Ocurrió pasadas las 6 de la tarde del miércoles en el Instituto de Chile. Hasta la entidad que reúne a las academias de la Lengua, de Historia, Ciencias, Bellas Artes y Ciencias Sociales, llegó el Presidente Gabriel Boric, invitado como estaba a inaugurar el año académico de la entidad. El acto fue presidido por el historiador Joaquín Fermandois, autor entre otros de La revolución inconclusa, estudio muy crítico con la experiencia de la UP, y Boric no dejó pasar la ocasión: el suyo es un libro “que toda persona de izquierda debería leer”, declaró. He ahí un gesto nada de evidente en alguien para quien la Unidad Popular es parte de la propia identidad política.
Pero hubo más esa tarde. Hubo un Presidente declarando que en los últimos 30 años se produjeron “tremendos avances”, y también un ex Presidente escuchando en primera fila. Era Ricardo Lagos, obviado en los discursos de Boric tras asumir, pero no esta vez: “Para que las instituciones funcionen, como bien dijo el Presidente Lagos en su momento, se requiere que todos las cuidemos”, manifestó. Luego vendría una reunión entre ambos en la Fundación Democracia y Desarrollo que se coronó con una selfie. No fue tema, al menos en público, la carta en que Lagos pidió no ser invitado a la ceremonia de cierre de la Convención. Lo público fueron estos acercamientos, así como las palabras de Boric en cuanto a que acá “no hubo cambio de valoración ni contradicción” de su parte. Porque esa era también una forma de ver el asunto.
Para el historiador Alfredo Riquelme, presente en la ceremonia del Instituto de Chile, estas aproximaciones expresan “un acercamiento de Boric a las vertientes del socialismo chileno histórico”. Y dan cuenta, en otra tecla, de una cercanía entre ambos que Riquelme considera analogable a la que hubo, en su minuto, entre Lagos y Patricio Aylwin.
Una vez más, las diversas facetas de la historia tienen algo que ver con el Presidente: con su actuar; con su miradas al pasado; con el modo en que se inscribe a sí mismo y a su gobierno en la historia; con su ocasional necesidad de distinguirse del Chile anterior al “nuevo ciclo” que lidera, pero también de conectarse a lo que ya hubo.
Así se va construyendo un “Boric histórico” en varios sentidos, partiendo por el de lo inédito. Como observa la académica de la UDP Ana María Stuven, “es inédito por su edad, por haber saltado directamente desde la protesta al Congreso sin una trayectoria profesional previa ni una militancia en partidos tradicionales”. Inédito, también, “por negarse a cumplir con ciertos códigos propios de la tradición chilena, no solo en la vestimenta, sino también en su dificultad para moverse con soltura en ambientes más formales”.
Otro ítem es el de las lecturas y los intereses intelectuales. Además de su inclinación por la poesía, así como por Zweig, Conrad y otros autores, es también lector de historia, y cuando estudiaba Derecho fue ayudante de cátedras como Historia Institucional de Chile. Ya asumido en el nuevo cargo, parece por momentos rescatar una cierta tradición presidencial/ilustrada.
¿Hay una “conciencia histórica” en Boric? La premio nacional 2018, Sol Serrano, sugiere algo en una columna reciente donde destaca el uso por parte del Presidente, en su discurso inaugural, de la expresión “habitar la República”. A su juicio, es una fórmula que “remite a una comunidad y a un tiempo que junta pasado y futuro”.
Este habitar es rescatado también por Riquelme, para quien “ilustra la reafirmación del compromiso, institucional y personal a la vez, que se establece con [la República] al convertirse en Jefe de Estado”. Ello incluye, tal como lo ve el académico de la UC, “una dimensión histórica: encarnar esa historia larga que hizo suya en el discurso inaugural y, como dijera al comenzar su cuenta pública, ‘aquilatar la magna obra colectiva que es Chile’”.
Boric “tiene conciencia histórica de su rol como Presidente de la República”, piensa, por su parte, Mireya Dávila. Para la docente del Instituto de Asuntos Públicos de la U. de Chile, esta conciencia “se conecta con otros Presidentes que han enfrentado tiempos difíciles”, al tiempo que “le permite definir su rol, vinculándolo con anteriores momentos de reformas o cambios hacia más democracia e inclusión”. Eso sí, “a diferencia de otros momentos en la historia, el llamado también ha sido a enfrentar estos cambios con responsabilidad”.
El propio Presidente, para mayor abundamiento, mencionó en su cuenta pública la “responsabilidad y conciencia histórica” que demanda un “desafío de largo aliento” como es “mejorar la patria en que vivimos”. Y ahí fue donde contó algo que no estuvo en las informaciones ni en las columnas sobre el discurso, pero que lo revela, si no histórico, al menos históricamente mateo: tras “revisar los discursos inaugurales ante el Congreso de todos nuestros expresidentes”, dice que pudo “apreciar la colosal tarea que significa lograr que Chile progrese. No es fácil, no es obvio, no es desde cero”.
Su conciencia histórica, piensa por último Gabriel Cid, se caracteriza en primer término por una tendencia generacional “a mirar el pasado desde una perspectiva crítica, con un rasero valórico presentista que tiende a juzgar el pasado desde una posición de superioridad moral. Así, el pasado sería violento, imperfecto, poco democrático e inclusivo. Un cúmulo de injusticias que su generación vendría a subsanar”.
En segundo lugar, añade el coautor de Terror en Lo Cañas, su visión de la historia “tiende a ser acomodaticia. El pasado se convierte en un insumo plástico dependiendo del momento en que se le invoque. En esto no opera como un intelectual, sino como un político: usando funcionalmente el pasado de acuerdo con la contingencia. Por eso, puede en un momento decir que el país no comienza con su gobierno y relevar la importancia de sus antecesores, y luego asumir que estos fueron incapaces -por desidia, incapacidad política, connivencia con el sistema- de mejorar las condiciones de vida del país”.
Tensiones y autopercepciones
“Una generación que pasó en menos de 15 años de la protesta estudiantil a gobernar el país tiene una conciencia aguda de su lugar en la historia”, piensa Manuel Gárate. Para el académico de la UC, autor de La revolución capitalista de Chile, esto “conlleva el peligro del mesianismo, aunque también la responsabilidad respecto de lo que viene”. No en vano habla de un “delicado equilibrio”.
Otro equilibrio es el que se dibuja a la hora de reconsiderar el pasado, y por esa vía el presente. En este punto, y cuanto sea que se diga del destino conjunto del Presidente y la Convención, el primero abre el paraguas allí donde la segunda ha tendido a mostrarse más octubrista y generacional: si en su discurso inaugural Boric declaró que Chile tiene “una larga historia, y este día nos inserta en esa historia larga de nuestra República”, en el preámbulo del borrador constitucional, el estallido de 2019 figuraba hasta esta semana como el único hecho histórico consignado, y la “fuerza de la juventud” como su motor. El jueves último, eso sí, el pleno rechazó llevar el párrafo que incluía ambas expresiones.
En otros puntos, con otros énfasis, hay mayor coincidencia entre el Presidente y lo resuelto hasta ahora por la CC, incluso si se trata de coincidencias parciales con implicancias jurídicas.
“Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución (...)”, se lee hoy en el señalado preámbulo. En el discurso inaugural, por su lado, Boric habló de un país “hecho de diversos pueblos y naciones, instalado en una cornisa del continente entre las cordilleras imponentes y su océano mágico, entre el desierto de vida y los hielos antárticos, enriquecido y transformado por el trabajo de su pueblo”.
Entre pueblo y pueblos, entre nación y naciones, Stuven ve asomar un problema: “Hablar de pueblos y naciones como sinónimo es un error. Las constituciones han reconocido, hasta ahora, a una nación chilena; el concepto de pueblo fue asimilado al de nación cuando este se convirtió en un concepto moderno, abstracto, y dejó de representar a ‘los pueblos’ antiguos. Boric y su generación, no los culpo por ello, tienen errores conceptuales que hoy están muy tensionados por el debate constituyente, al cual están fuertemente atados”.
Tensionado entre lo uno y lo diverso, el Presidente ha alimentado ambos. Y una tecla no tan distinta es la que ha pulsado respecto de la historia y la memoria, que no son lo mismo, pero suelen ser confundidas (mientras la segunda es selectiva, emocional e identitaria, la primera, como ha dicho el historiador Pierra Nora, “es una operación puramente intelectual que exige un análisis y un discurso críticos”).
La cuenta pública echó mano a ambas. Los padecimientos de los Presidentes Juan Luis Sanfuentes y Juan Antonio Ríos sirvieron para ilustrar lo fuerte que le han pegado históricamente a Chile las crisis económicas internaciones -como la actual-, pero antes de eso hubo tiempo para recordar cómo se ahogaron las “esperanzas populares”: en las guerras civiles de 1851 y 1859, en la matanza de Santa María de Iquique (1907) o la de Ránquil (1934), entre otros episodios, para cerrar con los crímenes de la más reciente dictadura militar, así como con sus víctimas.
“El Presidente Boric integra la memoria tanto en su visión de la historia como en sus gestos personales”, plantea Mireya Dávila, que a este respecto destaca el abrazo a la senadora Fabiola Campillai al finalizar su primer mensaje y a Carmen Gloria Quintana, en su reciente paso por Ottawa. “La memoria que recuerda a las víctimas de violaciones de los derechos humanos engarza con lo que se está convirtiendo en un ámbito clave de su política exterior: el respeto a los derechos humanos”, concluye la historiadora y politóloga.
Y no siendo una historia posible sin una geografía, acá también tiene Boric dónde marcar puntos. Sin que su telúrica relación con Magallanes deje de ser un factor, lo es también hoy una subrayada vocación latinoamericana cuya raigambre en el antiimperialismo de las izquierdas regionales del siglo XX dejó el Presidente de manifiesto en la última Cumbre de las Américas. Ya en la cuenta, por lo demás, había explicitado su deseo de que “el mundo sepa que Chile es profundamente latinoamericano”, y había también notificado: “Desde América Latina levantaremos nuestra voz en defensa de los derechos humanos y la cooperación entre los pueblos, sin subordinarnos jamás ante ninguna potencia extranjera”.
En eso, el Presidente conecta con una izquierda más clásica. También, cuando la percepción de sí mismo se transparenta al evocar o al menos hacer guiños a Salvador Allende. Tal gesto al asumir el cargo es significativo, piensa Gabriel Cid, “al anunciar que, al fin, después de casi medio siglo, ‘estamos de nuevo, compatriotas, abriendo las grandes alamedas’”. Pero no solo es eso: Boric ha establecido, a su juicio, “una serie de símiles históricos que arrojan luz sobre su autopercepción de gestor de una transición hacia la democracia después de su crisis. Ese fue el papel de Jorge Montt en 1892, tras la guerra civil; de Patricio Aylwin en 1990, luego de la dictadura militar y, por supuesto, el suyo, después del ‘estallido social’”.
La relación del Mandatario con la historia, así las cosas, no es de una pieza ni está escrita en piedra. Se mueve con la propia historia en una escena en la que cabe todo: desde los discursos más solemnes hasta la anécdota inopinada o el acto fallido. Y es, por último, una relación tensionada por convicciones, necesidades e intereses, propios y ajenos, que no siempre se avienen. Dice a este respecto Ana María Stuven que “tiene las condiciones personales para la investidura, especialmente para realizar los cambios que el país requiere con urgencia”, pero que hay “una tensión entre su deseo de insertarse en la larga historia de la República y su coalición con espíritu refundacional”.