Una de las grandes paradojas de la pandemia es que -a pesar del encierro- ha desplazado los límites entre lo privado y lo público, referencias que hasta hace poco definían en gran medida los modos de exponer los cuerpos vestidos. Estos límites tenían su correlato en la organización de la industria de la moda, donde tiempo, lugar y circunstancia definían la oferta y los códigos indumentarios a seguir.
Resulta evidente que dichas normas se flexibilizaron a partir de la segunda mitad del siglo XX por la inclusión de nuevos actores sociales (principalmente jóvenes y mujeres), y que en el momento previo al inicio de la pandemia ya estaban siendo cuestionadas en función de los debates asociados a diferentes formas de discriminación y problemas ambientales y sociales generados por la moda rápida. Sin embargo, esta mayor libertad fue principalmente discursiva y no se tradujo en cambios significativos en los modos de vestir de las mayorías.
En cambio, a partir del momento en que el espacio cotidiano devino el único entorno posible y la salida al exterior se limitó a un par de horas a la semana, la ropa informal, multiuso, lejana a la tendencia, se volvió protagónica. Pijamas y buzos, neutros y unisex, acompañados de zuecos de goma eva, incluso pantuflas, emergieron como si nada en el espacio público. Parecía que quienes acaban de despertar conservaban sus vestimentas imaginando lo improbable que resultaba encontrar a algún conocido durante el breve paseo matutino, destinado a comprar alimentos o a pasear al perro. Si bien el afuera representaba la amenaza de contagio y hubo quienes desinfectaron la ropa al entrar a sus casas, la mayoría permaneció indiferente a estas prácticas. Tiempo, lugar y circunstancia integraron un continuo que denotaba jornadas sin demasiados hitos que marcar.
Un fenómeno equivalente ocurrió con los chalecos y suéteres amplios y largos, que reemplazaron al tradicional abrigo femenino. Acompañados de calzas y poleras, además de blindar a sus dueñas de la temperatura exterior, proporcionaron un tipo de protección donde lo simbólico superaba con creces a la comodidad y funcionalidad. Una barrera contra “la peste”, pero también un refugio donde calmar la ansiedad cotidiana, consecuencia de la exigencia laboral, el trabajo doméstico y el cuidado de los niños. El gesto de arroparse con los mismos significaba el estado emocional. No en vano Thomas Carlyle, en la década 1830, definió la vestimenta como “casa portátil”.
La tendencia a borrar los límites entre lo privado y lo público se replicó asimismo en las videollamadas materializadas por medio de la pantalla del teléfono o computador. Durante la crisis, estos espacios virtuales de interacción han dado cuenta del relajo experimentado por hombres y mujeres en cuanto a sus construcciones de apariencia. Si bien los encuadres fragmentan el cuerpo vestido enfatizando rostro, cuello, hombros y parte del torso, apreciamos vestimentas arrugadas, usadas por periodos más largos de los habituales cubriendo el cuerpo de manera “incoherente”, incluso anacrónica, es decir, al margen de las lógicas de la moda basadas en la renovación constante. Los pelos sin teñir, la ausencia de maquillaje, la barbas mal recortadas, el abandono de las corbatas, entre muchas otras manifestaciones, son efectos directos de la clausura del espacio público y la vida en la intimidad. Hablan de agobio y cansancio. Denotan, asimismo, la negativa, no consciente en la mayor parte de los casos, a tipificar este tipo de intercambio como público, por la simple razón de que se efectúa en cualquier lugar de la casa y no en la oficina.
En ocasiones, la identidad corporal constituida a partir de las múltiples intervenciones que marcan la inserción social y cultural del sujeto simplemente desaparece de la pantalla. Un nombre -que incluso a veces no es el propio- y una voz constituyen las únicas señales materiales de la existencia del otro. Esta ausencia del cuerpo, deseada o forzada por las condiciones de existencia, resulta contradictoria con su insoslayable presencia asociada a la enfermedad y a sus devastadores efectos.
Por el contrario, y en eso radica también la paradoja, la cámara induce a la experimentación identitaria. Además de recursos tecnológicos como filtros y otros que adaptan la imagen del rostro al canon dominante, irrumpen variados estilos de maquillaje que son cultivados por las mujeres ya sea para romper la rutina y señalar el paso del tiempo (un rostro nuevo cada día de la semana) o bien para enmascarar la desesperanza.
En el espacio urbano, la mascarilla cumple ese propósito. Cubriendo al menos la mitad del rostro, comunica las preocupaciones de quien la lleva y sus prioridades. Cuando la protección y la efectividad resultan centrales, el cubrebocas entra en la categoría de artículo desechable vinculado a lo sanitario. Por el contrario, cuando distinguirse deviene urgente irrumpen las mascarillas de colores, lisas, estampadas, decoradas, que se renuevan acorde a la ropa del momento. Este deseo de diferenciación ha sido ampliamente explotado por el mercado del lujo, que desde 2020 ha incluido dichos artículos en su oferta de accesorios de vestir.
¿Modificarán estas prácticas el funcionamiento de la industria de la moda? ¿Constituyen estrategias pasajeras para sortear la crisis? No lo sabemos. Pero lo que sí parecen denotar es la relevancia de los cuerpos vestidos y la construcción de apariencia como elementos constitutivos del intercambio social aún en estados de excepción constitucional de catástrofe.
*Historiadora. En Instagram: @thinking_fashion