El 7 de mayo pasado, cuando el Partido Republicano se alzó como la fuerza electoral más poderosa del país, Fernández dio sus sospechas por confirmadas: su gran dolor de cabeza, como asesor presidencial para los 50 años del Golpe, sería una derecha indócil, aficionada al conflicto y a la hipérbole. Dos meses después renunció a su cargo, sólo que acusado de “negacionista” por dirigentes de izquierda y agrupaciones de víctimas de la dictadura.

Pasadas dos semanas desde el 11 de septiembre, y tras ensayar algunas frases de buena crianza (“aquí lo importante no era yo”), Fernández admite que lo pasó mal, que el episodio lo descolocó. Y se explica:

“Yo te podría decir que crecí, me formé ética, política, poéticamente, como antipinochetista. Nunca he tenido una militancia, salvo esa. Incluso mi experiencia religiosa, formativa, tuvo que ver con las comunidades de base en las poblaciones, en las ollas comunes que eran espacios de sobrevivencia, de apoyo en la indefensión. Tiempo después, en el Clinic, nos reímos absolutamente de todo, menos de los derechos humanos. Contamos la historia de vida de muchos desaparecidos, tuvimos relaciones estrechas, yo mismo, con las organizaciones de entonces. Por lo tanto, que de pronto te vengan a poner en un sitio como ese… Más allá de lo aventurado que es imaginar al presidente Boric eligiendo a un negacionista para acompañarlo en esto. El ataque en mi contra fue, en gran medida, en contra de él”.

¿Se equivocó Fernández en aquella entrevista con Manuel Antonio Garretón que provocó las acusaciones desde la izquierda? No pocos lo siguen afirmando, pero ese punto sí que no lo concede: “Cortar un fragmento de una conversación, dejando afuera la parte que aclara cualquier duda, es manipular información. Si tú dejas correr el video, es explícito que no separo el Golpe de lo que pasó después. Digo literalmente que al despegar los Hawker Hunter ya estaba en juego el horror, la decisión de aplastar, de arrasar. Yo creo que agarrarse de ese video fue buscar una excusa. El problema conmigo no partió con esa conversación radial”.

¿Le tenían mala de antes?

Totalmente. Y quizás algunos me tenían mala a mí como persona, pero en lo sustancial, era porque no compartían el marco en el que estábamos planteando esta conmemoración. Lo que hubo ahí, el conflicto real, fue una pugna al interior de las izquierdas.

¿Cuáles eran los marcos en disputa?

Para decirlo muy en grueso, había un marco que invitaba y otro que enfrentaba. El que invitaba, decía algo así: “En estos 50 años de historia ha ocurrido una tragedia, una experiencia llena de dolor y de espanto que dejó una herida que no termina de supurar. ¿En qué consiste esa herida y qué es eso que los chilenos consideramos inaceptable una vez que lo hemos vivido?”. Se aspiraba a revisar nuestro pasado muy de frente y concluir algunas cosas esenciales en conjunto, más que a levantar el dedo para decir si yo te acepto a ti como parte de esa conclusión.

¿Y en las organizaciones de víctimas prevaleció la voluntad de enfrentamiento?

A ver, yo no creo que el verdadero tema haya sido “las víctimas versus lo que yo estaba planteando”. Mantengo diálogo con muchísima gente que sufrió violaciones a los derechos humanos y no todos ven esto de la misma manera. Lo que sucede es que la búsqueda de verdad y de justicia se junta a veces con posturas políticas en curso.

¿Quiere decir que el verdadero tema fue el PC?

Más bien. Ahí hubo un eje en la conducción de esa postura.

Foto: Juan Farías / La Tercera

¿Para ese partido era incómodo lo que usted promovía?

Creo que lo incómodo para ese partido es mirar hacia adelante, por una razón comprensible: su proyecto original no tiene futuro próximo a menos que sufra una revisión profunda. Y la búsqueda de justicia y de los desaparecidos no puede confundirse con la resurrección de sus idearios, la defensa los derechos humanos tiene que ir mucho más allá de eso. Ese fue el valor que puso en juego el libro La búsqueda, de Jimeno y Mohor. Veremos si en la elección interna que se les viene por delante dan un paso, o si se perpetúa esa línea conservadora que considera mirar hacia adelante como una traición.

Volvamos al punto de la discordia. ¿La invitación a sacar “conclusiones esenciales” podía acoger la posición de quienes justifican el Golpe?

No. Ese es el punto de partida: que eso no se justifica. Se puede explicar, pero no justificar.

Y si parte importante de la derecha estaba decidida a justificar, ¿la invitación no era inviable?

El reto es volver lo más difícil posible esa justificación. Incomodarla invitando, no facilitarla confrontando. Quizás era un esfuerzo improbable, pero el reto de esa convocatoria persiste. Yo estoy convencido de que hay un mundo de gente que alguna vez apoyó, o aceptó la idea de un golpe de Estado, pero que habiendo visto los resultados no puede sino decir “esto fue un espanto”. Es lo que experimentaron muchos democratacristianos al poco andar, y también es lo que dijo hace poco Jaime Bellolio: “Conociendo lo que ocurrió después, reivindicar el Golpe es un total despropósito”. Ese tenía que ser el centro de la discusión: el respeto a la vida, a la democracia, al otro. Pinochet y la UP tenían que ser discusiones adyacentes a ese núcleo, digamos.

¿Caía por su propio peso que este aniversario, al revés de los anteriores, se cargara más en lo que pasó antes del Golpe? ¿O ese fue un triunfo estratégico de la derecha?

Creo que es un triunfo estratégico de la derecha anquilosada, al que le abrieron la puerta sectores de la izquierda. Al convertir en eje de la discusión el Golpe mismo, se concentró todo en un punto que era importante, pero menos fructífero. La condena queda mucho más nítida si tú primero amplías la mesa en torno a valores sustanciales, en una concepción humanista, no como una lucha entre derecha e izquierda. Eso le da espacio al otro para mutar, para matizar. Y tú también tienes que dar espacio para conversar sobre cómo llegamos al Golpe, que no es un tema irrelevante. Pero ese esfuerzo, con el cual el presidente estaba de acuerdo y sus principales ministros también, ya no se pudo perfilar del todo después de las reacciones sobreactuadas que generó mi video con Garretón.

¿Alcanzó a conversar, en el ejercicio de su cargo, con políticos e intelectuales de derecha?

Con muchos, por supuesto.

¿Y ya percibía ese ánimo de tomar la ofensiva en lugar de plegarse a la agenda del gobierno?

Es que la derecha está viviendo, a su vez, un mega conflicto interno. Parte de nuestro diagnóstico, para abordar la conmemoración como he descrito, arrancaba justamente de ahí: había irrumpido un mundo de extrema derecha que hablaba de Pinochet y del Golpe de una manera distinta, con una desfachatez que no veíamos hace décadas. Por lo tanto, en lugar de aceptar la invitación de ese mundo a polarizar los 50 años, el llamado tenía que ser a desintegrar esa polaridad, centrando la discusión en lo inaceptable. ¿Se puede matar y torturar? ¿Se bombardean los palacios de gobierno? ¿Se clausura la opinión del otro? No sé cuántos están capacitados para decirte “sí, se hace en determinadas ocasiones”.

Esas preguntas, replicó la derecha, simplifican la historia si eluden esta otra: ¿era el Golpe evitable?

El problema es que esto no fue un terremoto, lo hicimos nosotros, los habitantes de Chile. Y pensar que algo era inevitable cuando dependió de nosotros es un poco ridículo, sería clausurar la libertad humana. Además, Carlos Peña dijo algo muy cierto: la derecha no ha hecho la revisión autocrítica que la izquierda sí hizo sobre su rol en esos años. Después del Golpe, la izquierda –su mayor parte– aprendió que la democracia no era una herramienta, sino un valor fundamental en sí misma. Lo entendió desde el horror que acarreó su pérdida. La derecha, en cambio, fue refundada después del Golpe, fue parida por esa dictadura y la apoyó de comienzo a fin. Pese a eso, o por eso mismo, nunca hizo una reflexión profunda sobre lo que esa dictadura significó. Tampoco ha sido superada por otra derecha nacida en democracia, ha sometido todos los esfuerzos por sustituirla. Pero me consta que hay una derecha joven –una, no toda– que necesita y desea salir de esa trampa. Entienden que no pueden seguir ahí.

El problema es que ya no son tan jóvenes y les ha costado reconocer su terreno.

Muchísimo. Y ahora han vuelto a tener un retroceso, presionados por los republicanos. Pero ante una derecha dice “el Golpe era inevitable”, ¿qué conviene hacer? ¿Ponerse a gritar agitando los brazos para que se vea lo distintos que somos? ¿O invitar a pensar, a ponerse en el lugar del otro, a evaluar las consecuencias, a concordar algunos mínimos deseables? Yo creo que es mejor lo segundo. Entiendo la indignación, por supuesto. Pero esa es una emoción personal, y para construir proyectos políticos creo más en el imperio de la razón. Cuando uno responde desde la furia se vuelve muy autorreferente, ese es el problema.

¿Por qué usted, una vez que se armó la polémica, no salió con más fuerza a aclarar estas posiciones? Pasó una semana antes de su salida y no se defendió.

Porque aquí el asunto no era yo, sino algo infinitamente más importante, y no quería estorbar. Además, cualquier cosa que dijera en medio de esa trifulca estaba destinada a la manipulación. También creo que hubo una carencia de trabajo político, de articulación, respecto de cosas que no me correspondía sólo a mí resolver. Yo era un asesor presidencial, trabajaba solo, no tenía equipo, no contaba con recursos. Era alguien que estaba ayudando a ver cómo enmarcar esta conmemoración y dialogando con los distintos ministerios implicados.

En tiempos no tan lejanos, si un partido oficialista le armaba un lío a su gobierno, se hacía un trabajo interno de contención…

Y de adelantamiento a las circunstancias que se venían.

¿No había esas capacidades en este caso?

O sea, por los hechos resulta evidente que fueron poco proactivas o poco eficientes. Seguramente yo pude haber hecho más trabajo político, pero la verdad es que no lo consideraba mi tarea central y siempre supuse que otros lo hacían en paralelo. Como sea, es obvio que las fuerzas no estaban alineadas. Y estando el presidente y los principales ministros de acuerdo con el enfoque que te he descrito, no hubo la capacidad para esclarecer con nitidez que esto era así. Lo que sí sé es que el gobierno no desechó este enfoque con mi salida.

¿Y usted llegó a ver un diseño político para llevarlo a puerto? Se cuestionó mucho, por ejemplo, que el presidente llamara a firmar un acuerdo por la democracia desde Madrid, como si interpelara a la oposición frente al mundo.

Creo que fue poco feliz la puesta en escena de ese esfuerzo que, mientras yo estuve, era muy central. Es más, te diría que ese acuerdo era el hito central al que se aspiraba. Pero se tenía que tejer con conversaciones, no era algo que se dictaminaba desde arriba. Era algo que se construía y en lo que estaban implicados ministros, operaciones políticas para llevarlo a cabo, en fin. Y una vez que se consiguiera, esto incluso podía ser plasmado en un monumento que inauguraran muy diversas fuerzas políticas. Es decir, un monumento a la democracia que no estaba establecido por unos, sino que Chile en su conjunto, o con la mayor amplitud posible, lo avalaba como compromiso con una forma de convivencia.

También se criticó al gobierno por encarar los 50 años con demasiadas ambiciones de orientar la reflexión.

Al menos en el ámbito en que a mí me correspondió actuar, las intenciones del gobierno estaban en las antípodas de eso. Yo dije públicamente, incluso, que el gobierno no tenía que hacer muchas cosas. Tenía más bien que aportar a poner un tono y estimular a la sociedad –las organizaciones sociales, las universidades, los centros de estudio– para que protagonizara esta discusión. Y de hecho, así ocurrió, aunque las noticias se hayan concentrado en el triste y ridículo espectáculo que ofrecían diputadas y diputados. Pero esta idea de que había una lectura de la historia, un relato oficial que sobreponer a los demás, no tiene nada que ver con los esfuerzos que se hacían desde adentro del gobierno.

¿Tampoco sería cierto que el presidente abrigaba pretensiones de redimir ese pasado trágico, como si tomara la posta de Allende?

Si acaso eso estuvo presente en él al llegar al gobierno, como se podría deducir de su primer discurso, en el camino claramente fue cambiando. De hecho, hizo declaraciones que fueron muy cuestionadas en su propio mundo: invitó a leer libros que no eran los del clan, invitó a la izquierda a analizar la UP por fuera del mito, etc. Se fue moviendo, digamos. Pero no todos lo acompañaron, tal como le ha pasado con otras decisiones.

Foto: Juan Farías / La Tercera

Como designarlo a usted. “¿Qué justifica que Pato Fernández esté ahí?”, se dijo mucho en esos días.

Bueno, supongo que la voluntad de ampliar el enfoque de la conmemoración, sacarlo del nicho, ayudar a que ese diálogo entre distintos fuera posible. Y no hay que claudicar en ese esfuerzo, yo lo no daría por terminado el 11 de septiembre de 2023. Si somos incapaces de acordar que la democracia y los derechos humanos no le pertenecen a ningún sector, sino que deben ser la base de toda nuestra vida política y cultural, ¿es para sorprenderse que el proceso constituyente no cuaje? Me lo he preguntado harto en estas semanas. Creo que necesitamos una conversación en torno a la democracia que vaya más allá de lo institucional. O sea, volver a vincularla con los valores que encierra: la comprensión de que el mundo no está completo sin los demás, que no todas las respuestas están en uno y por lo tanto no se puede cancelar al otro. Es a partir de esos valores que no se puede avalar a Pinochet, ni a los regímenes totalitarios de cualquier signo.

Tanto en la Convención como en este cargo de asesor, usted patentó una doctrina ecuménica: a medida que los distintos conversen y se conozcan, las desconfianzas cederán y los polos se entenderán. ¿Falló su apuesta en ambas ocasiones?

Es evidente que hasta aquí ha fracasado. ¿Pero sabes qué? Me ha servido para perderle el miedo a fracasar. No es tan terrible. Ganar está sobredimensionado. Perdiéndole el miedo, se puede seguir arriesgando. Pero es cierto, yo llegué a la Convención esperando que las más distintas voces, al dialogar, encontraran las razones del otro que no tenía uno, para ver qué podía construirse en común.

Y pese a la evidencia, insistió por largos meses en ese predicamento: que era cuestión de tiempo, que la buena onda ya asomaba por los pasillos. O sea, usted parece creer en un poder que al final no emerge.

Bueno, hay dos posibilidades: o estoy totalmente equivocado y esto es chocar contra un muro, o ha faltado tiempo para llegar a ese estadio. Yo he llegado a fantasear –no digo que esto debió hacerse– qué habría pasado si a esa Convención se le hubiera condenado a no terminar su trabajo hasta parir una propuesta que aprobara el 70% de los chilenos. O sea, “no saldrán de aquí hasta que aprendan a escuchar la postura ajena”. Porque las sucesivas elecciones obligan a partir todo de nuevo y ya se está viendo lo que eso produce: vamos dando tumbos.

Entonces sí es importante tener miedo de fracasar, para obligarse a escuchar a tiempo.

Es posible. Pero si sólo te mueve ganar, te entregas a la pulsión imperante de un momento, que hoy suele ser rabiosa y canceladora, todo lo contrario de esa construcción conjunta. Es el territorio del populismo y la demagogia. Cuando hablo de perder ese miedo, en el fondo, me refiero a ser capaces de persistir en determinados esfuerzos, en lugar de pensar que los errores se corrigen haciendo todo al revés.

En 2019, tras firmarse el acuerdo del 15-N, usted llamaba a “fundar el glorioso Partido Amarillo”. ¿Cómo envejeció ese llamado?

Pésimo. Apareció un Partido Amarillo que no tiene nada que ver con lo que yo defendía. Porque no se trataba de reunir a exconcertacionistas nostálgicos, sino de buscar un tenor para la construcción progresista. Y mi posición era que eso no se construye a partir de desprecios, que no se hace a gritos ni a patadas, sino generando espacios de encuentro, de curiosidad, fuerzas de comprensión. En cambio, lo que hoy aparece como Partido Amarillo me parece muy enfático y, en algunos de ellos, medio fanático para algunas cosas.

Cuando ve trabajar al Consejo Constitucional, ¿qué similitudes y diferencias observa respecto de la Convención?

Partamos por las diferencias. En primer lugar, este proceso está dibujado como una reacción al anterior. Y a mí me gusta mucho más, como empeño, el dibujo del primero. Creo que era virtuoso. Quizás ingenuo, pero movido por un genuino deseo de expandir la democracia más allá de lo acostumbrado. Y efectivamente llegó ahí una representación social y cultural de Chile muy extraordinaria.

Eso quedó bastante en cuestión. Los lenguajes que se hablaron adentro no parecían resonar afuera.

Sí, se produjeron encierros. Pero también estaban ahí preocupaciones insoslayables de los tiempos por venir, aunque asumieron un tono ampuloso y a veces muy inexperto para devenir en viables. Las voy a repetir porque de pronto se nos olvidaron: nuevos estándares ecológicos, la revolución de las mujeres, la regionalización, los derechos sociales, el reconocimiento de la diversidad cultural, en las antípodas de pensar que la cultura se debe atener a unos valores patrios…

Que también son parte…

Sí, saquemos la palabra antípodas, porque el gran error fue justamente ese tono ampuloso. No era ir en contra de esos valores, era reconocer diversidades que en Chile existen. Yo siempre vi el estallido social como la irrupción de mundos culturales que no habían estado considerados en los espacios de toma de decisiones. Por eso la Convención les llevó la contra a los partidos. De hecho, cuando los partidos acuerdan convocarla, de alguna manera están confesando que su propio acuerdo no bastaba. ¿Y qué demostró la Convención? Que sin partidos la gobernabilidad y la construcción de acuerdos es muy difícil, por no decir imposible. ¿Y cuál fue la reacción de los partidos? “Esto lo volvemos a agarrar nosotros”. ¿Y qué hemos visto hasta aquí? Que eso da gobernabilidad, pero no da representatividad. Lo que mostró la Comisión Experta es que es mucho más fácil ponerse de acuerdo entre parecidos, y entre pocos, que entre muchos muy disímiles.

También mostró, aunque incomoda constatarlo, que es más fácil cuando no se persigue la aprobación popular.

Muy probablemente. Y esa es otra conclusión que podemos sacar del último tiempo: las elecciones son el corazón de la democracia, pero también su veneno. Obligan a privilegiar lo inmediato. Y cuando esa motivación inmediata se infiltra en la búsqueda de acuerdos más permanentes, todo se emporca. Ahora, a mí me gusta mucho más la idea de unos expertos ayudando, solventando una representación democrática, que al revés.

Así lo demanda el Partido Republicano en el Consejo.

Claro, pero sin comprender que aquí se busca una solución duradera. Se está replicando el pecado esencial de la Convención, que no fueron las normas aprobadas, ni los pelos en la sopa que pudieran tener. Fue cerrarle la puerta a la opinión de la minoría. Ahí se pudrió todo. Antes de eso, había acuerdos bastante transversales a nivel de titulares. Recuerda que la mitad de la derecha llegó votando Apruebo. O sea, llegó queriendo ser parte de una nueva Constitución. Si hubiera primado la voluntad de darles la bienvenida, de generar con ellos un diálogo honesto, confiado, estoy cierto de que muchas cosas que hoy se consideran espantosas habrían encontrado un apoyo colectivo que les hubiera dado la confianza ciudadana. Incluso la plurinacionalidad pudo ser una construcción conjunta, porque no toda la derecha llegó en contra.

¿Quién pierde más si vuelve a fracasar el proceso? ¿La derecha porque no supo conducirlo o la izquierda porque se queda con la Constitución actual?

Es que pierden todos, porque quedaría abierto un problema que le va a estallar en la cara a cualquiera que venga después. No sólo si la propuesta se rechaza. Si se llega a aprobar, pero con la oposición radical de un mundo político amplio, poniéndole la pata encima a ese sector, tampoco habría solución para el problema. Se volvería a postergar.

Con las enmiendas aprobadas esta semana, ¿usted todavía puede votar “A favor”?

Si terminan sancionándose, claramente no. Sería constitucionalizar el ideario republicano. Entre eso y lo que está, lo que está. Y ya veremos cómo retomamos.

Más allá del debate constitucional, ¿por qué cree que la izquierda se muestra tan impotente frente a la embestida ideológica de la derecha? ¿Se olvidó de sus razones o nunca las tuvo tan claras?

No, la izquierda está pasando por una crisis muy profunda, en casi todas partes. La caída del Muro la dejó turulata. Y el problema ya no es sólo ideológico, es anterior: tiene que poder mirar de frente el mundo en el que estamos viviendo. Conocerlo, inmiscuirse realmente en él. Y asumir algo doloroso: no es la representante de las masas populares. No ha logrado hacer propias las aspiraciones de mundos postergados que se han ido individualizando. Por eso el estallido fue un síntoma, no un proyecto colectivo. No tuvo grandes lienzos, tuvo pequeños carteles, cada cual llevaba el suyo. Eran muchas ansias individuales y quizás, entre ellas, una cierta ansia por más comunidad. Pero en ningún muro decía “socialismo”. Y en la propia Convención, que fue su reflejo, se le llamó “izquierdas” a una dispersión de causas que tampoco afirmaban una ideología en común. Siempre me pareció que ahí los vínculos respondían más a la intensidad que al fondo: las feministas furiosas se acercaban con facilidad a los ecologistas furiosos, todas las furias se encontraban, así como las tibiezas tejían sus propias complicidades.

Foto: Juan Farías / La Tercera

Desde 2011 a esta parte, ha jugado a ser un colaborador crítico de la generación de Boric. ¿Cómo interpreta los costalazos que se han pegado desde el arribo al poder?

A esa generación le tocó caer, de una manera extremadamente brusca, desde ese espacio de protección que son los sueños, las frases, las ideas abstractas, a las responsabilidades de construir sobre el mundo real. Se estrellaron con su adultez, digamos, al caer de esa adolescencia que se ha alargado demasiado en las sociedades contemporáneas. De hecho, llegaron a hacerse cargo de un país antes de tener hijos, lo que no debe ser fácil. Ahora, cuando aparecen generaciones anteriores criticando esto de manera brutal, yo sólo los invitaría a recordar cuánto le costó a Chile el aprendizaje de ellos. Veo que algunos desprecian, o juzgan con mucha dureza, olvidando sus propias experiencias vitales, lo que ellos hicieron.

¿Se refiere a algunos viejos tercios del MAPU, por ejemplo?

Por ejemplo. Y mal que mal, esta generación no está siendo obcecada. Gabriel Boric no le está negando la sal y el agua a nadie, no está llevando sus ideas por delante de manera obtusa y atrabiliaria. Es un tipo que se abre a las opiniones de otros con mucha facilidad, que pone en duda sus ideas originarias todo el tiempo. Hasta el punto de contradecirse a niveles que molestan, pero por hacer algo que es valioso: no está negando lo que ve para aferrarse a lo que veía antes.

¿Con alguna dosis de torpeza en la manera de hacerlo presente?

Muchas veces, sin ninguna duda. ¿Cómo evadir las torpezas cuando no hay la experiencia para evitarlas? Pero esa misma ligereza de equipaje le ha permitido cortar con toda una carga de izquierda autoritaria, con Ortega, con Maduro y seguramente con Díaz Canel. Es una cosa por otra, lo nuevo conlleva tropiezos.

Trabajó un tiempo en La Moneda. ¿Qué sensaciones le quedaron sobre el ambiente que se está respirando ahí adentro?

Bueno, yo no tenía ninguna experiencia al interior de palacios. Y lo primero que habría que decir es que en esos interiores cunden las intrigas, cunden las particularidades. Habitan mundos que no siempre se cuidan unos a otros… En fin, ya lo contó Shakespeare. Donde quizás sigue más viva la generación presidencial es en el entorno del Segundo Piso, que convive no siempre de manera fluida con los ministerios que también hay ahí. Algo que me ha llamado la atención en esta generación es ver poca solidaridad grupal. Se inculpan unos a otros, tratan de sobrevivir cada cual en vez de afiatar un trabajo conjunto. Y cuando alguno falla, o se equivoca, lo desechan. Quizás son los últimos rastros de esa pretendida superioridad moral de la que tanto se habló.

O el simple temor de quedar asociado al que falló, a la vista de los compañeros.

A mí me parece que ese temor a los propios, a que te pongan del lado malo, genera una serie de efectos entre ellos. Incluso un miedo a pensar ideas nuevas. Eso de repetir como loro tanta máxima heredada, tanto lugar común, a veces es un modo de evitar la condena del grupo. Hasta el humor tiene que ser sin riesgos. Y claro, se le ha regalado la transgresión a la extrema derecha. Es muy lamentable, porque si algo se necesita hoy son ideas atrevidas, que traten de explicar una realidad extremadamente dinámica y sorprendente. Estamos en un momento de cambio grande, no chico. Tanto así, que para entender el devenir del país hay que estar más atentos a lo que sucede alrededor que a nuestra propia historia, lo cual es inaudito. Hay que pensar lo que pasa en Argentina, o en Perú, o en El Salvador, como algo que también está pasando en Chile. Ya es un mar que se expandió: si algo no ha llegado, es porque va a llegar.