Tía, ¿quién nos quemó la escuela? ¿Quiénes fueron? ¿Los pacos, los milicos, otros mapuches? ¿Quiénes fueron?”. Estas son unas de las tantas preguntas que los alumnos de la Escuela Ana Molina de Tranaquepe les hacían a sus profesores, luego de que esta fuera atacada en horas de la madrugada del 22 de julio de 2020 por un grupo de desconocidos. Previamente se habían escuchado balazos y los rumores que circulaban horas antes del siniestro daban cuenta de lo que sucedería posteriormente, y que convirtió a la Escuela Ana Molina en uno de los tantos recintos educacionales rurales que se han visto afectados en el último tiempo producto de la violencia en la Macrozona Sur.
En el momento de ocurrido el ataque, la comuna de Tirúa, en la que se ubica la comunidad de Tranaquepe, se encontraba en cuarentena por la pandemia. Este encierro forzado hacía aún más difícil el proceso de aprendizaje de los estudiantes, que no solo viven en una de las zonas de la VIII Región con mayores problemas de conectividad tanto de telefonía como de internet, según la propia Municipalidad de Tirúa, sino que además residen en una localidad golpeada por la violencia rural.
La escuela sufrió la pérdida total de las instalaciones donde los niños asistían regularmente a clases. Lo único que se salvó fue una pequeña parte que funcionaba como sala de profesores. Ese espacio, posterior al incendio, se utilizó para generar material académico para enviar a las casas de los menores en los furgones que posee la escuela.
Hasta el día de hoy, la Fiscalía del Biobío aún no tiene una tesis clara sobre lo ocurrido. Tampoco hay detenidos ni formalizados por el ataque, o pruebas concluyentes que permitan sostener quién fue el autor. Si bien en su momento se encontraron restos de dibujos de cultrunes, el fiscal a cargo del caso, Juan Yáñez, afirmó en su momento que no podían pertenecer a grupos mapuches: los instrumentos musicales en cuestión estaban mal dibujados. Por lo mismo, sostuvo que se trataría solo de un delito común.
La escuela que sucumbió a las llamas tenía alrededor de 40 años y llegaba hasta octavo básico. Fue una de las primeras en instalarse en la zona y atiende a una localidad de cerca de 900 habitantes, donde aproximadamente el 40% de la población es de origen mapuche. Había 165 alumnos matriculados. La mayoría, hijos de agricultores de la zona. A pesar del rol que cumple la escuela en Tranaquepe, los 40 funcionarios que trabajan en la Ana Molina sienten miedo. No sólo por el incendio, sino por la violencia que se vive ahí desde hace unos años. De hecho, ninguno de los profesionales del establecimiento contactados por La Tercera aceptó hablar para ese artículo con nombre y apellido.
Por miedo, sólo accedieron a hacerlo de forma anónima.
El miedo después de las cenizas
Horas antes del ataque incendiario del 22 de julio de 2020, los profesores de la Escuela Ana Molina bromeaban por la inseguridad que se vivía por la violencia rural.
“Puede ser que cualquier día de estos nos vayan a secuestrar a lo Pablo Escobar”, comentó uno. “¿Cuál de nosotros vale más?”, preguntaba irónicamente otro.
Efectivamente, los docentes veían problemas. A la hora de asistir a clases, lo más complejo eran los cortes en las carreteras o que, durante los trayectos, se produjeran hechos de violencia como enfrentamientos entre grupos armados y Carabineros, o asaltos hacia los mismos conductores. Estas situaciones podían darse a cualquier hora. Eso era lo peor de todo, porque no tenían cómo evitarlas.
Que las escuelas rurales estuviesen expuestas a esto no era nuevo. El primer atentado a una en la Macrozona Sur se remonta a 2013, cuando la Escuela Mapundungún, ubicada a seis kilómetros de la Ana Molina, sufrió un incendio que dejó a sus entonces 260 alumnos sin poder asistir a clases. Si bien no se esclarecieron las causas del siniestro, vecinos consultados dan a atender que la destrucción del recinto fue un ataque perpetuado por desconocidos.
La lectura que dan estos mismos vecinos es que las escuelas son atacadas porque dependen del Estado: el principal enemigo de ciertos grupos violentos que operan en la zona.
Desde ese entonces se ha desarrollado una seguidilla de ataques a escuelas, que tuvieron su mayor impacto en 2020. Durante la misma semana de julio en que fue atacada la Escuela Ana Molina, también lo fueron la Escuela G-434 de Cerro Negro, la cual posee cinco alumnos y es unidocente, y la Escuela Internado G-855 Pedro Etchepare, que educa a 15 alumnos. Aquellos que alojaban allí se vieron forzados a buscar una nueva residencia en la zona. El seremi de Educación de la Región del Biobío, Felipe Vogel, afirma que los ataques a escuelas rurales se radican fundamentalmente en tres comunas: Cañete, Contulmo y Tirúa.
Entre 2016 y 2021 en las regiones de Biobío y La Araucanía se realizaron 547 acciones legales denunciando violencia rural, que afectaron a un total de 40 comunas. Entre los delitos más comunes en el primer semestre 2020 están la quema de casas y maquinarias de uso forestal. En el segundo semestre de ese año hubo más de 140 casos de ataques en carreteras.
La desesperación es tal, que uno de los funcionarios de la Escuela Ana Molina comenta que se generó una cierta sicosis por parte de los profesores. No solamente en su horario de trabajo, sino que también en el traslado a sus hogares o durante otros días donde no se trabaja.
Según confiesan, “se pasan películas” sobre cómo los abordarían en un eventual ataque: si les pararían el auto, si les dispararán. “Hemos conversado y a muchos nos ha pasado esa sensación de sentirnos tan vulnerables de saber que en cualquier momento nos puede tocar”, cuenta un docente.
Otro incendio
El Estado, asegura el seremi de Educación, Felipe Vogel, gastó 361 millones de pesos para levantar una escuela provisoria para los alumnos de la Ana Molina. La armaron en base a contenedores conectados a electricidad y otros implementos necesarios para el correcto funcionamiento de las salas de clases.
Previo a eso se realizaron lecciones presenciales en una sede comunitaria aledaña. Una vez que la escuela modular estuvo funcionando, se realizaron clases en grupos separados por horario, debido a temas de seguridad y de pandemia.
Además, Vogel menciona que se realizaron actividades en apoyo de los docentes, “con los profesionales de la Seremi, que durante tres días tuvieron jornada de apoyo socioemocional para los profesores, los cuales han sido los grandes afectados con todos los hechos de violencia, porque en el fondo son ellos los que te tienen que trasladar a la escuela, muchos de ellos han sufrido ataques, tenemos que generar herramientas para que ellos puedan ir superando estas cosas y tomar medidas para brindar seguridad a nuestras escuelas”.
Pese a que se hicieron grandes esfuerzos por recuperar clases y volver un poco a la normalidad, el 6 de octubre del año pasado, a mediodía, la sede comunitaria aledaña a la escuela, y que quedaba en el mismo terreno, sufrió un ataque incendiario.
Si bien era de menor tamaño y no afectó tanto a la infraestructura, sí trajo los fantasmas del siniestro del 2020. Una cercana a la escuela comenta que ese día se realizaron amenazas a los trabajadores del recinto que estaban a cargo de las remodelaciones de la escuela modular. La misma persona afirma que también se oyeron disparos antes del ataque.
Esta inseguridad y el constante miedo generado por las condiciones de la zona hicieron que un número de familias abandonara el sector y migrara hacia otras comunas y regiones del país. Según funcionarios de la escuela, hasta diciembre del año pasado, alrededor de 15 alumnos con sus familias se han cambiado a comunas como Nacimiento, Cañete y Concepción. La cifra puede parecer menor, pero representa al 9% de todos los estudiantes matriculados de la escuela.
Dos días después del incendio, la escuela subió un comunicado a su página de Facebook: “Una vez más nuestra comunidad escolar se ha visto afectada por acciones de desconocidos, al ser incendiada la sede comunitaria ubicada en el recinto de nuestro establecimiento, dependencia que se estaba utilizando para atender presencialmente a algunos estudiantes y en el cual se recepcionaban y distribuían las canastas de alimentos Junaeb para nuestros estudiantes”.
En el mismo texto quedan claros los riesgos a los que se enfrentaban.
“Dado que los y las estudiantes estaban siendo trasladados por el transporte escolar o en forma particular por Uds., enfrentando obstáculos en el camino y en un clima de inseguridad, se suspenden los apoyos presenciales hasta nuevo aviso. Se continuará con la entrega de guías de aprendizaje en los domicilios y clases online”.
A meses de comenzar el año escolar 2022, tanto desde la escuela como desde la Municipalidad de Tirúa ven con dificultad e incertidumbre lo que pueda ocurrir en el ciclo académico venidero. Les preocupa el alza de los contagios de Covid-19 y que se repitan hechos de violencia en la zona. El concejal Neftalí Nahuelqueo alega que no se les dan las suficientes oportunidades a las personas de Tirúa para realizar sus trabajos. Eso lleva a que se contrate a gente que vive lejos y tenga que arriesgarse a realizar estos trayectos por rutas que son reconocidamente peligrosas. Las mismas por donde deben transitar los profesores, sin demasiada protección.
Pese a todo esto, aún existe esperanza de que el proyecto educativo prospere. Además de los aportes realizados por el Ministerio de Educación y la Municipalidad de Tirúa, se realizaron colectas, rifas y se solicitó el apoyo de privados para poder reconstruir la escuela, incluso apoyadas por exalumnos del recinto. En una comunidad pequeña como la de Tranaquepe, todas estas eran formas de mostrar que ni siquiera este segundo incendio pudo quebrarlos. Ese, al menos, es el espíritu que quiere transmitir una de las profesionales de la escuela.
“¿Por qué nos van a ganar? Si al final nosotros no estamos haciendo nada malo”.
Después repite la pregunta.
“¿Por qué nos tenemos que rendir?”.