Soraya Sanzana pensaba que esto iba a ser como el ébola: una enfermedad terrible, que venía desde muy lejos y para la que había que prepararse. Pero que no iba a llegar a Chile. Y, menos aún, a Temuco, que es donde ella, de 43 años, trabaja como enfermera y supervisora en el Hospital Regional Hernán Henríquez. Así es como durante enero siguió con su vida, pensando en las vacaciones que en febrero tendría con su hija de 15 años. Cuando regresó, esta enfermedad, el coronavirus, ya estaba matando en Italia y en España. Y eso la hacía distinta. Quizás, entonces, no iba a ser como el ébola. Tal vez sería más parecida a la gripe H1N1 de 2009. Eso tampoco la asustó. Soraya había trabajado 15 años en la Unidad de Cuidados Intensivos y eso le daba cierta calma. “Es una enfermedad más”, pensó, “una gripe común”. Y eso duró hasta que supo cómo se contagiaba. Que no solo podía ser a través de gotas de tos esparcidas en el aire, sino que también a través del contacto. Pensó en ella, en su hija, en sus compañeras enfermeras. En la forma en que se saludaban, la cantidad de abrazos diarios que podía dar y, de pronto, en su mente la infección pareció imposible de frenar.
-Yo dije, si es así, estamos sonados -recuerda ella ahora en su oficina.
No era la única. Rolando Sepúlveda, un doctor que a los 33 años había conseguido ser el jefe del Centro de Responsabilidad Médico Adulto, también miraba a Europa a fines de febrero, mientras hacía sus turnos en el servicio de medicina.
-Me llamaba la atención lo rápido que era la evolución del virus en pacientes jóvenes. Pensaba esto me puede tocar a mí.
Esa sensación de que el virus se acercaba les dio cierta urgencia a las capacitaciones que empezaron a ordenar en el Hernán Henríquez. Los infectólogos les enseñaron a los cerca de 3.200 funcionarios de salud cómo cuidarse ante pacientes infectados, cómo usar los elementos de protección, como mascarillas, antiparras, pecheras y guantes y, también, qué condiciones debiesen tener los primeros módulos a los que llegarían esos eventuales pacientes.
Soraya Sanzana tuvo que buscar esos espacios. Fueron tres salas con capacidad para tres pacientes cada una, en el séptimo piso, donde estaba Cirugía: -dijimos con estas tres salas estamos. Yo pensaba: hagamos todo esto, pero seguro que no va a ocurrir.
El sentimiento era transversal. Claudio Vega, 32 años, especialista en urgencias y médico subrogante del hospital, tampoco creía que los primeros casos fuesen a llegar a Temuco. Después de todo, luego de crecer en Quilpué y de estudiar en Santiago, Vega había elegido trasladarse a La Araucanía justamente por eso: porque aquí era más tranquilo.
Pero alrededor del 12 de marzo, según se presume, un contagiado por coronavirus viajó desde Santiago a la región. Soraya Sanzana escuchó que se había ido a Villarrica, que no había tenido contacto con gente en su ciudad. Así que eso la calmó. Aún así, las cosas en el hospital comenzaron a cambiar. Dejaron de saludarse de beso, aprendieron a mantener distancia social y, de a poco, empezaron a sentir miedo. Incluso, gente que nunca antes lo había sentido.
Yennie Troncoso era una. Tenía 48 años y 20 de ellos como técnico en enfermería de la Urgencia. Había estudiado eso porque al terminar el colegio no vio muchas posibilidades y esta era una carrera rápida que le permitía empezar a trabajar pronto. Y en eso, en esos turnos de 12 horas de día y 12 de noche, cuando llegaba gente gritando y gente muriendo y gente llorando, Yennie Troncoso dice que aprendió algo sobre sí misma: que no la asustaba ser parte de ese mundo.
-Entendí que tenía la vocación, porque no me asustaba ponerle el pecho a las balas -dice-.
Esto, en cambio, era diferente. Porque era algo que podía llevar a su casa y dañar a sus dos hijos adolescentes o a su marido, con el que comparte profesión. Entonces, antes de que llegara todo esto, Yennie se sentó con su familia para hablar sobre lo que venía y les hizo una promesa: pasara lo que pasara, no les iba a mentir.
El primer paciente le llegó a ella, alrededor del 15 de marzo. Era un veinteañero que sospechaba que tenía la enfermedad, porque había viajado. Ella lo subió al séptimo piso para que le hicieran el examen. Yennie Troncoso dice que todavía le recuerda la cara, lo asustado que se veía, lo callado y sumergido que estaba.
-De pronto pasamos por un pasillo -recuerda ella- y vimos a unas personas, familiares de pacientes. Como íbamos al séptimo gritaron: ¡Salgamos de aquí que viene uno con coronavirus! Yo no quería contagiarme, pero me ponía en el lugar del cabro.
El miedo empezó a avanzar a través de los pasillos del hospital. Troncoso dice que tenía compañeros que estaban con posnatal asustadas de regresar y otros que recibían mensajes de WhatsApp diciendo que el virus era un arma biológica enviada desde China. Todo eso la aterraba un poco. Sobre todo cuando día tras día tenía que lavar y preparar los implementos de protección personal que usaban los médicos que enfrentaban la enfermedad. En esas pecheras y escudos faciales y antiparras expuestas al virus que ella, con sus manos cubiertas de guantes, tenía que sanitizar y dejar listos para otro turno.
Los sospechosos no dejaron de llegar. Pasaron de ser veinteañeros que habían viajado a alguno de los países riesgosos a abuelos con congestión nasal, dolor de garganta y, finalmente, adultos mayores con problemas para respirar. El ritmo, asegura el doctor Claudio Vega, era de 100 a 130 consultas diarias por pacientes sospechosos de coronavirus. Y de todos esos, unos siete u ocho tenían que ser hospitalizados diariamente. Eso era lo que esperaban. Lo que habían visto en las noticias. Lo que no esperaban, cuenta Vega, fue lo que vino después.
-Nos empezaron a llegar pacientes de 35 años que a veces fumaban, a veces eran obesos y en otros casos eran completamente sanos, que necesitaban de ventilación mecánica.
Era como presentía Rolando Sepúlveda.
No solo eran abuelos. Eran personas como ellos.
***
Había un estigma en el Hernán Henríquez. Una fama que incluso sus 122 años de historia, sus siete pisos y la renovación arquitectónica hace una década aún no lograban cambiar. Y esa era que la Urgencia colapsaba. Que el equipo no era capaz de absorber las cerca de 40 atenciones diarias que su comunidad requería. Entonces, como relata la enfermera Carla Acuña, a veces tenían que hospitalizar a personas en los pasillos o en sillas, y los tiempos de espera podían alargarse hasta cinco horas. Por eso es que cuando en una reunión social contaba que llevaba 14 de sus 38 años trabajando en esa urgencia y escuchaba que ahí atendían pésimo, se sentía golpeada. Después de los primeros hospitalizados por coronavirus, esa escena de colapso la perseguía a ella y a sus compañeros. Sobre todo cuando, incluso antes de que comenzara la batalla, el hospital ya tenía bajas. A pesar de contar con médicos preparados que formaban a muchos de los doctores que terminaban trabajando ahí, se decidió que los profesionales mayores de 70 años o que contaran con enfermedades de cuidado quedarían excluidos de enfrentar la pandemia.
Lo segundo fue asegurar los suministros para todos. Suena simple, pero los tiempos del aparato público suelen no ser tan rápidos como los de una epidemia. Entonces, asegura Soraya Sanzana, hubo que estresarlos.
-Sentía que nos llegaban cada vez más pacientes y eso no se condecía con el sentido de urgencia del departamento de abastecimiento. Tuve que ir yo misma a la bodega a buscar los guantes, las pecheras. No es que nos faltara algo, era la coordinación. Yo le decía a la gente de abastecimiento que esto no era algo que pudiesen ver mañana. Era ahora, urgente, porque estábamos en una guerra.
Ese desfase, explica le enfermera Carla Acuña, provocó que en un principio faltaran mascarillas y escudos faciales. Aunque, enfatiza, nadie se expuso a un paciente sin ellos.
-Los que mirábamos esto pensábamos capaz que mañana ya no queden.
Por esa época, también apareció un video en redes sociales mostrando a personal de salud del hospital tapándose las piernas con bolsas de plástico.
-Tú trabajas con lo que tienes o inventas cosas -sostiene Yennie Troncoso-. Aquí nos dijeron que no era necesario usar cubrecalzado y tienes que confiar en eso.
No pasó mucho hasta que el virus cambió el hospital por completo. Agrandaron la Urgencia, convirtieron módulos normales en salas de reanimación y acortaron los tiempos para definir tratamiento, al punto en que en media hora ya se sabía cómo había que enfrentar a un paciente por coronavirus. También cambiaron los uniformes azules que se llevaban a la casa por unos verdes que se lavan en el hospital a 70 grados centígrados, para eliminar cualquier rastro del virus. Si antes había una enfermera para doce camas, luego de esto redujeron esa carga a la mitad. Como la demanda por camas no bajó, tuvieron que botar paredes, readaptar espacios y crecer del séptimo piso al quinto y también a la UCI.
-El hospital era como una casa que había que remodelar y lo hicieron de un día para otro. Todo lo que estaba pasando ese día, los recuerdos, quedaron atrás, y todo partió de cero a un futuro incierto. Teníamos temor de no ser capaces de atender todo lo que nos va a llegar en algún momento -reflexiona Carla Acuña.
Mientras la fisonomía del hospital mutaba, dentro de Cuidados Intensivos los médicos trataban de entender al virus. Qué hacía. Cómo enfrentarlo.
-El coronavirus mata porque produce una respuesta inflamatoria muy exagerada, que afecta la capacidad de intercambio de gases en el pulmón -explica el doctor Sepúlveda-.
Y eso, añade más tarde, produce falta de aire en el paciente. Por eso es que cuando llega uno grave, lo sedan, lo entuban y lo conectan a un ventilador mecánico.
-Este virus requiere de mucho tiempo de estar conectado a ventilación mecánica: un promedio de 12 días -indica el Dr. Vega-. Eso es tres veces más que una neumonía normal. Por eso es que cuando empieza a llegar una gran cantidad de pacientes que necesitan uno, disminuye la disponibilidad y es un problema.
Hoy, hay 31 personas contagiadas de coronavirus conectadas a uno en el Hospital Regional de Temuco y ocho que están usándolo por otra enfermedad respiratoria. Según el director subrogante, Luis Quiñiñir, les quedan ocho ventiladores más disponibles.
Lo que no se dice, afirma el mismo médico, es que por cada una de estas máquinas en Cuidados Intensivos se necesita de un médico, una enfermera, un técnico paramédico, un auxiliar de servicio, un químico farmacéutico y el apoyo de un tecnólogo médico para el paciente que lo utiliza. Por eso que el Hernán Henríquez ha necesitado de 1.500 personas para hacerle frente al virus en la trinchera. El saldo entre el personal de la salud aquí es de 30 contagiados y 200 en cuarentena preventiva. Los sobrevivientes no la han tenido fácil. La enfermera Carla Acuña, por ejemplo, les cuenta medias verdades a sus hijas para que no se asusten y se desinfecta en la entrada de su casa durante una hora antes de sentarse a tomar once. La supervisora Soraya Sanzana mandó a su hija a la casa de su hermana, en una localidad rural cerca de Galvarino, para quedarse sola en su departamento.
-Antes de que se fuera -dice Sanzana- me pedía que la abrazara. Y yo le decía que no podía. Me dolía decírselo, pero no quería hacerle daño.
Lo mismo le pasó al doctor Vega, que vivía solo con su hijo de dos años y medio y con el que jugaba todas las tardes: hace un mes decidió que la mamá del niño se lo llevara a Viña del Mar.
-Es triste, pero tuve que hacerlo -cuenta-. Estando en la primera línea existe el riesgo de contagiar a lo que uno más quiere.
***
Trabajar en un hospital te obliga a aprender cosas de la muerte. Soraya Sanzana aún recuerda cuando le tocó a ella. Fue hace varios años, un 23 de diciembre, cuando un joven de 24 años, que trabajaba en una empresa forestal, llegó a la UCI después de ser aplastado por un tronco. Tenía sus órganos internos reventados, mucho sangramiento y una esposa de 21 años con dos hijas que, mientras lo esperaba en la sala, no entendía que él iba a morir:
-Le dije que necesitaba que entráramos a la unidad. Ella no quería. Le dije que necesitaba acompañarlo, que él no podía vivir ese proceso solo.
Soraya Sanzana entró con la mujer y la vio llorar mientras su marido fallecía a los pocos minutos. La escena era dura, pero servía para respaldar algo que ella y otras enfermeras en unidades críticas pronto aceptan: a veces lo único que queda es conseguir que los enfermos no mueran en solitario. Conseguir eso puede ser el único consuelo, un argumento para repetirse y levantarse al otro día. Pero el coronavirus no permitía eso. Aquí se muere en soledad.
Eso afectó al equipo del séptimo piso cuando les tocó por primera vez. Vieron al paciente perder su capacidad respiratoria hasta que sus pulmones sucumbieron sin que ningún familiar estuviese ahí. Después tuvieron que manejar el cadáver. Entraron cuatro personas para retirarlo, desinfectarlo e introducirlo en una bolsa mortuoria. Luego, llevarlo a la morgue, certificar la identidad del fallecido y sellar esa bolsa para que se lo llevara el servicio funerario. Finalmente, subir, preparar y desinfectar la camilla para el siguiente paciente del virus.
-Hay un costo emocional en ver a la gente morir así -dice ella.
Cada una de las ocho personas que el virus ha matado en el hospital, la mitad de los muertos por el virus en la región, tiene amarrada una imagen así: está la madre y su hijo que fueron hospitalizados en piezas separadas del quinto piso. Ella murió a pocos metros de distancia de él, pero no pudo verla. El hijo solo se enteró cuando el personal médico tuvo que contarle. O la mujer de 70 años que llegó al hospital rodeada de su familia, pero que en cuanto entró quedó sola hasta que falleció.
-Como no se permiten visitas, instalamos la videollamada -agrega el doctor Rolando Sepúlveda-. Hemos podido hacer algunas con adultos mayores. Nos conseguimos un celular o una tablet y lo programamos con su familia para que se puedan despedir.
Esas muertes, por difíciles de presenciar que sean, no permiten pausas.
-Cuando fallece un paciente es una pena para el equipo. Pero hay que seguir -explica el doctor Claudio Vega-. Uno no puede caer en la parte emocional, porque tiene que seguir trabajando para los pacientes que siguen llegando. Somos soldados. Estamos en una guerra.
La idea de que la pandemia fuese dirigida por un equipo sub 40 apelaba a lo largo que iba a ser el desgaste de una crisis que podía extenderse entre cinco y seis meses. Pero con 81 pacientes hospitalizados luego de un mes, el agotamiento mental se empieza a sentir. Rolando Sepúlveda sufre insomnio. Lo mismo que Claudio Vega. Soraya Sanzana llega todos los días a su departamento vacío y agradece que su hija no esté ahí, porque se siente agotada, sin ganas de hablar. Pero luego le da culpa y la extraña. Carla Acuña llora en la ducha cuando llega a casa. Dice que lo ha hecho una vez por semana:
-Siento que esto es una pesadilla que nunca se va a terminar.
Lo dice, sobre todo, porque todavía falta que lleguen el frío y la contaminación por leña a una región pobre y con baja escolaridad. Esos factores, cree Soraya Sanzana, complejizan el problema:
-¿Cómo les pides a los trabajadores que guarden cuarentena cuando no tiene contrato?
Hay cosas que han hecho para subirse el ánimo. Pusieron una campana en la entrada, y cada vez que un paciente por coronavirus es dado de alta, toca antes de irse. Hasta ahora ha sonado 24 veces. También, al finalizar un turno, cada equipo de la Urgencia elige al profesional que mejor se desempeñó durante esas horas y se lleva un regalo. El jueves, por ejemplo, un enfermero se llevó un libro de liderazgo escrito por un consultor que actualmente está asesorando al hospital. Hay otra cosa: estas semanas les han llegado pizzas, hamburguesas y cervezas artesanales de parte de vecinos para darles las gracias. Y eso, dentro de toda esta tragedia, dicen, ha sido algo bueno: sentir que Temuco volvió a estar orgulloso de su salud pública.
Son, de cierta forma, momentos de normalidad en un escenario anormal. Como las noches en que el doctor Vega habla con su hijo por videollamada, antes de que se acueste en Viña del Mar, para explicarle que el papá sigue peleando contra el bicho, pero que pronto le va a ganar. O esos instantes en la mañana, previas a su turno, cuando el doctor Sepúlveda juega con su hija de un año, que ríe porque aún no tiene edad para saber lo que ocurre afuera.
Pero eso siempre se acaba. Lo que perdura, cuentan, es esta batalla que los aleja de sus familias y de quienes eran antes de la pandemia. Y están dispuestos a aceptarlo, a trabajar en ese hospital donde están más expuestos al contagio. Pero para eso no piden ni pizzas de regalo ni mensajes en redes sociales. Ni siquiera los aplausos diarios a las 21.00. Para estar ahí, dicen ahora, solo piden una sola cosa: que el resto, todos nosotros, nos quedemos en casa.