Hace pocos meses se cumplieron los cien años de la creación de la Organización Internacional del Trabajo, OIT. Por ello, de una u otra manera, la reflexión sobre lo que el trabajo significa, entonces y hoy, ha estado en la agenda en muchos países, también del nuestro. Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en 1919, se pensó que para evitar otra confrontación similar era clave generar una entidad capaz de dictar normas a partir del diálogo entre Trabajo, Capital y el Estado. Eran tiempos de fuertes demandas sociales, donde los derechos laborales, las horas y condiciones del trabajo, las negociaciones y la creación de los sindicatos eran parte de una agenda ineludible. Lo privado, lo público y las representaciones de los trabajadores se constituían en una tríada desde la cual avanzar hacia una sociedad más justa.

Bien sabemos que la Segunda Guerra Mundial llegó dos décadas más tarde y fue el fin de la Liga de las Naciones. Pero no de la OIT. La entidad reemergió aún más fuerte al crearse las Naciones Unidas y, desde entonces, ha asumido como su mayor desafío el entender el papel del trabajo en el devenir del desarrollo contemporáneo.

Hoy vivimos en un mundo cruzado por un avance tecnológico de velocidad creciente, donde las redes digitales y el internet, especialmente desde la creación de la "www", en 1994, lo transforman todo. La tercera revolución industrial surgió de la energía, y la forma cómo esta permitió multiplicar las posibilidades de la fuerza laboral. Hoy asistimos a la cuarta revolución industrial. Recientemente, el Foro Económico Mundial, de Davos, difundió un informe según el cual el 65% de los niños que hoy están en educación primaria trabajará en empleos que ni siquiera estamos imaginando, que pertenecerán mayoritariamente al ámbito de los servicios y que se podrán realizar desde cualquier lugar, ya que la principal herramienta será la conectividad. Con la presencia creciente de los robots y su capacidad de automatizar la producción en serie, todas las faenas repetitivas serán hechas por estas máquinas y, junto a esto, la impresión tridimensional, la inteligencia artificial, el internet de las cosas, el big data y la computación en la nube generarán transformaciones profundas en los sistemas productivos.

¿Podríamos imaginar que en la localidad de Bruba Escuar, en la India, a unos 60 km de la Bahía de Bengala, están analizando lo que ocurre al interior del intestino humano a través de videos, y que esos datos son transmitidos a entidades científicas en diversos países avanzados? Una trabajadora de ese lugar, especialmente adiestrada, observa en un computador los pólipos, pequeñas protuberancias que surgen al interior del intestino y que pueden conducir al cáncer. Cuando encuentra uno en la imagen, marca el peligro latente con un pequeño círculo. Ella no ha sido entrenada como un doctor, pero está ayudando, con inteligencia artificial, a la tarea de aquel. Y así como ella, muchos otros. No se requieren edificios modernos ni instalaciones sofisticadas, solo la habilidad humana, que, con la capacidad de discernir, alimenta un programa de inteligencia artificial y big data que puede analizar una placa con mayor certeza y en menor tiempo que un médico (estadísticamente, este demora 10 minutos, y la mujer india, nueve segundos).

El mercado para esta labor de análisis es del orden de 500 millones de dólares y se distribuye en millones de pequeños trabajadores, los cuales reciben algunos centavos por cada placa. Se calcula que este mercado será de 1,2 billones de dólares hacia el año 2023. Este fenómeno laboral se da en otras partes del mundo, también en Estados Unidos, y sus derivaciones tienen resultados sociales diversos: en la India implica avanzar hacia una emergente clase media; en Nueva Orleans, es un trabajo que solo da lo justo para vivir.

Aunque el Presidente Trump rechace la globalización y la contraponga falazmente al patriotismo, como lo dijo en la ONU, se trata de un proceso en marcha con derivaciones transfronterizas crecientes. Si bien en muchos aspectos ha traído un avance enorme para la humanidad, debemos asumir que, al interior de nuestras sociedades, ha generado ganadores y perdedores. Cambian los procesos productivos, cambia el trabajo, cambian las realidades.

Esto reclama pensar con imaginación en políticas nuevas que permitan asumir una transición en marcha. Hay quienes proponen la idea del ingreso mínimo garantizado, de manera que todas las personas tengan la tranquilidad de saber que, por lo menos, los elementos básicos de su vida estarán cubiertos. Se dice que sería una forma de incentivar el emprendimiento y apostar a tener un trabajo distinto a partir de la imaginación de cada uno. Otros dicen que se requiere de mecanismos tributarios más concretos para garantizar grados mayores de igualdad.

Son muchos los elementos bajo los cuales el debate debe darse; lo concreto es que las respuestas pensadas hacia fines del siglo XX, fruto de la interacción Trabajadores, Emprendedores y Gobierno, están siendo sobrepasadas por la nueva realidad del siglo XXI. Por lo menos dos razones son determinantes: una, el ser humano vivirá muchos más años de lo que estábamos acostumbrados y, por tanto, la seguridad social tendrá que hacerse cargo de esta realidad; dos, el ser humano avanza rápidamente hacia una sociedad de servicios, y esa será la característica predominante en el trabajo futuro. Puede sonar fuerte, pero probablemente el mundo de la industrialización y las manufacturas será un rasgo del pasado en la economía global.

Pero lo que no está en el pasado es la vigencia de aquella meta definida hace cien años: la productividad y el trabajo solo crean armonía y bienestar para los seres humanos si en ese proceso predomina la justicia social como referente.