En el ámbito de la historia, acaso más que en otros, los libros colectivos suelen ser la sumatoria de ponencias para seminarios, paneles y demás: un grupo de historiadores comunica sus hallazgos o reflexiones en torno a un tema, y luego alguien lo reúne todo en una publicación, no siempre con mucha prolijidad editorial.

En este y otros sentidos, De la utopía al estallido. Los últimos cincuenta años en la historia de Chile (FCE, 2022) marca diferencias. El volumen reunió a 17 especialistas que escribieron 15 capítulos, cada uno con una marca temporal, todos tratando de proveer interpretaciones lúcidas y de aproximarse a “los hitos claves del ‘laboratorio’ que ha sido Chile” en el último medio siglo.

Uno de esos autores es el italiano Raffaele Nocera, quien escribió acá sobre el plebiscito de 1988. Profesor de Historia de América Latina y coordinador del doctorado en Estudios Internacionales en la U. de Nápoles “L’Orientale”, es también uno de los compiladores, junto a su compatriota Alessandro Guida y a Claudio Rolle, director del Instituto de Historia de la UC.

“En los últimos 50 años de la historia chilena -cuenta Nocera- se han enfrentado dos visiones opuestas de país, que se analizan en las dos primeras partes del texto. En la tercera parte, que va desde los años 90 hasta hoy, nos detenemos en lo que puede considerarse una versión edulcorada del autoritarismo, para hacerla llevadera en democracia. El estallido social puede entenderse también como un intento de recuperar, adaptadas a los nuevos tiempos, las esperanzas incumplidas del trienio de Allende, y no debe ser reducido a los episodios de violencia, que se han producido. El estallido social fue también un momento en el que cada quien trató de dar cuerpo a sus ilusiones y esperanzas, algunos por razones demográficas, en vista de nuevas perspectivas; otros, como los mayores, con la esperanza de que los hilos del pasado pudieran retejerse: un poco como cuando se abre el álbum de recuerdos y salen fotografías desteñidas que aún nos emocionan. Quién sabe si en 20 o 30 años los acontecimientos de 2019 y lo que vino después nos parecerán también una utopía, un sueño que no se materializó. Hoy, sin embargo, debemos consignar que esa movilización transversal, desprovista de liderazgo, con una planificación difusa, pero con referencias explícitas a los años de la UP, le ha gritado al país la impostergabilidad del cambio político-institucional, social y económico”.

La idea de “laboratorio político”, ¿qué incidencia ha tenido?

En la Italia de los años 60 y 70 hubo gran interés en las experiencias políticas y en la efervescencia cultural que se vivía en algunos países latinoamericanos, al punto de que se habló de la región como un laboratorio de prácticas y experiencias originales. De ahí la difusión, especialmente en círculos de izquierda, del mito político de América Latina: personajes como el “Che”, Fidel y Allende se convirtieron rápidamente en íconos para estudiantes y militantes, mientras que la Revolución Cubana, la guerrilla y el gobierno de la UP, por diferentes razones, pasaron a ser experiencias dignas de imitación, aunque obviamente adaptadas al contexto nacional. En ese contexto se activaron las redes eurolatinoamericanas, especialmente las de la izquierda radical. Por otro lado, el Concilio Vaticano II, la Teología de la Liberación, el diálogo entre marxistas y católicos, animaron el debate en los círculos variopintos del mundo católico. Por lo tanto, creemos que el concepto “laboratorio político” expresa bien la originalidad de las ideas, las propuestas y las prácticas venidas de Latinoamérica, alimentando las redes políticas y culturales transatlánticas, largamente descuidadas por la reflexión historiográfica.

Ahora, hay que decir que la idea del “laboratorio” no debe confundirse con la “excepcionalidad” del que Chile y la política chilena se han sentido a menudo investidos durante el siglo XX.

Si lo de la “excepcionalidad” aún estaba vigente cuando Allende proclamó que Chile es el país donde se cumple el sueño de Engels de una revolución por la vía democrática, ¿cree que es una idea que ya ha quedado atrás, o más bien que ha adoptado otras formas?

Si por excepcionalismo nos referimos, como en el caso de EE.UU., y antes de eso Gran Bretaña, a la convicción de tener una especie de misión, un destino único en el mundo, entonces para Chile esto es anterior al período de Allende. Los chilenos se percibieron precozmente, y proyectaron esta imagen más allá de sus fronteras, como únicos en comparación con sus vecinos. Este fue un elemento fundante de la identidad nacional del que aún hoy suelen abusar en la clase política y dirigente. Esta insistencia parece a menudo confirmar una inseguridad y una fragilidad ocultas en un país que nunca ha saldado plenamente las cuentas con su ser latinoamericano. Esta “idea” sigue en pie, aunque varios en la nueva clase dirigente parecen más dispuestos a considerar la escala real del país, así como su naturaleza social y étnica.

Usted afirma que a fines de la década de 1980 “la opinión más extendida era que todo iría a cambiar para no cambiar nada”. El tránsito del miedo a la esperanza, así como la idea de vivir por primera vez en democracia, ¿los ve solo como una cuestión publicitaria o emocional?

En absoluto. Lo que quería decir es que mientras la dictadura estaba aún firme en el poder, recurriendo incesantemente al miedo; mientras la oposición hacía un gran esfuerzo de unidad, pero aún no se percibía como alternativa sólida, pocos creían que finalmente se superaría esa etapa.

La oposición a Pinochet “pudo haber tenido un mayor poder de negociación” de cara a las reformas de 1989, dice usted, pero “no pidieron prácticamente nada a cambio”. ¿Ve allí una “falla de origen” de la transición democrática?

Hubo un momento en que los partidos de la oposición casi tuvieron miedo de jugársela, como si la derrota del dictador en el plebiscito de 1988 hubiese sido el único resultado que podían llevarse a casa tras 16 años de dictadura. No niego que fue un resultado extraordinario, inimaginable solo unos pocos meses antes, pero los opositores podrían haber jugado más adelantados y no “a la contra”, como lo terminaron haciendo. Esa moderación, esas concesiones, fueron el rasgo distintivo de la Concertación de Partidos por la Democracia: una coalición que garantizó excelentes resultados a nivel macroeconómico, estabilidad política, paz social y prestigio internacional, aspectos que permitieron a Chile enfrentar sin miedos el nuevo milenio. Sin embargo, todo esto sucedió al precio de barrer bajo la alfombra las muchas cuestiones críticas del modelo heredado de los militares. Un modelo que, cabe recordarlo, se había introducido fuerte y perniciosamente en las instituciones.

Se ha planteado que el plebiscito de septiembre próximo es la elección más importante desde el referendo de 1988, incluso desde 1970. ¿Cómo lo pone en perspectiva?

Los historiadores nunca deben dejarse llevar por el debate contingente, así que en primera instancia respondo que está por verse si el plebiscito del 4 de septiembre es un partidor de aguas en la historia del país. Mucho depende del resultado. Sin embargo, estamos hablando de un instrumento que, usado con la debida cautela, permite a la ciudadanía confirmar o rechazar las opciones planteadas por la clase política. Es un ejercicio de democracia que suele dar resultados tangibles y a largo plazo, pero al que no se debe recurrir en función de la emocionalidad contingente, como ocurrió, por ejemplo, en el caso del Brexit.

El caso PDC

Hace seis años, Nocera estuvo en la U. Católica presentando su libro Acuerdos y desacuerdos, donde examina las relaciones entre la DC italiana y su contraparte chilena entre 1962 y 1973. El volumen se vería complementado, en 2021, por la aparición de uno escrito a seis manos junto a Alessandro Santoni y a la desaparecida investigadora rusa Olga Ulianova: Un protagonismo recobrado. La Democracia Cristiana chilena y sus vínculos internacionales (1973-1990).

En 2016 usted declaró que el PDC chileno mostraba “poca sintonía con los cambios sociales, económicos y políticos”, y que corría el riesgo de “convertirse en un actor político minoritario y sin influencia, e incluso de desaparecer de la escena política”.

Lo mantengo. Los últimos años han demostrado que el PDC sigue anclado a un mundo que ya no existe. Es un partido clásico del siglo XX, con todos sus méritos, pero también muchas limitaciones que hoy no le permiten responder a las nuevas demandas, incluso las de su propio electorado. A mi juicio, si no toma claramente partido, si no deja de creer que puede seguir inclinando la balanza en el tablero político, está destinado a la insignificancia y a que sus líderes engrosen las filas de otros partidos. Sin embargo, eso no quiere decir que sus exponentes pierdan la capacidad de influir en la política nacional.

Con ocho diputados y uno solo de los suyos en la Convención, la DC se ve hoy fracturada entre el Apruebo y el Rechazo. ¿Qué piensa de que se haya pedido la salida de militantes como Eduardo Frei Ruiz-Tagle?

El plebiscito puede ser un momento “fundacional”, por lo que es comprensible la posición de quienes piden a los que no aceptan la línea expresada por la mayoría, incluidos dirigentes como Frei Ruiz-Tagle, que abandonen el partido. No puede haber ambigüedad ni división en una elección tan importante, y aquellos que no lo comparten deben tener el coraje de dar un paso al costado y de buscar un nuevo domicilio. Entiendo que para algunos puede ser doloroso y difícil de aceptar tras décadas de pertenencia y, en algunos casos, de liderazgo. Sin embargo, las temporadas políticas llegan a su fin y las nuevas generaciones de dirigentes se hacen valer. Los políticos inteligentes lo saben, por lo que probablemente esto sea solo cuestión de tiempo.

“El rechazo a los ‘notables’ [del PDC], el desprecio a las autoridades pasadas y la amenaza [de expulsión] contra Frei reproducen un cuadro de repulsa a las élites similar al que prevaleció en los días del 18-O”, escribió hace unos días Ascanio Cavallo, para quien no ha habido una actitud semejante del PPD respecto de Lagos (quien ha manifestado insatisfacción con la propuesta constitucional). ¿Ve algo “excepcional” en la DC a este respecto?

La historia del PDC nos dice que es un partido que suscita impulsos contradictorios, para bien o para mal. A estas alturas, no veo un claro rechazo a las élites, sino más bien a un partido en dificultad que ya demostró en el pasado polarizarse internamente y que a estas alturas parece adaptarse, al menos en ese sentido, al contexto político aún más polarizante de los últimos años. Hay en el PDC, por lo tanto, una menor predisposición al diálogo entre los dirigentes.

Chile vive una transición hacia un futuro que, en parte, está aún por escribirse. Sólo podrán incidir aquellos partidos que sean compactos, cohesionados y unidos: que les hablen a los ciudadanos con una sola voz, sin ambigüedades ni subterfugios. Es hora de la claridad.

¿El Partido Socialista ha tenido más claridad que su exsocio?

Sí, pero hay que recordar que la trayectoria en los últimos 30 años de los dos partidos ha sido diferente. Los socialistas no tenían dudas sobre dónde colocarse en el tablero político, y la definición de las alianzas no le ha creado grandes dolores de cabeza. No han experimentado las mismas fracturas que se registraron en el PDC, partido que creía que podía resolver desacuerdos y tensiones con “suturas frágiles”. Tras el ocaso de las ideologías del siglo XX, era más fácil reposicionarse para un partido como el Socialista que para uno que también era ideológico, pero que por su naturaleza era explícitamente transversal.

¿Cómo vincula el empequeñecimiento del PDC con el vaciamiento del centro político? ¿Debe la DC jugarse por ser un partido de izquierda?

No sé si de izquierda o derecha, pero es importante que decida dónde posicionarse en el tablero político. No puede pretender seguir siendo un partido clásico de centro, como lo fueron muchas formaciones políticas en el siglo XX en Europa y América Latina, que se movieron a derecha o izquierda en función de las coyunturas y las conveniencias políticas. En sus orígenes, el PDC no era en absoluto pendular, sino una especie de partido “atrapatodo” que no estaba dispuesto al diálogo ni a las alianzas. Con el tiempo, sin embargo, tuvo que intentar la lógica del compromiso y la mediación. Hoy, su indecisión lo hace llevar las de perder. El PDC debe tomar partido.

La idea de un partido de centro, ¿le parece extemporánea?

Debería preguntarle a un politólogo. Yo sólo puedo decir que hay períodos en que los partidos de centro tienen que batallar más y que este es un tipo de fuerza política más adecuada para la historia del siglo XX. No quiero abusar de las etiquetas asignadas a otras fases de la historia contemporánea, pero este primer atisbo del siglo XXI me parece, para los partidos políticos de Chile y otros países, marcado por la incertidumbre y la precariedad. Los actores políticos tienen ante sí dos alternativas: una es elaborar, como en el caso de las fuerzas “soberanistas” y populistas, ideas sencillas que, paradójicamente, el electorado vea como directas y claras en un contexto poco proclive a la profundización política, donde dan la sensación efímera de ser más sólidas; la otra es construir pilares sólidos y formular una propuesta seria y creíble de renovación. También habría una tercera opción: navegar con la mirada, exponiéndose a los vientos de la tempestad.