Son cuatro años donde lo imprevisible se hizo costumbre, donde un timeline de Twitter vale más que las informaciones oficiales y en que, vez tras vez, las barreras de la conducta habitual de un Presidente de Estados Unidos se han ido corriendo hasta casi no tener un límite. Su última acción, el rehusarse a la idea de conceder la elección incluso tras perderla, retrata de cuerpo entero la apuesta de Donald J. Trump, una figura cuyo impacto en su país y el mundo excede por mucho lo que se podría decir de cualquier otro mandatario estadounidense que no haya sido reelecto tras su primer mandato.

La recta final estará marcada por la que es quizás la más simbólica de sus decisiones de política pública: la forma en que la Casa Blanca ha enfrentado la pandemia del Covid-19. Pero su herencia y legado impactará por varios ciclos electorales, tanto a los republicanos como a los demócratas. Y deja varios puntos a los que vale la pena prestar atención para decodificar en el futuro cuán profunda fue su marca.

Un Presidente en tiempo real

El 8 de junio de este año, Trump batió un récord personal: 200 tuits en un día o, si se busca una equivalencia, casi un tuiteo cada siete minutos. Para el mandatario Twitter no ha sido sólo una red social, sino la herramienta favorita de comunicación. Sus entrevistas y ruedas de prensa más bien han sido escasas, y además Twitter le ofrecía la posibilidad de tener a propios y extraños pendiente de sus cambios de humor y política. No fue poco usual que, apenas minutos después de que alguno de sus voceros o miembros del gabinete fijara una posición oficial, Trump publicara algo que apuntaba exactamente a lo contrario, y que obligaba a precisiones y rectificaciones para adaptarse a esa mirada.

Sus conductas forzaron a modificaciones impensadas. Debido a que se convirtió en habitual que el Presidente publicara contenidos inexactos o derechamente falsedades, tanto Twitter como Facebook cambiaron sus políticas e introdujeron bloqueos y etiquetas para advertir a sus usuarios que lo que estaban leyendo no era cierto. Algo que tuvo su clímax este sábado: mientras Trump intentaba denunciar sin respaldo que había un masivo fraude electoral en su contra, lo que los usuarios veían era una secuencia de cinco tuits borrados y con una advertencia de que lo que decía nada menos que el Presidente de Estados Unidos no era verdad.

Lo mismo hicieron varias de las principales cadenas de noticias durante una conferencia el jueves, dejando de transmitir el discurso en que el mandatario hacía dichas afirmaciones. Esto sólo ha hecho que en los círculos del mundo Trump se redoble la tesis que han impulsado desde el comienzo del mandato: que los medios y las redes sociales son los verdaderos adversarios. Algo que, sin embargo, se queda absolutamente corto al ver la cantidad de disputas en las que se ha enfrascado el empresario.

Enemigos a la altura

Probablemente nunca se podrá determinar el exacto peso y rol que cada uno jugó en el resultado final de la elección y sobre todo en la inédita movilización de los votantes, pero la coalición de grupos y personas atacadas por Trump que se abocaron de una u otra forma a trabajar por su derrota es muy amplia.

El simbolismo más grande y evidente es el de Arizona, un estado que durante las últimas siete décadas había sido un consistente bastión republicano (con la excepción de lo ocurrido en 1996 con la reelección de Bill Clinton), pero en donde Joe Biden hizo una extraordinaria elección, peleando voto a voto. El mayor emblema político de ese estado es el republicano John McCain, quien fuera el mayor opositor interno a Trump y su estilo. Aunque el excandidato presidencial falleció hace poco más de dos años, su presencia se notó: su esposa, Cindy, entregó un inusual respaldo público al abanderado demócrata y lo respaldó en actos de campaña.

Otra figura que falleció este año, John Lewis, también tuvo algo que ver. El histórico representante por Georgia, figura emblemática del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, fue insultado varias veces por el mandatario, quien además le dijo en una ocasión -por supuesto, vía Twitter- que era mejor que se fuera a su distrito, que estaba en una situación “horrible”. Paradójicamente, fue ese distrito el que le dio los votos a Biden para pasar al frente en el estado sureño, otra ganancia especial.

Hasta el deporte estuvo vinculado. Trump optó por inusuales peleas públicas con las estrellas del básquetbol y el fútbol americano a partir de las protestas por la violencia policial contra ciudadanos afroamericanos. Las figuras respondieron obligando a las ligas a coordinar esfuerzos para incentivar la participación en las elecciones, incluyendo disponer estadios como centro de votación. Incluso, Philadelphia -uno de los corazones del triunfo de Biden- tenía una cuenta pendiente desde que el mandatario desinvitó a los Eagles, el equipo de fútbol americano de la ciudad, a festejar su título en la Casa Blanca.

Las ganancias y los fracasos

Es muy probable que, cuando todo termine, Trump apunte de alguna forma al Covid-19 como factor en los comicios. Pero los datos apuntan a muchas curiosidades que dan para análisis, con coaliciones más móviles que en el pasado, factores que subieron su peso y otros que bajaron.

Todo esto parte de un punto a considerar. Donald Trump obtuvo más de 70 millones de votos, lo que lo hace el segundo candidato presidencial más votado de la historia estadounidense: el primero es quien lo venció, Joe Biden, que rondará los 75 millones. El mandatario incrementó en más de siete millones sus votantes respecto de 2016 -donde también perdió en voto popular contra Hillary Clinton-, pero en una elección convertida en plebiscito no le alcanzó.

Sin embargo, las pistas de esa nueva coalición apuntan a que, en las últimas dos elecciones, el magnate ganó márgenes de apoyo en sectores que tradicionalmente no votan por republicanos. Las encuestas a boca de urna apuntan a que Trump incrementó el sufragio en grupos como los latinos o incluso los afroamericanos, aunque siguen siendo muy mayoritariamente demócratas.

¿Dónde vinieron las bajas, entonces? Jóvenes, mujeres y, sobre todo, en las localidades que en Estados Unidos se conoce como los suburbios, zonas de clase media alta y de familias con alto nivel educacional en torno a las principales ciudades y que, en los “estados clave” como Pennsylvania, dieron márgenes a Biden que más que duplicaron los que Hillary Clinton tuvo contra Trump cuatro años atrás.

Mantener movilizada a una coalición que básicamente leyó los comicios estadounidenses como un plebiscito será desafío para ambas partes. Pero en especial en el caso republicano, se abre una disyuntiva interesante: comprender si el desempeño del partido fue gracias a Trump o a pesar de él. Y a partir de ello, apostar por cómo reconstruirse. El primer desafío viene en apenas dos meses: una doble segunda vuelta senatorial en el estado de Georgia donde se jugará el control de la Cámara Alta.

Después de la Casa Blanca

En todo esto, quizás el punto más clave es entender el rol que jugará un Presidente derrotado tras apenas un período, pero con una caja de resonancia enorme y prácticamente sin comparación. En The Art of The Deal, el libro en que presumía de sus tácticas de negociación en los años 80, Donald Trump contaba una anécdota con Jimmy Carter, el mandatario demócrata que también duró un período en la Casa Blanca. Además de decir que alguien que no lograba reelegirse era un perdedor, relata que le impresionó lo que él define como la normalidad de Carter: alguien con suficiente voluntad, aseguró, podía llegar a la Presidencia de Estados Unidos incluso más allá de sus capacidades o talentos.

Cuando Carter perdió en 1980 con Ronald Reagan, dejó la vida política interna activa y le dio espacio a los demócratas para reinventarse sin él. Nadie espera eso de Trump. De hecho, tiene su cuenta de Twitter, podría tener visibilidad infinita en TV o incluso crear su propia cadena. Y no pocos ven viable una postulación en 2024 para intentar el regreso al poder -no hay ninguna norma que lo impida-, o si no, que alguna de las figuras más cercanas a él, como su hijo Donald Jr., sean quienes intenten llegar con la bandera republicana.

Pero sin el poder del que reviste ser el abanderado del partido o el Presidente, la gran incógnita es si los líderes del partido buscarán distanciarse de una figura polémica y que divide al país como pocas otras en la historia moderna estadounidense. Así era, al menos, cuando Trump recién aparecía con ventaja de cara a las eventuales primarias, recibiendo críticas de lo que se consideraría como el establishment de la colectividad.

Y en el último tiempo ha estado más solo. Metafóricamente, pero también en la práctica. Hace unos días, en una extraña infidencia, Mitch McConnell, el jefe de la mayoría republicana en el Senado y una de las figuras más poderosas del país, reconoció que no iba a la Casa Blanca porque no le parecía que tomaban las suficientes precauciones por el Covid-19. Pocos lo culparon: hasta el momento casi 50 personas del equipo cercano presidencial han dado positivo, incluido el propio mandatario, pese a lo cual la ausencia de mascarillas sigue siendo la norma.

El sábado en la tarde, varias figuras asociadas a lo más granado de la tradición republicana -como Jeb Bush y Mitt Romney- salieron rápidamente a felicitar a Biden, pese a que ni Trump ni la propia dirigencia del Partido Republicano había concedido la elección. El mandatario, a esa hora, jugaba golf, su pasatiempo favorito, mientras en las calles en torno a la que dejará de ser su residencia tras los próximos 70 días se desataban los festejos ahogados en una semana tensa de conteos, recuentos y mucha expectación.