Al menos en principio, “ignorancia” es una mala palabra. Se tacha de ignorante –”¡pero qué falta de ignorancia!, exclamaba La Chilindrina, a patadas con el castellano- como gesto flagrante de denostación, si es que no cosas peores.
“Sólo progresa aquel que sabe”, rezaba, por su parte, una de las máximas de la política cultural y educacional de la Unidad Popular. El gobierno de Allende fustigaba el abandono de los condenados al analfabetismo y, por esa vía, a la propia ignorancia, palabra vil.
Como pasa en historia, eso sí, lo que el Diccionario de la Lengua Española define como “falta de conocimiento” tiene gran variedad de facetas, algunas de ellas paradójicas o contradictorias. Recogerlas por el mundo a lo largo de los siglos fue la tarea a la que se entregó Peter Burke (Stanmore, Reino Unido, 1937), en el entendido de que “los ejemplos que se mencionan en este libro sugieren que las consecuencias negativas de la ignorancia superan con mucho a sus posibles beneficios”. Por el momento, sin embargo, y “dada la actual ignorancia sobre la historia de la ignorancia”, le fue “más realista organizar un estudio general en la forma de una serie de ensayos sobre diferentes temas”: la ignorancia del pasado, la ignorancia colectiva, la ignorancia según los filósofos, la ignorancia en la política, en los negocios, en la guerra y un largo etcétera.
El libro se llama Ignorancia. Una historia global, fue recientemente traducido, ha cosechado ya sonoros elogios -”estimulante, original y brillante” lo llamaron en El País- y es una prueba manifiesta de la vigencia de un investigador que a los 86 años sigue señalando rumbos en un ámbito del cual es pionero: la historia cultural.
“Parece que ha llegado la hora de examinar el papel de la ignorancia, incluida la ignorancia activa, en el pasado”, piensa Burke, que optó por interactuar con La Tercera por escrito en atención a lo disminuido de sus facultades auditivas. En su opinión, el señalado papel “se ha subestimado, lo que ha llevado a confusiones, errores de apreciación y otras equivocaciones, a menudo con consecuencias desastrosas”.
La ignorancia podría parecer un tema sin asunto, admite usted en el libro, pero está despertando un interés creciente, “estimulado por las espectaculares exhibiciones de ignorancia por parte de Trump y Bolsonaro, por no mencionar otros gobiernos”. ¿Qué ignoramos al no hacernos cargo de la ignorancia?
A menudo, la simple ignorancia puede ser peligrosa -en la guerra, en la política o en la vida cotidiana-, pero particularmente peligrosa es la que podría llamarse “ignorancia de segundo grado”: no saber que no se sabe, lo que lleva a diseñar y ejecutar planes que una simple investigación habría mostrado sumamente riesgosos. Creo que esto es igualmente cierto para quienes toman decisiones y cuyas acciones tienen consecuencias fundamentales en muchas personas, así como para esas personas de a pie que toman decisiones cotidianas que tienen consecuencias importantes para ellos y sus familias: comprar una casa, mudarse a una nueva región o empezar en un nuevo trabajo, invertir en el mercado de valores. Por no hablar de las consecuencias de la falta de autoconocimiento.
Hay informaciones sobre el cambio climático que muchos preferirán ignorar para no amargarse la vida. Fuera del juicio moral, ¿qué dice esta actitud de los tiempos que corren?
El “cambio climático” -nombre amable para el calentamiento global- es un claro ejemplo de las consecuencias desastrosas de lo que llaman “ignorancia voluntaria”: en otras palabras, no querer saber, tanto a nivel cotidiano como en el de las decisiones de las empresas y los gobiernos. A veces, esta ignorancia toma la forma extrema de la negación, y, a veces, la de un simple fracaso a la hora de actuar suficientemente rápido para evitar un desastre inminente. No se me ocurre otro ejemplo a escala mundial, pero en menor escala ha habido gobiernos que se precipitaron a guerras que no puedieron ganar, como hicieron los franceses en 1870, o a nivel cotidiano, que se trasladan a una zona que es propensa a inundaciones o terremotos.
Pero aceptar consecuencias desastrosas puede ser política y económicamente más costoso que, sencillamente, ignorarlas…
Es completamente cierto: tanto los líderes democráticos como los auotocráticos esperan no seguir en el poder cuando ocurra un desastre.
¿Qué sentido asigna a la expresión ignorance is bliss [”la ignorancia es una bendición”] citada en el libro?
En tiempos difíciles, hay adultos muy preocupados y puedo concebirlos envidiando a sus hijos, demasiado pequeños para advertir, por ejemplo, las consecuencias de que tal político sea electo jefe de gobierno.
Montaigne [1533-1592], que vivió en una época de guerra civil en Francia y tuvo que tomar decisiones difíciles como alcalde de Burdeos, creía que los campesinos de su región eran más felices que él, asumiendo con o sin razón que no tenían angustias. Yo creo más probable que se hayan preocupado por el clima y por sus efectos en los cultivos y probablemente, tal como el propio Montaigne, por la posibilidad de que los soldados de uno u otro bando llegaran a saquear, violar e incendiar.
¿Qué implicancias tiene “ignorar la propia ignorancia” y decirse a sí mismo: qué tanto problema, si necesito saber algo, lo busco en Google?
No saber lo que no se sabe implica no advertir cuándo es necesario saber qué; para no hablar de la confianza ciega en Google (o en la televisión, o en los diarios, o en las redes sociales), desentendida de que estas “fuentes” pueden estar mal informadas; que pueden estar mintiendo o al menos exagerando para persuadir al público de que compre algo, de que vote por alguien. ¡Ese sí que es un problema!
Tomar conciencia de que el fenómeno de la desinformación es cosa de siglos, ¿podría bajar la ansiedad?
Las noticias falsas no son nuevas. Incluso la frase es antigua: los franceses conocieron las fausses nouvelles (especialmente los rumores entre los soldados) durante la Primera Guerra Mundial. En cualquier caso, hay un término más simple en todos los idiomas, presumo, y ese es “mentira”: un fenómeno que, supongo otra vez, debe ser tan antiguo como el habla humana.
No niego que hoy se estén produciendo cambios importantes, pero se refieren al número de informaciones falsas y a la creciente velocidad e incremento de su difusión, especialmente a través de las redes sociales; también a la creciente sofisticación tecnológica de los deep fakes. El resultado es peor que la ignorancia: es un error.
¿Percibe un milenarismo paranoico, una percepción de que todos mienten?
Asumir que todo el mundo miente todo el tiempo también es un error. En ambos casos, creencia e incredulidad, hay una falla al discriminar entre fuentes de información (relativamente) confiables y fuentes no confiables. En mi opinión, la educación puede entregar al menos una solución parcial al problema.
A los niños hay que enseñarles a discriminar, a criticar lo que escuchan de sus amigos o ven en la pantalla, a preguntar quién les está enviando tal o cual mensaje y por qué lo hace. En algunos lugares, como Estados Unidos y el Reino Unido, este enfoque ha recibido el título -bastante pomposo- de “Estudios Críticos de la Información”.
Pero una crítica de fuentes es todo lo contrario de lo que hace quien “retuitea” o reenvía una imagen o un texto.
Exactamente, y los profesores de historia en las escuelas son las personas obvias para dar esas lecciones. Pero me imagino que es prácticamente imposible evitar el ejercicio inmediato de los prejuicios mediante el retuiteo, etc.: los prejuicios tienen que ser socavados a un nivel más general, lo cual es un negocio lento.
¿Cómo se ha entendido la ignorancia a izquierdas y derechas?
Es apropiado preguntarse sobre la política de la ignorancia. Es una larga historia. En el siglo XVII, si no antes, al menos en Europa se acusaba a los gobernantes de mantener a la gente común en la ignorancia (y el analfabetismo) para gobernarlos más fácilmente, mientras que a los hombres se les acusaba de mantener a las mujeres en la ignorancia por la misma razón. En Inglaterra, en 1867, el derecho al voto se extendió a los varones calificados de la clase trabajadora, extensión seguida tres años después por una ley que hizo gratuita y obligatoria la educación universal. Un político destacado reveló su jugada cuando dijo: “Debemos educar a nuestros amos”.
En general, y evitando la simple distinción entre izquierda y derecha, diría que la ignorancia del pueblo es considerada un activo por los regímenes autoritarios y un pasivo por los regímenes democráticos. En algunos países (una vez más, incluyendo a EE.UU. y el Reino Unido) se han realizado encuestas sobre la “ignorancia de los votantes”, donde la ignorancia del sistema se ve más extendida y más grave de lo que se pensaba (o más exactamente, de lo que se suponía).
Nuestra autodenominada era de la información, dice usted, “permite la difusión de la ignorancia tanto como la difusión del conocimiento”. ¿Qué le inquieta y qué le entusiasma de este escenario?
En lo positivo, aprecio la disponibilidad de información de muchos tipos para más personas, mucho más rápidamente que nunca, reduciendo la cantidad de ignorancia “simple” en el mundo. En el lado negativo (dejando de lado el problema de la información falsa, discutido anteriormente), la cantidad de información disponible plantea el problema de la selección: de la elección de lo realmente importante, para sí o para la humanidad.
Esto no es solo un problema para el público en general, sino también para los gobiernos. La nueva información, en el sentido de datos en bruto, llega demasiado rápido para ser procesada (verificada, clasificada, analizada), convirtiéndola en conocimiento. Recuerde el 11-S. Los servicios secretos habían advertido al gobierno que el ataque estaba planeado, pero las advertencias se perdieron en la avalancha de informes. Como explicó Condoleeza Rice, “había muchísima cháchara en el sistema” y el mensaje importante no se advirtió.
Cita en el libro la defensa que hizo John Rawls del «velo de la ignorancia»: de estar ciegos a todo lo relativo a la raza, a la clase, a la nacionalidad o al género, para así ver a los individuos como seres moralmente iguales. ¿Cómo resuena hoy esta afirmación?
Al menos en algunos países, Rawls suena anticuado, ya que la discriminación positiva y la diversidad se han convertido en las normas oficiales. Sin embargo, subsiste un argumento en su favor en ciertas situaciones. Por ejemplo, número de mujeres que han tenido éxito en sus carreras elegidas creen que estas carreras se iniciaron por su decisión de solicitar puestos de trabajo utilizando iniciales en lugar de nombres obviamente femeninos, ¡para asegurarse de que no fueran eliminadas antes de la entrevista! Otro ejemplo del valor del velo es el de los exámenes. Cuando era examinador en Cambridge, me alegraba de que la identidad de los escritores de los guiones que estaba calificando siguiera siendo desconocida para mí y mis colegas hasta que enviáramos nuestras calificaciones.