodidad que se culpe a esos 30 años de los problemas del país, porque equivale a decir que terminó la dictadura y empezaron los problemas. O sea, la democracia fue el problema, con Pinochet no veníamos tan mal. Me parece un espanto. Es cierto que la democracia no corrigió la destrucción del Estado social que, muy deficiente y todo, existía hasta fines de la república, dígase el año 73. Hasta los economistas más ortodoxos, que durante años expusieron sus principios con una arrogancia impresionante, hoy aceptan que descuidamos el Estado y que los ricos tendrán que matizar sus utilidades. Pero no olvidemos que Allende -a quien, por lo demás, la izquierda siempre acusó de amarillo- prometía el año 70, como gran cosa, medio litro de leche para todos los niños de Chile. Anda tú a proponer hoy día, en tu campaña justiciera, medio litro de leche para los niños de Chile.

Pero sí fue un exceso medirnos durante 30 años con el Chile anterior al 90.

De acuerdo, pero que el problema de Chile sea la desigualdad y no la miseria hoy significa la posibilidad de dar un salto magnífico. O sea, es obvio que una democracia no puede permitir que el 0,1% más rico sea dueño de la suerte de millones. Pero si hacemos esto bien, el ciclo siguiente debiera afianzar no solo la distribución, sino la futura bonanza. Sabemos hace rato que este modelo ha perdido vitalidad. El propio capitalismo requiere de un nuevo acuerdo productivo que va a implicar, entre otras cosas, el uso de platas públicas para desarrollar la inteligencia de muchos, no solo de los hijos de los millonarios.

Para empujar estos cambios hay dos lógicas en competencia: generar grandes acuerdos nacionales o agudizar los antagonismos entre el pueblo y las élites.

Sí, pero no conozco todavía el caso en que la polarización haya servido para eso. Las revoluciones que conocemos no terminaron precisamente en grandes ejemplos de justicia social y desarrollo. Lo que sí consigue un pueblo movilizado es fortalecer mucho su posición negociadora. Es más o menos la historia de Europa y de las democracias que lograron los mejores niveles de desarrollo. Aquí hay un acuerdo por generar, y la buena política, la buena representación, debiera hacer valer esa fuerza de la gente en las negociaciones.

Hiciste un par de excursiones por Venezuela hace poco. ¿Llegaste a soñar con Chilezuela en estos días?

No. Pero sí es impactante ver cómo un país se puede ir a la mierda: barrios completos abandonados, lugares donde se veía bienestar convertidos en territorios fantasmales, poblaciones donde los pobres están peor que antes del chavismo. Un país que en 1976 tenía un ingreso parecido al de Suiza. Existe la idea, especialmente en las generaciones más jóvenes, de que no hay nada que cuidar, porque la historia siempre va para mejor. Pero la historia demuestra todo lo contrario. En Irán, las mujeres andaban con minifalda, iban a la universidad, y hoy están adentro de un cambucho negro. Y no son pocos los países que, por solucionar la mala repartición, cayeron en la ausencia de producción. Cuba en los últimos meses está importando azúcar, no produce nada, en los campos hay gente que come puro arroz. Y en ese momento tú te das cuenta de que había algo más importante que la defensa del socialismo.

Además del amarillismo, se te reprocha otra militancia que aborrecen por igual la izquierda y la derecha: la "whisky izquierda".

Sí, o la "izquierda caviar".

¿Qué respondes a eso?

No sé mucho qué contestarte. Porque yo no me creo Sartre ni la Simone de Beauvoir, pero esa es la acusación que han recibido los intelectuales de izquierda desde siempre. Y es justa, claro, porque ese mundo piensa por otros que efectivamente están comiendo pan con pan. ¿Pero qué más puedo decir? Fernando Atria, que aprendió a tomar whisky en Inglaterra, me dijo el otro día: "Si tenemos que ser acusados de 'whisky izquierda', por lo menos tomemos buen whisky".