El local todavía está semivacío. Juan David acaba de entrar a su turno y prepara el servicio puliendo los cubiertos y secando los platos. Es un pereirano algo enjuto, que lleva cinco años en Chile y ha pasado los últimos meses como mesero del Senz Sushi, en el quinto piso del Costanera Center. Cuando termina, se desplaza por el piso flotante del restorán hasta las baldosas del pasillo para alcanzar las mesas exteriores, alrededor de las barandas. Es el recorrido habitual, el mismo que hizo ese sábado, cuando atendió a la mujer. Aún recuerda el pedido: limonada menta-jengibre. "Y no lo voy a olvidar nunca", acota.
No notó nada extraño por un buen rato. Ella le pidió la carta, ordenó su bebida, pagó y dejó propina. Parecía concentrada, hasta donde él recuerda. Luego la vio hablar por teléfono y colgar violentamente. También recuerda que, a lo lejos, se escuchaban los ecos de un evento infantil que se desarrollaba en la planta baja.
Momentos después, cuando Juan David salía a entregar una bandeja con rolls, ella ya estaba sobre la baranda. Aunque se apresuró hacia el borde y le gritó que no lo hiciera, no fue capaz de mirar. Muchos comensales huyeron; otros pidieron para llevar y un par se quedó en sus asientos. "No todos actuaron de acuerdo con la gravedad del momento", dice el mesero, quien no pudo atender a nadie más esa noche. Se quedó adentro, aún en shock, repasando las imágenes y sintiendo que podría haber hecho algo más.
Juan David se tomó el domingo libre. No podía eliminar de su mente la secuencia de la noche anterior. Prefirió no averiguar nada acerca de la identidad de la mujer, ni sus motivos, pese a que había visto a los carabineros manipulando la carta que ella dejó sobre la mesa. "Para qué martirizarme. Ahora me siento bien y puedo trabajar. Solo espero que el mall tome medidas, suba barandas, ponga mallas, no sé", comenta el mesero, que tras presenciar su primer suicidio está hoy en la misma posición en la que tantos otros trabajadores del Costanera se han encontrado en el pasado.
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Los guardias de Prosegur circulan por los distintos niveles del centro comercial con una manta de aluminio dorada o plateada y una llave en los bolsillos. La primera es para cubrir el cuerpo rápidamente en caso de una "clave 5"; la segunda, para abrir alguna de las bodegas donde se guardan las carpas azules que se levantan para bloquear las fotos morbosas, resguardar el derecho a la propia imagen de la persona fallecida y permitir que Carabineros, PDI y los fiscales de turno trabajen con tranquilidad.
Con ocho suicidios en los últimos tres años y tres en lo que va de 2019 -el último de ellos fue el sábado 3 de agosto-, la seguridad del Costanera Center está en alerta permanente. Aunque los "mecheros" siguen siendo la principal preocupación, la vigilancia de las alturas se ha vuelto casi igual de relevante. La comunicación entre los guardias y el monitoreo de las cámaras permiten detectar a las potenciales víctimas antes de que concreten sus planes, pero eso no asegura un resultado positivo.Estas personas suelen mantenerse en movimiento; pueden entrar por una puerta, salir por otra, reingresar por una tercera, sentarse a tomar un café y repetir todo el ciclo, lo que dificulta la tarea de los guardias. En las contadas ocasiones en que han logrado alcanzar a un posible suicida, los encargados de seguridad incluso se han involucrado en situaciones peligrosas para ellos mismos. Algunos relatan episodios en que han estado a punto de caer junto con la persona a la que buscaban disuadir.
"Yo he estado presente para los tres suicidios de este año. La verdad es que se me ha endurecido el cuero de ver esto tantas veces", dice uno.
Los guardias lucen incómodos y piden mantener sus testimonios en reserva por temor a represalias de sus superiores, sean de Prosegur o de Cencosud, la empresa dueña del complejo. A algunos les complica responder cualquier tipo de pregunta.
Una guardia, que para estos efectos será llamada Elisa, estuvo muy cerca de los últimos dos incidentes desde extremos opuestos. En marzo estuvo arriba, en el patio de comidas, intentando salvar a un joven que se arrojó desde el escenario, un punto denominado "Eco 2" por el equipo de seguridad. Antes de dejarse ir, él le habría pedido perdón. Luego vino lo usual: los gritos, la conmoción, la luz de los celulares. Elisa recuerda que estuvo inconsolable por varios días, que lloraba "a mares", que casi no dormía y que, cuando lograba hacerlo, tenía un sueño recurrente en el cual era ella quien se arrojaba al vacío desde lo alto del mall, pero al final quedaba con vida. La administración del Costanera, siguiendo su protocolo, le prestó asistencia psicológica y ella entendió tras varias sesiones que estaba experimentando una forma de estrés postraumático.
Cuando finalmente volvió a sus labores, dejó de transitar por espacios abiertos. Ahora reconoce espantarse con cualquier ruido fuerte: "Es que ese sonido como de fierros rotos no se lo doy a nadie".
La semana pasada, en cambio, Elisa estaba en la planta baja cuando la mujer cayó a sus pies.
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La barrera amarilla fue ubicada delante de la baranda para resguardar los paneles de vidrio recién instalados. Al frente está la vitrina de una popular librería del primer piso. "Ver eso allá afuera lo hace mucho más patente", dice Claudio, uno de los vendedores de la tienda. Ese sábado, él estaba en la bodega cuando escuchó el golpe. Pensó que se trataba de un librero volteado. Al salir, lo primero que vio fue a una compañera suya corriendo hacia el interior del local, llorando descontrolada; afuera se encontró con un vidrio estallado; arriba, al borde de las galerías, multitudes armadas con smartphones; en la planta baja, el cuerpo tapado oportunamente por Elisa. En pocos instantes, se había acordonado el perímetro inmediato. Las ventas se reiniciaron en todo el resto de la planta baja unos minutos después. "Lo que impacta es esa política de tapar para que todo siga normal -dice Claudio-. La gente seguía con sus helados, comprando, y al medio estaba la carpa azul. La normalización del hecho me parece grave, nos deshumaniza un poco".
La librería siguió funcionando dos horas después del incidente. Claudio se fue un poco antes. No quiso darle más vueltas al asunto; ya lo había hecho demasiadas veces.
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Habitualmente, a eso de la una, tres empleadas de un local de cosméticos de la planta baja comienzan a rezar. "Hay algo espiritual. Tratamos de limpiar el local de malas vibras. Entre todas nos tiramos para arriba; si no fuera así, ya nos habríamos ido", dice una de ellas. Aunque este tipo de prácticas no son tan comunes, hay otros trabajadores que queman palo santo en sus tiendas y usan diversos amuletos bajo la ropa.
La mujer quedó frente a la vitrina de la tienda de cosméticos y a un costado del módulo de una compañía telefónica. Allí estaba sentada Dubraska, una venezolana de 23 años, que, aparte de sentir el impacto de cerca, recibió pedazos de vidrio en la cara.
"Uno no alcanza ni a cerrar los ojos. Así de rápido es", dice. A pesar del trauma, del insomnio y el dolor de guata, dice que por su situación económica no podía tomarse los días de descanso que le recomendó el especialista del mall.En un buen domingo, dice, puede embolsarse $ 50 mil.
Al otro lado del pasillo, su compatriota Shirley, vendedora de una tienda de dulces, tampoco pudo descansar después del incidente: hubiera perdido los $ 12 mil que recibe por cada jornada de 10 horas.
"No sé por qué hacen esto. Tienen muchos problemas psicológicos acá en Chile. Por todo tiran licencias, maximizan los hechos", critica Dubraska, que fue consolada, entre otras personas, por Elisa, que estaba a su lado en el momento del golpe.
La guardia cree que esta vez pudo reaccionar mejor gracias a su experiencia previa con el suicidio. "Quedé 'bautizada' la primera vez. No deberíamos vivir esto, pero es parte de trabajar aquí. Ahora cada vez que paso por la planta baja me pongo pálida", acota Elisa, que está asistiendo a nuevas sesiones de terapia psicológica, pero no se autocompadece. Más bien piensa en una compañera encargada de hacer el aseo que tuvo que pedir licencia tras la última "clave 5".
Tanto Elisa como Dubraska, Claudio, Juan David y muchos de los guardias del Costanera Center ahora se preocupan de no transitar por los espacios abiertos del recinto y miran hacia arriba cuando se ven obligados a cruzar por lugares no techados. Por remotas que sean las chances, le temen a todo lo que pueda venir de las alturas. Si bien reconocen que esa desconfianza va amainando con el paso de los meses, también aseguran que estos hechos son tan recurrentes que el relajo nunca es duradero.