Hay un hecho que ha marcado y determinado muchas encrucijadas de mi vida. Pero, aún más importante, ha quedado grabado en la historia del Golpe militar de 1973.

Pocas semanas antes del “11″, tres dirigentes políticos fuimos acusados de un intento de sedición en la Marina: el senador Carlos Altamirano, secretario general del PS; Miguel Enríquez, secretario general del MIR, y yo, diputado y secretario general del MAPU. Los tres, sindicados como cabeza del ala más dura o “ultra” de la izquierda.

La acusación fue rodeada de una gran parafernalia, fueron detenidos suboficiales de tierra y de distintos barcos de guerra, mientras se nos acusaba de ser los cabecillas de un plan que pretendía tomar los barcos por la fuerza, asesinar a los oficiales y luego bombardear las poblaciones de oficiales en el sector Las Salinas de Viña del Mar, como señal para el inicio de una insurrección nacional destinada a instaurar una dictadura comunista.

Los marinos encarcelados sufrieron torturas que desataron una importante solidaridad popular con ellos. En tanto, entre la oficialidad de la Marina se producía un vuelco hacia posiciones golpistas alimentadas por la versión de que pretendíamos asesinarlos a ellos y a sus familias. Como consecuencia, el comandante en jefe, almirante Raúl Montero, hombre muy íntegro y marcado por la tradición constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fue removido a manos de su segundo al mando, el almirante José Toribio Merino, claramente partidario del Golpe. El propio Merino transmitía que debió presionar fuertemente a Pinochet, que dudaba en sumarse.

Esa fue la magnitud política del caso, en momentos en que la crisis se había intensificado al extremo a mediados de 1973. Se hablaba abiertamente de Golpe de Estado, sea para promoverlo o denunciarlo. El desabastecimiento se agudizaba por la suma de errores económicos, el boicot premeditado de gremios opositores, el estado de movilización permanente y la acción del gobierno de Nixon para estrangular financieramente a Chile y apoyar la desestabilización interna. En ese cuadro, las Fuerzas Armadas se transformaron en foco central del debate y la acción política. Cuando las armas se convierten en opción generalizada, quienes las poseen pasan a ser codiciados.

Si ya antes las relaciones con las FF.AA. se habían hecho habituales a partir de la incorporación de altos oficiales al gobierno de la UP, en ese tiempo se desataron. Casi a diario se producían tan intensos como discretos contactos entre civiles y militares, y se denunciaban iniciativas golpistas.

Reunión con suboficiales

Fue en ese escenario que me llegó un mensaje del regional Valparaíso del MAPU, señalando que un grupo importante de suboficiales de Marina pedían contactarse conmigo, como diputado y jefe de partido de la Unidad Popular, para hacer llegar una grave y urgente información al Presidente Allende.

El encuentro se realizó en un departamento ubicado en la zona de Recreo, entre el Puerto y Viña del Mar.

Al llegar, ya estaba allí un grupo de unas 10 a 12 personas. Al saludarlos se fueron presentando como suboficiales de distintas armas y barcos de la Marina. Uno de ellos, que después supe era el sargento Juan Cárdenas, tomó la palabra. Me señaló que deseaban que le hiciera llegar al Presidente Allende la información de que en la Marina se preparaba el Golpe de Estado para el día 7 de agosto.

Para fundar dicha afirmación, procedieron a entregar, uno a uno, datos precisos de arengas de oficiales en distintos barcos a las que habían asistido, así como encuentros entre oficiales de la Armada y de otras ramas de las FF.AA., a los que marinos habían servido como mozos e informado a ellos. La información me pareció muy precisa y pormenorizada. Luego de hacerles diversas preguntas, les señalé que haría llegar el informe al Presidente.

Entonces ellos me plantearon que tenían un plan para frustrar el intento de Golpe: reducir y apresar a los oficiales, para luego proclamar su lealtad al gobierno y la necesidad de contar a futuro con una Marina leal a la Constitución y al pueblo.

En un rapto de sensatez poco común de esos tiempos, les manifesté que su plan me parecía “una locura” (consta en el expediente del proceso). Que, con eso, solo se precipitaría una situación de violencia a nivel nacional. Sin embargo, les reiteré que haría llegar sus antecedentes al Presidente, porque me parecían suficientemente graves y detallados.

Antes de retirarme les pregunté qué querían ellos, aparte de que no hubiera Golpe, y qué significaba eso de una Marina distinta. Varios opinaron. Pude constatar que solo algunos simpatizaban con la Unidad Popular; otros eran más bien constitucionalistas, pero todos muy marinos, con vocación de seguir siéndolo.

Hasta allí la reunión, de la cual existe información detallada en el expediente de la causa. Tuve acceso a ese expediente, y pude calibrar su debilidad cuando solicitaron mi extradición a Colombia, donde me había acogido a asilo político. Hasta conocer ese documento, siempre supuse que los marinos apresados “confesaron” que Altamirano, Enríquez y yo éramos los cabecillas. Tenía lógica. Habían sido torturados, nosotros estábamos libres, en la clandestinidad o exiliados. Me parecía comprensible que se defendieran de esa manera. Pero, al revisar ese documento, me resultó admirable que, en medio de apremios y tiempos de una dictadura descontrolada en sus odios, ellos fueran muy veraces respecto a esa cita, a pesar de los costos que debían pagar por su entereza.

Después de la reunión con ese grupo de marinos, informé al Presidente de ella, pero no tengo idea cuál fue la importancia que le dio. En ese período, seguramente recibía decenas de informaciones sobre el mismo tema.

Poco después, la Armada hizo estallar la noticia de que había sido detectado un intento de sedición, cuyos cabecillas éramos Carlos Altamirano, Miguel Enríquez y yo. Informaba que habían apresado a sediciosos dentro de la Marina. E informaba que el objetivo era matar a la oficialidad y bombardear las poblaciones de personal naval y sus familias en el sector de Las Salinas, para así dar inicio a una insurrección nacional que instaurara un régimen marxista en Chile.

Por cierto, en el clima que se vivía, esta fue una bomba. Más aún cuando se sindicaba como “cabecillas” a quienes aparecíamos liderando el sector “duro” de la Unidad Popular, más el MIR.

Solo a partir de eso me enteré de que los marinos también habían contactado a Carlos Altamirano y a Miguel Enríquez. Ninguno de los dos estuvo en la reunión en que yo participé, ni yo en las que ellos hubieran tenido.

El tema se puso candente. Poco después se hicieron públicas denuncias de torturas en instalaciones navales a los marinos apresados y eso desató movilizaciones en Santiago, Valparaíso y Concepción. Mientras, se preparaba la acusación para llevarnos a tribunales que, en el caso de Altamirano y mío, por ser parlamentarios, requería el desafuero previo.

La denuncia tenía fecha del Golpe

En mis reflexiones posteriores he pensado que, en primer lugar, los marinos involucrados se pueden haber equivocado en la fecha o la estrategia para enfrentar la sedición contra Allende, pero no al denunciar que se preparaba un Golpe por parte de la oficialidad. La propia Marina se ha ufanado siempre de ser ella y el almirante Merino, como su cabeza, los que precipitaron el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, a pocas semanas de distancia con la fecha señalada por los marinos y a diferencia de las vacilaciones de Pinochet, quien, muy al último y solo por presiones, habría aceptado sumarse. La reacción que propiciaban ante esto los marinos más tarde apresados puede haber provocado mi desacuerdo, como consta en el expediente de la causa y ratificó años después en Europa su cabeza visible, el sargento Cárdenas. Pero en el clima de legitimación de la violencia que entonces se vivía, sus propuestas no eran sino reactivas ante una amenaza tan real que se materializó apenas un mes después de lo que ellos preveían.

Asimismo, esta denuncia de “sedición” jugó un rol decisivo para deslizar a toda la oficialidad de la Marina hacia posiciones golpistas, que eran encabezadas por el almirante José Toribio Merino. Para los oficiales ya no se trataba, según las versiones entregadas por sus superiores, solo de la política nacional, sino que también del asesinato de ellos y de sus familias. El clima de odio y exasperación se hizo extremo.

Sin duda, este hecho explica que Altamirano, Enríquez y yo encabezáramos la lista de los “13 más buscados”, que apareció después del Golpe. También, que durante largo tiempo se esgrimió como prueba de los planes golpistas de Allende y la Unidad Popular. Fue, además, enseñado así por muchos años como parte de la historia de la Marina en la Escuela Naval y compilado en cuanto “libro blanco” imprimió la dictadura para justificar el Golpe. Y pesó en mí durante largos años como causa principal de mi prolongado exilio, de la cárcel que debí vivir a mi vuelta a Chile a fines de los años 80 y de permanentes reiteraciones posteriores de la “versión oficial”.

En agosto de 1973 los propios marinos apresados y luego torturados hicieron una declaración pública en la que reiteran la falsedad de esta versión. En relación con las acusaciones que se nos hicieron a Altamirano, Enríquez y a mí, su declaración coincide exactamente con el expediente del proceso por sedición con que se pidió mi extradición a Colombia y se me juzgó posteriormente en Chile.

Este juicio de sedición tuvo importancia decisiva en los caminos de mi vida al volver a Chile. No solo por la cárcel con que se inició, sino que también porque cuando la dejé, a fines de 1988, fue con libertad condicional y prohibición de ejercer cargos públicos o participar como candidato en elecciones de votación popular, porque la pena del delito que se me imputaba era “entre 20 años y muerte”. Por eso, no sin un dejo de ironía, siempre digo que el almirante Merino estuvo en el origen de mi carrera empresarial.

Me costó un largo proceso salir de las garras de la justicia naval de entonces. Fue el abogado Luis Arévalo quien me defendió abnegada y gratuitamente en ese caso. Yo estaba preso, sin ingresos, y mi familia sobrevivía difícilmente gracias a un trabajo modestamente remunerado de mi mujer.

Solo en 1993, 20 años después de los hechos, ante un recurso de queja nuestro, pudimos llegar a la Corte Suprema. Su fallo, por seis votos contra cero, determinó que yo no había participado en sedición alguna. Entre los seis votos a mi favor se incluía el del auditor general del Ejército, general Fernando Torres Silva, quien, para procesos provenientes de la justicia militar, se transformaba en integrante de la corte. Pero faltaba algo.

Treinta y tres años después

Este episodio histórico tuvo su cierre a comienzos de 2006, o sea, casi 33 años después. Ya se había producido el “nunca más” del Ejército encabezado por el general Juan Emilio Cheyre y la Fuerza Aérea había recibido como parte de su “familia” a Michelle Bachelet, hija del general Alberto Bachelet, muerto en cárceles de la dictadura. Sin embargo, la Marina parecía reacia a adoptar posturas similares.

De allí mi sorpresa cuando a fines de 2005 recibí una invitación del comandante en jefe de la Marina, Rodolfo Codina, para participar junto a un grupo de invitados de distintos ámbitos —parlamentarios, altos oficiales de otras ramas, empresarios— en un viaje del “Aquiles” al archipiélago de Juan Fernández. Lamentablemente, no pude viajar. Sin embargo, en enero de 2006 recibí una nueva invitación. Esta vez para recorrer en el “Aquiles” los mares de la X y XI Región del país. Consciente del significado del gesto hecho por la Marina, el viaje representó desde sus inicios una fuerte carga emocional para mí. Treinta y tres años después de los hechos que se me imputaron y 12 años después de que la Corte Suprema había fallado unánimemente que yo no había hecho sedición alguna, recibía esta señal.

Por si faltaran motivos de recuerdo, exactamente en los momentos de estar recién embarcados, próximos al zarpe, recibí un inesperado llamado telefónico de la Presidenta Bachelet. Me pedía que asumiera la presidencia de Fundación Chile, principal centro de alianza público-privada del país, dedicado a la innovación de alto impacto y el emprendimiento.

Llamó mi atención la presencia en el barco no solo del almirante Codina, comandante en jefe de la Armada, sino que también de un nutrido número de miembros del almirantazgo. El viaje fue un maravilloso recorrido por esos mares y costas de enorme belleza. Un tiempo magnífico y el clima que se creó entre los civiles y los marinos colaboraron al agrado en la travesía.

Todo esto era la antesala de la última noche. Me había extrañado que la invitación indicaba —con esa prolijidad típica de las FF.AA.— que debíamos llevar ropa informal gruesa, pero además... un terno oscuro de noche los hombres y un vestido elegante las mujeres. Me pareció extraño este componente del equipaje. Lo comenté con el vicealmirante Cristián Millar, que creo fue un importante gestor de la iniciativa, y él, sin entrar en detalles, me señaló que la tenida más formal era para la cena de gala la última noche embarcados.

Esa noche, el salón principal del “Aquiles” tenía varias mesas donde nos habían asignado a cada uno un puesto identificado por una tarjeta con nuestro nombre. Los oficiales, de uniforme de gala.

Mientras servían unos cócteles y poco antes de sentarnos a la mesa se me acercó el vicealmirante Millar para decirme al oído más o menos lo siguiente: “Óscar, en esta cena el almirante (Codina) va a decir unas palabras para agradecer que hayan aceptado nuestra invitación y estén presentes”. (Una pausa). “Ahora, quiero que estés atento a sus palabras, porque si bien no hay referencias personales, hay párrafos que tienen que ver contigo”. Hizo luego una nueva pausa y a continuación agregó: “Al final de la comida agradecerán las palabras del almirante cuatro invitados: el general director de Carabineros, el presidente de la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados, el vicepresidente del Senado y la subsecretaria de Marina”. Y continuó Millar: “Ahora, no hay la menor obligación de que tú u otro invitado diga algo; te repito, ninguna obligación, pero si alguno desea decir algo después de esos saludos, el oficial a cargo del libreto ofrecerá los micrófonos por si alguien lo desea”.

Me quedó claro que venía algo importante y así ocurrió. En su discurso oficial, el almirante Codina habló del pasado que nos dividió, de la necesidad del reencuentro y fue especialmente emotivo.

Transcribo textualmente los párrafos pertinentes:

“No puedo terminar estas palabras sin hacer algunas reflexiones que hablan de sentimientos de reencuentro y unidad:

Nos acompañan hoy personalidades y ciudadanos de nuestro país que vivieron la dolorosa experiencia derivada de un pasado que nos dividió y enfrentó en forma irracional, dejando huellas de las cuales no podemos sentirnos orgullosos y que, de corazón, lamentamos. Por ello, estas palabras, que son con respeto y afecto, tienen como propósito explicitar que valoramos la grandeza y generosidad de haber concurrido a esta invitación y con ello habernos dado la oportunidad histórica de retomar una amistad cívica y emocional de la cual sí queremos enorgullecernos, en la convicción de que las relaciones humanas llevadas con sentido de trascendencia y sinceridad son el camino que hará grande a nuestro país y dará mejor oportunidad a todos los que somos parte de un proyecto donde el rencor no tiene cabida.

El habernos privilegiado con su presencia, de verdad, nos compromete, toda vez que el reencuentro y la unidad, cuando es resultado de la convicción profunda, de la importancia del espíritu republicano, solo otorga escenarios prósperos, pero, por sobre todo, nos permite mirar el futuro con optimismo para el mejor destino de nuestros hijos.

Por último, quiero reiterar que nuestra invitación fue y será sin ventajas, que nuestro objetivo tiene como eje central el conocernos y valorarnos más. Pero si somos chilenos de corazón bien puesto, queremos que esta invitación sea una apuesta a la proyección de vínculos y amistades que nos permitan con humildad y honestidad ponernos en el lugar del otro, porque solo así, comprendiendo en su exacta dimensión las tristezas y felicidades del que hoy miramos a los ojos, podremos reconstruir los nexos de una sociedad que jamás debió alcanzar distancias y conflictos que llevaron a interrumpir una capacidad de acuerdos y de entendimientos nacionales.

Estas palabras, en definitiva, pretenden ser la proyección del alma de una institución, como lo es la Armada de Chile, institución que ponemos a disposición de ustedes para alcanzar los objetivos que nuestras autoridades de gobierno nos han propuesto. Compartir el presente y asegurar un futuro mejor, haciéndonos cargo de nuestro pasado, es el camino que invitamos a navegar”.

Estas palabras y gestos, en medio de un viaje que por sí solo representaba una fuerte carga emocional para mí, me impactaron fuertemente. Mientras agradecían los cuatro invitados, cuyos discursos estaban contemplados en el acto, yo escribía en una servilleta de manera apurada las ideas que se me agolpaban.

Terminados los anteriores saludos, como había sido advertido, el oficial a cargo preguntó si algún otro invitado quería decir algunas palabras. Levanté la mano y me dirigí al podio en medio del salón, notando, con sensibilidad de guitarrista, que aumentaban los grados de atención (o tensión) entre los comensales y personal de servicio que nos atendía.

Obviamente, no llevaba discurso escrito, pero hay episodios que a uno se le quedan grabados como fotografías, y al desembarcar reproduje mis palabras, creo que textual o casi textualmente.

Partí señalando al almirante Codina que no me había pasado inadvertido el gesto que representó esa invitación y, más aún, que fuera en nombre de la Armada de Chile. Y luego hablé con una mezcla de sentimientos —orgullo, humildad, emoción—, indicando que me interesaba que todos tuvieran claro que hablaba sin la menor intención de cobrar cuenta alguna. “Entre otras cosas, porque soy un convencido de que la responsabilidad por lo ocurrido es compartida por vencedores y vencidos. Lo he dicho muchas veces, por más que me sienta más cómodo siendo parte de los entonces vencidos”, dije. A continuación, recordé que mi historia personal estuvo marcada por la Marina para bien y para mal. Para mal, los 14 años de exilio obedecieron a la acusación que me hizo la Armada, al igual que mi estada en la Cárcel de Valparaíso. Y expliqué que la Marina tuvo que ver con mis inicios en mi vocación empresarial. Luego dije que me he esforzado en estos años por tender puentes y, por eso, cuando veo que desde su lado también se tienden puentes, a mí eso me emociona mucho.

Mis palabras terminaron abruptamente, porque me fui emocionando y no pude evitar que se me quebrara la voz y se me llenaran los ojos de lágrimas. Cuando volvía a mi asiento, el almirante se levantó de su silla y me dio un fuerte abrazo en medio de las mesas, mientras la audiencia se ponía de pie a aplaudir. Debí abandonar el salón y paseé un largo rato por cubierta en medio de la noche austral para poder calmarme y volver a la cena.

Era el epílogo de una historia que duró 33 años y marcó la vida no solo mía, sino que también de mi mujer y mis hijas, así como de mis padres, ya fallecidos, que quizás recibieron el castigo peor, porque nosotros seguimos juntos en el exilio, pero ellos perdieron a su hijo y únicas nietas por largos años, y como viñamarinos, cuya clase alta siempre ha estado muy ligada a la Marina, sufrieron el ostracismo de muchas amistades que compraron todo el cuento de la “sedición” y cobraban en mis padres lo que no podían cobrarme a mí.

Los recuerdos me llevan a mis padres. Cuando volví, pude conocer de ellos su calvario, especialmente los primeros años. Sus incansables intentos por lograr mi regreso, siempre infructuosos; sus cartas airadas a los diarios cada vez que algún personero dictatorial o de la Marina me mencionaba asociado a la “sedición”, muchas de ellas no publicadas, pero todas archivadas meticulosamente. Estoy convencido de que solo el tesón y tozudez de mi padre por mi retorno explican que no haya muerto de su grave enfisema pulmonar antes de mi vuelta a Chile, como era el pronóstico de cuanto médico lo atendió. No puedo dejar de hacer un recuerdo de mi madre. Recuerdo que ya muy viejita, sobre los 90 años de edad, siguió con excitación el período de la agonía del almirante Merino, que coincidió con enfermedades del general Pinochet y el general Leigh, tres miembros de la Junta de Gobierno que encabezaron el Golpe de 1973. El día de los funerales de Merino fui a verla como hacía habitualmente y la encontré sentada en su cama, especialmente acicalada y de labios pintados, sosteniendo en su regazo una bandeja con un gran pisco sour y otras cosas de cóctel, luego de haber ordenado que le pusieran el televisor para no perderse detalle del funeral. Ese día el beso con que me recibió fue especialmente cálido. No es raro entre quienes han sufrido hambre y sed de justicia el goce por la desaparición de su verdugo.

Retomando este epílogo en el “Aquiles”, la misma noche de los episodios que he relatado, un eufórico vicealmirante se me acercó para decirme que todo había ido más allá de sus expectativas y me confesó que varios almirantes, recelosos de estos gestos del almirante Codina, se habían acercado a él para decirle que habían superado todas sus reticencias y que respaldaban plenamente su línea de acción en estas materias.

Poco después de finalizada esta navegación tan especial, se sucedieron los gestos de la Marina. El almirante Codina dio mucha importancia a los hechos en una entrevista radial y me llamó por teléfono para agradecerme personalmente que hubiera aceptado y respondido su invitación de esa manera. Se sucedieron varios otros gestos. Entre ellos, uno muy particular tiene que ver con las gorras de marino bordadas con la identificación del transporte “Aquiles” que todos recibimos al embarcarnos. Pues bien, días después del desembarco recibo un paquete con papel de regalo en mi oficina, enviado desde la Comandancia en Jefe. Era uno de esos gorros marineros del “Aquiles”, pero el significativo detalle era que, mientras antes todos habíamos recibido gorras sin mayor distintivo, esta traía bordados en la visera los laureles dorados propios de las gorras de almirante. Aún la tengo y la uso habitualmente en esos días junto al mar que me regalo todos los meses.

Quizás no falten quienes planteen que tanto dolor y persecuciones no se compensan con una invitación a navegar por pocos días y lean con distancia o desagrado los párrafos anteriores. La verdad, hace mucho tiempo pienso que dolores como los sufridos no tienen compensación posible. No hay medida capaz de contener una reparación a la altura del daño que nos hicimos como personas y como nación. Más bien mi reflexión es otra. Yo, en lo personal, y el país, en general, necesitamos y anhelamos cerrar capítulos, no seguir prisioneros de un pasado que cada vez más recuerdo como pesadilla. Hace años me cansé de odiar. No quiero seguir siendo un encadenado a la dictadura y su obra. He pensado que, en el caso de que hubiera sido muerto, posibilidad que sin duda existió, no me gustaría ver a mis hijas prisioneras a perpetuidad de mi muerte, sino que dedicadas a sus amores y pasiones, a imaginar, construir y vivir mundos mejores a los de entonces. Por eso, más que compensaciones, busco cerrar capítulos que desearía jamás se hubieran abierto, creando espacios y construyendo puentes donde antes solo había precipicios que separaban.

No faltan quienes me critican por tener algunos amigos, entre la variedad de los que la vida me ha regalado, que estuvieron con la dictadura y que hasta ejercieron cargos en ella. Tampoco faltan quienes ven con malos ojos entrar a clubes, casas o barcos donde se anidaba el golpismo en 1973. Lo entiendo, pero quisiera que conocieran también la lógica de alguien que lo pensó y llegó a una conclusión distinta. Yo siento un triunfo tener convertido en amigo a quien, para la fecha del Golpe, podría haber descorchado una botella de champagne ante el anuncio de que yo había sido muerto. Siento un triunfo ser invitado y recibido respetuosamente en lugares donde antes se respiraba el odio contra mí u otros como yo. Siento que este país es más amable, más deseable que aquel de 1973, y eso solo se logra con una voluntad compartida entre todos. Pero también, por las tragedias que arrastramos y nos dañan desde esos tiempos, y entiendo a quienes el dolor les impide hasta hoy desembarazarse de esa pesadilla.