Música y barricadas. Poder popular y cordones industriales. Sonrisas obreras y coligües en posición de combate. Lucha interclases y reuniones partidarias de tenor terapéutico.

Si hubo un “realismo socialista” en Chile entre 1972 y 1973, no fue a la manera del arte oficial que con ese nombre imperó por décadas en la URSS. Si lo hubo, para Raúl Ruiz fue una mezcla perplejizante y a veces involuntariamente cruel y tragicómica de elementos que poblaban la vida del país: la vida santiaguina que Ruiz conocía bien (por de pronto, la bohemia intelectual/literaria del trasnoche céntrico); también, la de un Chile de la subsistencia proletaria al que quiso mirar de cerca y al que retrató como no se le había retratado hasta entonces.

Ya iniciado el rodaje, el 72, Del realismo socialista considerado como una de las bellas artes era el título con el cual el puertomontino provocaba a estudiantes y colegas a quienes mostraba los copiones, el material “crudo”, sin editar. Medio siglo después, la película se estrenará mundialmente en el Festival de San Sebastián, el próximo sábado 23 (a Chile llegará en los días y semanas siguientes).

Sólo medio siglo más tarde la película pudo declararse propiamente terminada, lo que desde ya debe establecer más de un récord.

El realismo socialista lleva ahora la frase Como una de las bellas artes en calidad de tagline, o de segunda parte del título, y su mera existencia ha sido posible gracias a la productora Poetastros y a la pareja conyugal y profesional de Ruiz, la cineasta Valeria Sarmiento, que figura en los créditos como codirectora.

FOTO: Productora de cine Poetastros.

A doce años de su fallecimiento, el realizador que prefería “registrar antes que mistificar” el proceso de la Unidad Popular tiene todavía algo para mostrar: un retablo sociopolítico cáustico, agudo y chacotero de un momento revolucionario.

Los 50 años del Golpe suelen alimentar la exhibición, la reflexión y la publicación, particularmente sobre la memoria en torno al “11″, cosa de cada año. Siempre hay menos sobre la dictadura posterior y el gobierno precedente. Pero este año fue distinto, y El realismo socialista (1973-2023) ya está dando evidencia al respecto en virtud de procedimientos etnográficos, por momentos derechamente absurdos, cuando no delirantes: bajo la lupa ruiciana asoman obreros, pobladores y militantes burgueses (o pequeñoburgueses, ya que estamos) encarnando una variación de sí mismos, con visibles ademanes de clase, haciendo lo que creen que harían si se vieran puestos donde inopinadamente los pone el guión, que más que un guión son las indicaciones de Ruiz, como mucho acompañado de un torpedo.

No por nada declaraba la propia Sarmiento en 2020, cuando aún le quedaba harto camino al rescate y armado de la película: “Va a sacar tantas ronchas como Diálogos de exiliados”, la película de 1975 que llevó a cierta izquierda desterrada a acusar por lo bajo de ser agente de la CIA a Ruiz, quien se libró de una encerrona por esta causa tras los buenos oficios de su amigo Miguel Littin. “Y espero que así sea”, agregaba. “Es una película fuerte. Muy fuerte”.

El burgués y el proletario

“Inicialmente, me había propuesto [en El realismo socialista] hacer sólo un filme de manipulación política”, confidenciaba Ruiz a la revista Primer Plano en la primavera del 72.

“La idea era que existían dos estratos: pequeña burguesía y proletariado”, proseguía, recurriendo a una de las expresiones que sustituyeron a “clase media” como señal de pertenencia social en el lenguaje de las izquierdas del momento. “Hay un pequeñoburgués atraído por la dinámica de la revolución, de una revolución que lo va a buscar a su casa, y a la cual él, junto a su gente, se pliega. Por otro lado, está el proletariado, una fuerza social que tiene su propia dinámica, que la pequeña burguesía trata de frenar”.

Los 78 minutos del metraje final son harto menos que las 8 horas originalmente rodadas, según información provista por la actriz y productora Chamila Rodríguez (Poetastros) a los ruicianos advertidos que hace un par de semanas llegaron a una proyección privada en el Cinépolis de La Reina. Hartos minutos menos, pero suficientes para pintar un cuadro sociocultural de aquellos.

Comparecen acá dos protagónicos: Lucho, obrero cesante y sin techo a quien vemos al comienzo siendo admitido en el Campamento Elmo Catalán, y Javier, un intelectual alto y encorvado, con lentes de marco grueso y fraseología militante.

Ruiz, militante socialista, tuvo la posibilidad de filmar en el Campamento Elmo Catalán, bajo control de correligionarios suyos. FOTO: Productora de cine Poestastros.

El pequeñoburgués que encarna Javier Maldonado es militante de “El partido”, entidad no identificada que integra la Unidad Popular. Cuando se le ve por primera vez, pasados los cinco minutos de metraje, está en Providencia, en una oficina de Av. Santa María, junto a un correligionario con rasgos de interventor (Jaime Vadell) quien repasa en su presencia al mundo artístico de izquierda (“están preocupados nada más que de problemas intelectuales y leseras”), tras lo cual ordena telefónicamente a un funcionario de menor rango que ponga a un tercero “de patitas en la calle”.

Al despedirse, el personaje de Vadell deja a Javier a cargo de un “frente de masas” cultural, que en versiones preliminares de la película se conoció como el Frente de Poesía (también, en un momento de impensado humor prospectivo, un personaje habla de crear un “frente amplio”).

Tras el nombramiento, Javier tiene que movilizarse por un Santiago parcialmente paralizado, donde no ve micros ni taxis. “Ahí viene un gil”, se consuela en voz alta cuando pasa manejando por ahí Marcial (Edwards), quien se ofrece a llevarlo.

Ya arriba del auto, estos excompañeros de colegio parten la conversación por el mutuo reconocimiento de clase y de género –”¿con quién tiraba esa mina?, pregunta uno por cierta Miss Teresa; “con Goycolea”, responde el otro-, para derivar en la más profunda divergencia política: el primero dice que debería “correr bala” entre los opositores después de que el segundo expresa que a Allende hay que defenestrarlo, si es que no matarlo, derechamente.

En algún punto, Marcial le dice a Javier que mejor se baje del auto. Javier le contesta que no, que es bueno conversar. Marcial replica que eso no tiene sentido, que entre ellos “no hay entendimiento posible”. ¿Se resolverá el asunto a combos? Eso sugiere el resto de la escena: a combos, pero sin armas, porque las armas asomarán más adelante, a través del señalado Lucho.

El personaje obrero, en tanto, es interpretado por Juan Carlos Moraga, quien tuvo menos carrera en la actuación que en la política: en 1986 fundaría el Partido Socialista Auténtico, inscrito legalmente el 88 como Partido Socialista Chileno, y en 1989 figuró en la franja televisiva del Rechazo a las reformas constitucionales en compañía del “gordito de las barricadas”, de popularidad efímera.

Al principio de la película se ve a Lucho aspirando a comenzar una nueva vida en el “campamento revolucionario”, cuyos dirigentes le hacen un severo test de ingreso, advirtiéndole que debe abstenerse de las riñas, de fumar marihuana y otras conductas indeseables. Más adelante en el metraje se lo ve como obrero de una fábrica tomada, cuyos trabajadores le reprochan -a la chilena, por el lado- andar robando herramientas.

El personaje no niega haber tomado las herramientas, pero no lo considera un robo: quería armar un “tallercito” en su población, y como entendió que ahora las fábricas eran de los trabajadores, le pareció que sólo estaba tomando lo suyo. Los obreros en asamblea, sin embargo, fustigan al compañero Lucho por individualista, por querer “ser un burgués”, por tener una conducta “liberal” y ser el resultado de una “educación burguesa”.

A Lucho lo terminan echando de la fábrica y del campamento. Ahí empieza a radicalizarse, al punto de llevar él mismo revólveres y otras armas donde sus excompañeros de fábrica, que aunque se las aceptan, son menos cabeza de pistola que él y más disciplinados políticamente. La discusión con ellos se tensa, mientras el protagonista insiste en ir por pistolas allí donde están (en Carabineros, en Investigaciones) y en que los suyos asuman la necesidad de una acción armada inmediata. Hacer o plantear algo distinto, dice, es “conversar por las puras”.

En último término, les espeta a sus interlocutores, “son revolucionarios pa hablar, pero no hacen niuna hueá”.

Militancia socialista

“Raúl siempre quiso plasmar en el cine lo que sucedía en la época de la Unidad Popular, que él consideraba histórica”, cuenta hoy Sarmiento. Pero “no como un militante, sino como un observador que ve sus dificultades y contradicciones”. Ahora, de que lo fue, lo fue.

“¿Cuándo empezó a militar en el Partido Socialista?”, le preguntó la periodista Yenny Cáceres en abril de 2011, pocos meses antes de su fallecimiento. “Yo creo que nunca. Una vez creo que firmé un papel, no me acuerdo muy bien. Asistí a muchas reuniones”, fue su respuesta, cuando menos evasiva.

Presente en varios filmes de Ruiz en esos años, Jaime Vadell integró el elenco de El Realismo Socialista. FOTO: Productora de cine Poetastros.

Más adelante, la entrevistadora insiste: “Pero usted era militante”. “Sí”, responde Ruiz, “pero ser militante del Partido Socialista quiere decir muy poco. No es gran mérito. Militante del Partido Comunista es cosa seria, o sea, hay reuniones periódicas. En el PS las reuniones se hacen de repente, de repente no”. En una conversación de 2007 con otro periodista, había bromeado diciendo que si se es expulsado por tercera vez del partido, se adquiere la militancia para siempre.

Cuenta Cáceres en Los años chilenos de Raúl Ruiz (2019) que en 1971 lo nombraron jefe del Departamento de Cine en la Subsecretaría de Comunicaciones y Cultura del Partido Socialista, el segundo más votado de Chile en las municipales de ese año. Lo había propuesto su amigo Hernán Coloma, periodista cercano a los “Elenos”, militantes inspirados en las acciones del Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, ELN (“Seguían al Che Guevara, eran guevaristas. Hay que decir: éramos”, declaró también en 2011).

Electo para el Comité Central cuando Allende llevaba un par de meses en La Moneda, Coloma pasó a ser miembro de la Comisión Política y subsecretario de Comunicaciones, Cultura y Propaganda. Desde allí, propuso a Ruiz en la señalada jefatura, en desmedro de Álvaro Covacevich, propuesto a su vez por Erich Schnake. Tal responsabilidad partidaria le otorgó derechos (como el acceso a insumos de la estatal Chile Films) y lo instaló en un lugar de poder, pero supuso, además, tareas varias, como participar en “muchas reuniones, muchas discusiones”, y ser “un poco responsable de las comunicaciones [radio y TV incluidas]”.

Pero otra parte del quehacer ruiciano, por lejos la que más trascendió, era el “trabajo político” desde lo que sabía hacer: aproximaciones antropológicas a la experiencia, que podían o no encontrar un eco en la dirigencia y en las bases partidarias.

Ruiz rodaba y mientras rodaba entreveía un nuevo rodaje, dejando lo rodado sin posproducir y poniendo en situaciones imposibles a su amigo Darío Pulgar, quien tras recibir una herencia se convirtió en lo que llamaron su “productor suicida”.

Así surgió, durante la UP, “material de discusión”. O eso es lo que Ruiz declaró más de una vez como su intención, en principio compatible con sus funciones en una organización política que al decir del historiador británico Eric Hobsbawm -en 1971- era “poco más que un conjunto de grupos rivales, clientelismos y baronías políticas, virtualmente incapaces de actuar como un partido”.

Nada de eso le vino mal a Raúl Ruiz, más bien lo contrario. Su “trabajo político”, hoy disponible en línea, incluye cintas como La colonia penal y La expropiación. Huidizo y ladino, hizo en este caso el ejercicio de mirar con ironía y perplejidad al partido, así como a la coalición que llevó a Allende a La Moneda y a sus bases populares, lo que no implicaba necesariamente cinismo ni subestimación de su propio “ser de izquierda”.

Abría la puerta, eso sí, a una colisión de lealtades: a que el trabajo partidario tuviera lugar sin excluir la mirada inquieta ni el lado poco amable de los seres humanos, o para el caso, de la revolución “con empanadas y vino tinto” promovida por la coalición triunfante en 1970.

La propia Revolución, sacra para todo revolucionario que se precie de tal, se ve subida al columpio con un humor que se despliega implacable: si por un lado Lucho, abucheado y expulsado del campamento por los propios pobladores, ve cómo uno de ellos lo encara ante el resto (“¿Qué tenís con la Revolución? ¡Mucho cuidaíto!”); por otro, por el de los militantes burgueses con apetitos culturales, hay nada menos que un suicidio grupal.

Javier Maldonado y Raúl Ruiz, durante el rodaje de El Realismo Socialista. FOTO: Productora de cine Poetastros.

Muy pocos vieron ese y otros materiales en su tiempo, lo que en parte explica que Ruiz haya esquivado la indignación que recibió el izquierdista sartreano Helvio Soto, cuyo Voto + fusil (1971) trató de unir a reformistas y ultras, pero se ganó el odio de ambos, especialmente del PC. En eso anduvo zafando.

Asimismo, y según declararía el propio director, El realismo socialista fue “fundamentalmente un folletín político en el que hemos tratado de manera más bien irónica la toma del poder”. Quizá por eso su colega Carlos Flores, por entonces un mirista que pudo ver algunos copiones de la película mientras Ruiz la estaba haciendo, recuerda que no vio en ella las “desviaciones pequeñoburguesas” que asomaban en otras.

Sabía Flores que no estaba frente a Miguel Littin ni a Patricio Guzmán. Pero “tampoco ante un enemigo del pueblo”.