Tras seis meses de gestión, Rosa Devés aún se declara sorprendida: nunca había tenido un trabajo donde su condición de mujer le importara tanto al resto. Eso sí, para bien. “Yo fui muy privilegiada –explica−, porque hice una vida académica a la par de mis colegas hombres, nunca sentí una discriminación de ningún tipo. Pero aquí es imposible olvidarme de que soy ‘la primera rectora’, por cómo lo valoran los demás. Y la verdad, para mí ha sido un descubrimiento: yo no esperaba que esta elección iba a tener tanta importancia para tantas mujeres, en tantos lugares distintos de este país, de tantas generaciones distintas”.
¿Cómo percibe eso? ¿Qué le dicen?
¡Me dicen lo que esto significa para sus vidas! Personas que no tienen nada que ver con la U. de Chile, o incluso nada que ver con el mundo universitario. O sea, se me acerca una abuela con su nieta y me dicen “no sabe lo importante que es para nosotros”. Eso es muy emocionante. Y también refleja lo que esta universidad representa. Porque no es que llegó una mujer a cualquier lugar, es el orgullo que les produce el concepto “la rectora de la Universidad de Chile”. Entonces es muy lindo, aunque también se vuelve una responsabilidad muy grande para mí.
Una obligación muy propia de su cargo es pensar qué rol debería cumplir la U. de Chile en el país que viene. Cuando hace ese ejercicio, ¿en qué piensa usted?
En la historia de la U. de Chile. Es decir, en cómo esta universidad ha entrelazado su historia con la historia del país y ha acompañado el desarrollo nacional. Te diría que pienso en eso en cada acción que emprendo en este cargo, porque es la impronta que debemos mantener.
¿No hay también una cierta nostalgia por ese rol histórico que quizás no se conserva tanto?
No, porque creo que es incorrecto decir que no se conserva tanto. Es una universidad que, desde su capacidad de vincular la investigación con los problemas del país, acompaña sin ninguna duda su desarrollo. Podemos dar ejemplos: lo que hace el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia, o el Instituto de Sistemas Complejos de Ingeniería, o lo que se hizo durante la pandemia, que fue reconocido internacionalmente. O el mismo tema de género, donde nuestras académicas y estudiantes han sido protagonistas principales. Entonces no es nostalgia, es lo que nos orienta. Y un estudiante que entra a la U. de Chile sabe que viene a adquirir una formación para algo más colectivo, no sólo para sí mismo.
Pero más allá de esa vocación, ¿cree posible que la U. de Chile encarne su antigua centralidad republicana, con el saber tan diseminado y especializado?
Lo que pasa es que ahora, como los problemas son tan grandes y complejos, ese rol se ejerce de una manera mucho más colaborativa. Pero ahí radica, justamente, parte de nuestra riqueza actual: en la amplitud de disciplinas que se cultivan en la U. de Chile y en su capacidad de convocar a otras instituciones. Las universidades que decían “mire, no podemos tener excelencia en todas las áreas, así que nos vamos a concentrar en algunas y ahí vamos a brillar”, ya no se recomiendan mucho en el mundo. Cada vez se valora más que convivan distintos saberes, para hacer posible el trabajo interdisciplinario. Y por otro lado, la mayoría de nuestros grandes centros de investigación son en cooperación con otras instituciones. Ahí hay dos frentes que son cada vez más importantes para nosotros: la cooperación internacional y con las universidades estatales del país.
El jueves 15, los rectores de las universidades estatales se reunieron con el presidente Boric y usted metió presión vía Twitter: “Le expusimos la importancia […] de impulsar políticas coherentes con su programa”.
Bueno, es lo que uno espera de cualquier gobierno. Y el programa del presidente Boric consigna que se debe fortalecer la educación pública y avanzar hacia fondos basales, porque hoy tenemos una distorsión muy grande: las universidades del Estado prácticamente se autofinancian, igual que las privadas, pero tienen todas las restricciones del sector público que encarecen su funcionamiento. Eso está generando situaciones dramáticas, como en el caso de las pedagogías. Pasan cosas muy curiosas en Chile, con esta ambivalencia respecto de lo público. Nuestro Hospital Clínico, por ejemplo, durante la pandemia se reconvirtió para atender el covid. Por lo tanto, no hizo cirugías ni otras atenciones que sostienen los ingresos de un hospital. Pero en el caso de las clínicas privadas, hubo préstamos que les permitieron salir. Y en el caso de los hospitales, el Estado se hizo cargo. Aquí se tuvo que hacer cargo la U. de Chile con su propio presupuesto. ¡Es completamente anómalo!
¿Teme que lo escrito en el programa se diluya entre las urgencias que enfrenta el gobierno?
En el presupuesto de la nación para el año que viene, que siempre es un ejercicio donde se ponen a prueba los programas, no hay mayores avances. Hay un aumento del 15% en un fondo basal, lo que supone unos 10 mil millones de pesos para 18 universidades. Pero sólo el reajuste de la U. de Chile, tras un año con 12% de inflación, es de 22 mil millones. O sea, el doble del incremento para las 18 universidades… Yo creo que el presidente tiene un compromiso muy verdadero con la educación pública, pero no tiene la facultad de modificar la situación por sí solo. Es indudable que esto va a pasar por una discusión política.
El proyecto de Constitución que se rechazó les aseguraba el financiamiento basal…
Sí, pero lo más importante era que establecía muy claramente que la educación era una responsabilidad del Estado. Y lo que hoy me temo –espero que no sea así− es que en los 12 puntos o bordes del nuevo acuerdo, esto de alguna manera se da vuelta, porque se pone más énfasis en la libertad de enseñanza, en el derecho de escoger de los padres. Se vuelve a la idea de que los padres escogen la educación aun cuando sabemos que la posibilidad de escoger es muy distinta entre unos padres y otros. Pero vamos a ver qué pasa, ojalá lleguemos a un buen consenso.
También ocurre que la educación superior ha perdido terreno en el debate, porque la pandemia sacó a la luz una realidad mucho más cruda en la educación escolar.
Sí, es dramático. Este lunes presenté el libro Educación: la promesa incumplida, donde escriben Cristián Bellei, Manuel Canales y otros autores. Ahí se recogen investigaciones donde se preguntó a las madres y padres de todas las clases sociales por qué su hijo o hija va al colegio que va, cómo se tomó esa decisión. Realmente es un libro que no se puede leer en tranquilidad, que llama a la acción, porque es entrar en esos hogares y darse cuenta de cómo las familias se van tratando de arrancar de la educación pública, que sería un lugar violento, peligroso, al que sólo llegan quienes no pueden pagar. Todo lo contrario de lo que significa la educación pública en la mayor parte del mundo. Y también te das cuenta de que todavía tenemos una educación que separa completamente a los niños y niñas según el ingreso de sus padres, y que eso en Chile lo seguimos considerando normal.
O no tanto, si aprobamos una ley para ir eliminando el copago.
Esa ley todavía tiene que tener su efecto, pero no va a cambiar esta realidad por sí sola, porque la segregación fue demasiado larga. En este libro, por ejemplo, hay relatos de niños que lograron entrar a un colegio de alta demanda, donde ahora no tienen que pagar, pero aun así el establecimiento se las arregla para que esa familia abandone. O sea, esto está culturalmente muy enquistado. Y el debilitamiento de la educación pública, su estigmatización, también es producto de eso. Simplemente no tenemos, en nuestro país, el convencimiento de que debe haber una educación pública a la que pueda concurrir gente diversa, con distintas historias. Mientras no reconozcamos que eso es dañino, es difícil avanzar.
Desde otros domicilios ideológicos, tal vez se considere que a usted le importa más el estatus de la educación pública que la urgencia de responder a esta crisis, con colegios públicos o no.
Sin duda que no nos vamos a sentar a esperar ese cambio, pero el punto que estoy marcando es otro: si no revertimos la brutal segregación del sistema educacional, el resto de los problemas se va a mantener. Ya sabemos que necesitamos buenos profesores, infraestructuras adecuadas, etc. Pero aquí también hay un problema de cohesión social y de convivencia del que tenemos que hacernos cargo alguna vez, porque nos determina el sistema completo. Y estas castas sociales que reproducen los colegios también es algo que debería interesarnos eliminar. Es algo que ocurre en las distintas clases sociales: tenemos a todos los niños segregados en pequeños estratos que los colegios, finamente, se las arreglan para preservar. Y aquí vuelvo al rol de la universidad pública, porque en la educación superior tenemos menos reproducción de clases. Entonces, es interesante preguntarse: ¿por qué no se produjo lo mismo en las universidades?
¿Cuál es su respuesta?
Creo que tiene mucho que ver con el sistema de admisión integrado que tenemos. Estas pruebas que a veces encontramos imperfectas, que algunos quisieran que no existan, han sido importantísimas, porque han conservado la integración del sistema. Si cada institución eligiera a su gente, te aseguro que tendríamos segregación. Y bueno, también la U. de Chile ha ayudado a contener ese efecto, porque tenemos una particularidad que a mí me parece maravillosa: si tú miras la composición de la matrícula de todas las universidades del país, según qué porcentaje de sus estudiantes proviene de la educación pública, subvencionada y privada, esta es la única universidad donde el gráfico te muestra tres tercios casi equilibrados. Y al mismo tiempo, estamos muy arriba en calidad. Eso es de un valor, para este país, ¡enorme! Ahí conviven las distintas realidades de Chile. Y esto no es algo que uno se siente a aplaudir nomás. Te obliga a mantenerlo.
Pensando en eso, ¿le preocupa que un sector de la sociedad, digamos la derecha, exprese una creciente desafección por la U. de Chile por considerarla un espacio apropiado por la izquierda?
A ver… La U. de Chile sí tiene que hacer esfuerzos por ser plural, por ser un espacio de convivencia respetuosa entre los distintos sectores. Y lo hacemos diariamente, yo me siento responsable de cuidar eso. Ahora, si ciertas familias, con ciertas ideologías, quieren protegerse en instituciones parecidas a ellas, en su derecho están. Cristián Bellei dice en el libro que te cité: para la clase alta, la educación pública es como una tierra extranjera. Y eso claro que me preocupa. Incluso lo puedo decir desde mi vida personal, porque yo vengo de un colegio privado y mi padre fue decano en la U. Católica. Por lo tanto, mi vida habría sido otra si no hubiera estado en la U. de Chile. Ahora, también te quiero decir que en los últimos 10 años hemos estado más preocupados del problema contrario: de que al ser una universidad tan selectiva, y al estar tan segregada la educación escolar, pudiéramos elitizarnos. O sea, esos tres tercios tenemos que cuidarlos por ambos lados. Por eso iniciamos un programa bien intenso de equidad que en ese momento –antes de las leyes de inclusión− rompía completamente el dogma de que la lista de puntajes PSU no podía ser alterada.
Innovaron en discriminación positiva, digamos.
Claro, pero con programas que también eran muy estructurados y transparentes. Y ha sido muy transformador. Creo que es lo más importante que ha pasado en la U. de Chile en el último tiempo.
¿Cuál ha sido el efecto?
Han sido muchos. Pero lo fundamental es que, una vez que tú le dices a un joven de un liceo de regiones, de alta vulnerabilidad, que venga a la U. de Chile, te obligas a preocuparte de su éxito académico. Sabiendo que viene con una preparación menor, porque lo elegiste así. Y eso nos comprometió finalmente con la educación integral de los estudiantes, lo que generó muchos cambios, incluso organizativos. Por ejemplo, el programa de calidad de vida, que antes se llamaba bienestar estudiantil y atendía más bien los casos extremos, pasó a trabajar de la mano con la academia. Y después surgieron otros sistemas de ingreso, porque una vez que tú abres la puerta a un tipo de inclusión, aparecen otros, como equidad de género o discapacidad.
¿Existe alguna tensión entre asumir esas metas de inclusión y seguir siendo una institución de élite necesaria para el país? ¿O diría que esa relación es virtuosa?
Sí, es virtuosa. Una universidad, para servir al país, para ayudarlo a entender los problemas complejos, primero que nada tiene que estar conectada con su gente. Es decir, ser un espacio donde los problemas se discuten entre personas con distintas historias. Está demostrado que cuando una universidad se homogeniza, pierde calidad. Por lo tanto la inclusión, lejos de comprometer la excelencia académica, en las sociedades actuales es un requisito para mantenerla. Nosotros hemos trabajado mucho este tema, intelectualmente también, apoyados por la investigación reciente en los Estados Unidos sobre los programas de acción afirmativa. Y una conclusión importante ha sido que no basta la diversidad estadística: se necesita interacción, las personas tienen que conocerse, trabajar juntas. Es un momento clave de sus vidas, porque están construyendo sus identidades, afirmándolas, y por lo tanto también es clave que tengan estas experiencias de conocer lo distinto.
Aunque hoy también se discute el resultado paradójico de ese proyecto: en las universidades de élite que mejor observaron esos principios, echó sus raíces la cultura de la cancelación.
Bueno, esos hoy día son fenómenos globales. Y yo creo que, efectivamente, hay que asumirlo como un desafío de la educación. O sea, tú no puedes rendirte frente a eso, ni pensar que es una fuerza que viene de afuera y nos va a invadir de todas maneras. De hecho, uno de los objetivos principales de nuestra rectoría tiene que ver con lo relacional, con generar un ambiente donde se conversa y se escucha. Porque es en el aula, en cada trabajo, en cada actividad, donde hay que trabajar este tema. Yo incluso vinculo esto con la manera de aprender las ciencias, sobre todo por la experiencia que he tenido en educación escolar con el programa ECBI (Educación en Ciencias Basada en la Indagación, cofundado por Devés en 2002).
Dicen que esa experiencia la marcó profundamente.
Ha sido un crecimiento personal muy importante. Es un programa que se propone enseñar la ciencia como se hace y no desde el libro, no desde el saber ya establecido. ¿Para qué? Para que los niños aprendan a hacer preguntas, aprendan a escucharse, a contrastar sus resultados y reflexionar con otros. Porque de eso se trata la práctica científica. Alguien pensaría que esto no puede llevarse a la sala de un primero básico de una escuela pública, pero sí se puede. Y si uno observa el diálogo que establece la profesora con los niños, y los niños y niñas entre sí, se da cuenta de que ahí hay algo auténtico, y que esa es la forma en que la ciencia se ha construido. Siempre se dice que cuando uno enseña comprende mejor lo que hace, pero claro, uno diría que una doctora en bioquímica no va a ir a comprender la ciencia en una escuela pública. Pero así me ha pasado. Me ha ayudado a comprender profundamente los valores de la ciencia, cómo te prepara para un comportamiento más ciudadano.
Hay un comentario recurrente entre profesores universitarios: que los alumnos están llegando peor preparados desde el colegio.
Sí, aunque eso lo escucho desde que estoy en la universidad…
Pero el comentario ha ido ganando dramatismo…
Puede que los estudiantes sean distintos, pero los profesores también tienen que ponerse en disposición de interactuar con esta juventud que es muy distinta a ellos. Ahí hay un problema generacional y también, me parece, de comprensión sobre qué es saber y qué no. Porque las formas de adquirir el saber pueden ir cambiando, pero eso no implica que deje de adquirirse. Yo tengo mucha admiración por la juventud. Al menos por la que conozco bien, que es la de esta universidad. Son bien preparados, son profundos, son críticos, son contestatarios muchas veces, y eso yo lo agradezco. No tengo, en ningún caso, la sensación de que sean débiles, o ignorantes, o que no quieren trabajar, como uno escucha a veces. Es una juventud preocupada, algo enojada, pero también generosa. Recién tuvimos una experiencia muy bonita con José Mujica, en el Salón de Honor, lleno de estudiantes. Y lo que más me impresionó fueron sus preguntas: le preguntaban a Mujica cómo podemos reducir la polarización, cómo podemos pasar de una convivencia individualista a una más orientada a lo colectivo. A diferencia de lo que ha pasado hace mucho tiempo, donde las voces eran más bien acusatorias de lo que ocurría en su entorno, vi estudiantes preocupados de cómo hacerse cargo ellos mismos. Además, ver a un hombre de 87 años siendo escuchado en un silencio de respeto total por jóvenes de 18 a 24, me dio mucha esperanza.
Otro rumor de moda en la academia es que los profesores, dado que la gratuidad sólo se otorga durante el período nominal de la carrera, se están viendo presionados a pasar de curso a sus estudiantes.
No, para nada. Es evidente que quitarle la gratuidad a ese estudiante que partió de más atrás no tiene ningún sentido, es la negación misma del derecho. Pero aquí ni se me habría ocurrido pensar eso que dices. Lo que sí creo es que hoy existe una responsabilidad con el avance del estudiante. O sea, ese profesor al que le reprobaba la mitad del curso, hoy es un mal profesor. Y no es que tenga que hacer pasar al que no aprendió: tiene que comprender la diversidad de su clase y preocuparse del avance de cada uno. Es un esfuerzo muy grande…
Eso mismo irán a pensar los profesores que la lean.
Es que hoy la academia es muy difícil de ejercer. ¿Qué le estamos diciendo al profesor? “Mire, aquí tenemos tres funciones: enseñanza, investigación y extensión. Pero nos gustaría que usted las vincule, que enseñe en relación con la sociedad y que parte de sus trabajos sean en terreno. Pero también nos gustaría que desarrolle las habilidades de investigación, cómo no. Y si usted investiga, más vale que se vincule con los grandes problemas del país”. ¡Es muy exigente!
¿Se acabó la idea de la universidad como un lugar de pensamiento reposado, donde se cultiva el espíritu en torno a las fuentes del saber?
Absolutamente. En ninguna parte del mundo se sostiene una universidad como esa. Las universidades han subsistido 800 años o más porque han sido capaces de renovarse, y en este momento su transformación principal, en todo el mundo, tiene que ver con su conexión con la sociedad. La universidad que se encierre en sí misma es la que va a desaparecer, así de simple.
Ese tipo de encierro se le criticó mucho al progresismo académico que pobló la Convención. De hecho, se le atribuyó parte del fracaso.
Es posible. Y quizás tuvo que ver, más que con el fondo, con el lenguaje. Había un lenguaje muy especializado, con términos que las personas no usan comúnmente, aunque probablemente compartieran los anhelos y derechos que ahí se expresaban. En ese sentido estoy de acuerdo con esa crítica. Hay otros espacios para el diálogo académico.
Y a propósito de lo mismo, ¿qué le parece la figura del “experto” que consagra el nuevo mecanismo constituyente, como complemento y/o contrapeso de la voluntad popular?
Antes de contestar eso: nosotros nos estamos moviendo más bien en la dirección contraria, porque decimos precisamente que el saber también reside fuera de las universidades. Dicho eso, todo va a depender de las relaciones. Es decir, de cómo las personas que han dedicado sus vidas a estudiar ciertos temas, dialoguen con esa voluntad popular que una Constitución tiene que representar. Entonces, no me opongo de partida al acuerdo. Tampoco me corresponde, por lo demás. Pero es muy importante cómo se vayan a dar esas relaciones y cómo se respete lo que acuerde la conversación entre los miembros elegidos. De eso va a depender que no se pierda el carácter esencial que ha tenido nuestro ejercicio constituyente, y que este segundo intento pueda verse como una continuación del anterior en los principios más fundamentales.