Esto ya había pasado muchas veces en la planilla Excel de Felipe Muñoz. Pero otra cosa era presenciarlo. Mirar la pantalla del televisor en la oficina donde trabaja como Coordinador administrativo y de abastecimiento del Departamento de Inmunizaciones del Minsal y ver el Boeing 789 de Latam aterrizar a las 9:30 del jueves 28 de enero en el aeropuerto de Pudahuel. Porque para que ese avión despegara un día antes desde Beijing con 1.918.453 dosis de la vacuna del laboratorio Sinovac contra el Covid 19, con destino a Santiago, tuvieron que pasar ocho meses de algo que Muñoz, un ingeniero comercial de 34 años, llama, de cierta forma, trabajar ciegas:
–Todo ese tiempo estuvimos con la incertidumbre de saber cuándo la íbamos a tener. La incertidumbre fue el enemigo en ese momento. Pero tuvimos que convivir con ella, armando muchos escenarios para que las autoridades supieran que todo esto era un terreno incierto.
En junio, mientras leían los primeros reportes de la OMS y la pandemia monopolizaba las muertes, alterando la forma en que vivíamos, pensaron que la vacuna podría demorar un año. En septiembre, que fue como un respiro, proyectaron que tal vez podría estar lista a fines de año. Y en diciembre, dentro de la primera quincena, cerraron el acuerdo de compra con Sinovac.
Fue entonces que Muñoz comenzó a trabajar los flujos en su Excel. Para que las dosis pudiesen estar en todo Chile para el inicio de la vacunación el 3 de febrero, el cargamento tenía que estar en el país al menos dos días antes. Entonces había que ir a buscarla a China en un avión de carga el 27 de enero, hacer el traspaso en la misma losa del aeropuerto de Beijing, hasta donde el fabricante las despachaba, despegar de nuevo, realizar una escala técnica en una locación que por motivos de seguridad es confidencial, volver a volar y descender en Santiago, luego de un viaje de más de 19 mil kilómetros. Sólo que, en ese momento, Muñoz no pensó en su planilla. Ni siquiera en esos ocho meses de incertidumbre:
–Me acordé de mis papás, que son adultos mayores, y en mi señora. Ella es personal de salud.
Cinco camiones rampla y tres horas fueron necesarios para para descargar todas las vacunas, que venían dentro de 10 contenedores especiales. Esos camiones, escoltados por carabineros, salieron después hacia la calle Rodrigo de Araya, en Macul, donde está la bodega de Perilogistics, el operador logístico farmacéutico con el que el gobierno trabajó. Luego, cada uno de esos contenedores fue llevado a una de las cámaras de frío del lugar donde las inspeccionó el ISP. Ahí estuvieron durante dos días.
Después regresaron los camiones. Unos llegaron hasta Arica, deteniéndose en todos los puntos de acopio en la ruta. Otros salieron hacia Castro. El último lote quedó para el lunes 1 de febrero y regresarían al aeropuerto. Por el volumen, por la geografía, hacia Aysén y Magallanes había que enviarlos por avión.
Felipe Muñoz estuvo en ese traslado. Salió en un camión a las 5:30 de ese día, escoltado por una cápsula de seguridad, desde Rodrigo de Araya. En Pudahuel volvieron a cargar. Un avión Sky hacia Punta Arenas, un Latam a Balmaceda. En ese último, a las 6:15, subieron 10 cajas, unas 12 mil dosis, a un Airbus 320 con pasajeros que despegó a las 7.
Felipe Muñoz, que había estado a cargo de varias campañas de vacunación antes, vio al avión despegar. Sabía que, del otro lado, lo estaría esperando ella.
Alejandra
La logística, dice Alejandra Valdebenito, seremi de Salud de Aysén, no la agobiaba.
–Si hay algo que el sector publico sabe hacer es vacunar.
La complejidad de la CoronaVac, tampoco.
–Es muy similar, en cuanto a composición y estabilidad, a la de la influenza.
Lo que realmente la inquietaba, era el cansancio. El pedirle a una red de salud agotada y exhausta, un último esfuerzo después de un año sin tregua. Eso y también el calor. Las temperaturas sobre los 25 grados que estaba experimentando Coyhaique, justo en la semana en que tenían que distribuir una vacuna que debía mantenerse entre los 2 y 8 grados.
Eso estuvo en su cabeza cuando llegó al aeropuerto de Balmaceda a las 9:30, cuando el Airbus aterrizó veinte minutos después y mientras trasladaban las diez cajas en dos camionetas fiscales al Depósito de Vacunas e Inmunización del Hospital Regional en Coyhaique.
–Sentía que esta era la única oportunidad que teníamos de poder recuperar nuestras vidas –admite Valdebenito, una matrona de 45 años que llegó aquí hace 22.
Unas 7.200 dosis quedaron allá. Los 4.800 tendrían que distribuirse por la región. Valdebenito tomó 600 la mañana siguiente y junto a su chofer comenzaron el camino de tres horas y media a Bahía Murta. Después siguieron a Cochrane, encendiendo el aire acondicionado a su máxima capacidad. Llegaron a las 18:00 y aún sentían el sol.
–Perder dosis es algo que puede pasar con otras vacunas. Pero con esta era inviable. Les tomamos la temperatura al llegar. Una de las cajas, con su sistema térmico, estaba a 6 grados.
Las cajas pasaron al depósito del hospital comunal y Valdebenito se quedó a dormir ahí. Al otro día regresaría a la casa que comparte con sus padres e hijos, retrocediendo las diez horas que había avanzado por vegetación y ripio.
No era la única manejando por esa ruta.
Juan
Este era un camino que conocía. No sólo porque había trabajado como chofer de la Gobernación de Cochrane 34 de los últimos 59 años de su vida, sino también porque en marzo había tenido que hacerlo demasiadas veces. Durante ese mes, Caleta Tortel había entrado a cuarentena luego del contagio por Coronavirus de un turista que descendió de un crucero. Y él, Juan Oyarzo, era el que tenía que llevar a los funcionarios de Cochrane hacia allá para monitorear. Aunque esto era distinto. Este día, el 2 de febrero, tenía que llevar 100 vacunas hacia allá en su camioneta Mitsubishi, acompañando de Constanza Saintard: una enfermera de 29 años nacida y casada en Chillán, pero residente en Cochrane.
Salieron a las 8:00, siguiendo el camino que acompaña el río hasta que desemboca en bahías lugares de geografía desmembrada. A veces hablaban, dice Oyarzo. Hacerlo con fluidez podía ser difícil.
–Es que la enfermera iba siempre pendiente de la temperatura.
A las 10:15, Oyarzo estacionó el auto y Saintard subió con las 80 vacunas hacia las pasarelas hasta llegar la Posta. No era la única enfermera que había viajado hasta ahí.
Pablina
Era difícil sumar todos los kilómetros que ella había recorrido. No sólo porque Pablina Andrade había nacido en Lebú, criado en Los Álamos, todo en el Biobío, para luego armar un hogar con su marido en Puerto Guadal, en la comuna de Chile Chico. Sino que, porque a pesar de sus 30 años, desde 2015 que hace rondas como enfermera en distintos rincones rurales de Aysén. Uno de ellos, a dónde tenía que presentarse una semana al mes, era Villa O’Higgins, a 306 kilómetros de su casa.
Por eso es que a ella le correspondía llevar las vacunas hasta ese pueblo de 625 habitantes. Lo supo el lunes 1 de febrero, cuando le avisaron por teléfono. Eso significaba volver a sumar kilómetros el martes. Tuvo que salir desde Guadal hasta Villa O’Higgins el lunes, arriba de una van y también de un ferry, durante siete horas. Al día siguiente sumó un poco más: de Villa O’Higgins hasta Río Bravo, luego la barcaza hasta Puerto Yungay y de ahí un último trecho hacia Tortel, donde llegó a las 18:45 del martes, con suficiente tiempo para comer, encontrar una residencial y dormir.
A las 10:00 del miércoles se presentó en la posta. Ahí esperó hasta que Constanza Saintard subió 15 minutos después. Andrade tomó 40 de las 80 dosis que traía la enfermera de Cochrane y las puso en su termo refrigerante. No alcanzaron a hablar demasiado, porque Andrade tenía que volver a correr. La barcaza desde Puerto Yungay sólo zarpa cuatro veces al día: si no se presentaba a la de las 11:00, no podría vacunar en Villa O’Higgins a las 15:00, como estaba programado. Entonces Pablina Andrade corrió. Avanzó por las pasarelas hacia su van, y manejó escoltada por carabineros para iniciar el mismo y fragmentado trecho de vuelta.
En esa carrera contra el tiempo, logró presentarse en la posta de Villa O’Higgins a las 14.30, donde cambió las unidades refrigerantes de las dosis y partió hacia el Liceo Pioneros del Sur, que es donde se realizaría la vacunación desde las 15:00.
–Entre tanto viaje –cuenta– incluso se me olvidó almorzar.
En el liceo habilitaron salas para tomarles la temperatura a los pacientes al principio, módulos para vacunar y una sala con ocho sillas donde los 40 adultos mayores a los que les tocaba ese día debían esperar media hora antes de poder retirarse, para ver si sufrían alguna complicación. A veces, cuenta Andrade, le preguntaban de dónde venía esta vacuna. Ella decía que de China, resumiendo así, con esas dos palabras, el viaje de más de 21 mil kilómetros que esas dosis completaron para poder estar ahí.
A las 15:30, Pablina Andrade sonrió. Un hombre al que acababa de vacunar, posaba para una foto.
Tomás
La vida no había sido fácil para Tomás Ulloa. Y eso más bien no tenía tanto que ver con su actual sordera que le dificulta conversar con otros, o con que a veces se confunde con su edad y dice que tiene 84 años, cuando en verdad tiene 82. Lo que la había hecho difícil era la serie de cambios que había visto pasar y que ahora sucedieran cuando ya no tenía tantas energías. Porque era distinto nacer en Pucón y tener que adaptarse a la vida en Aysén, a los diez años, que aprender a vivir de nuevo ahora. En la vida que lo precedía, Ulloa había criado a seis hijos en su chacra donde trabajaba como pequeño ganadero. En esa chacra también había estado casado con Genoveva Llaique, hasta que un tumor cerebral se la quitó hace catorce años. Con los hijos yéndose y ya viudo, esos animales eran de las pocas cosas que le quedaban en un año de pandemia y distancia social.
Por eso es que esa tarde de miércoles iba a ser importante. Porque su nuera, Margarita Gómez, lo iba a llevar al liceo para que lo vacunaran. Y eso también le parecía un poco irreal: que una vacuna tan nueva, fabricada en China, llegase a una distancia caminable. Pasaba que Ulloa todavía recordaba cuando tenía que galopar días completos para poder comprar algo.
Ahí fue cuando volvió a ver a Pablina Andrade y le dio su brazo sin sentir miedo.
Después de la inyección, Gómez le sacó una foto y Ulloa intentó hacer la V de la victoria con sus dedos. Detrás de su mascarilla, la enfermera sonrió.
La dosis que había sido fabricada en un laboratorio de Beijing y organizada en una planilla Excel en Santiago, que había viajado en contenedores, cajas y termos adentro de aviones, autos y barcazas, ahora terminaba en el cuerpo de un ganadero viudo y medio sordo que tenía depositada en ella un deseo ambicioso, pero sencillo.
–¿Que qué quiero hacer cuando termine la pandemia? –repite Tomás Ulloa.
Su respuesta, por teléfono, dice así:
–Lo que más quiero es poder volver a vivir tranquilo.