Hay quienes la consideran un remanso: de paz, de tranquilidad, o de lo que haya, pero remanso. Hay quienes la ven como el necesario cambio de aire y de relación con el entorno: la pausa física y emocional, si es que no espiritual, o bien la instancia para dormir a pata suelta o para fiestear como si no hubiera un mañana. Y hay quienes la han tenido siempre a la mano y, en consecuencia, no ven razón para elaborar mucho al respecto.
Cualquiera sea la perspectiva, todas parecieran asumir que la playa -el balneario costero- ha estado donde y como está desde siempre, que seguirá cumpliendo sus funciones en los años venideros y que lo que hay que saber de ella son, ante todo, cuestiones acotadas o funcionales. Ahí es donde la historia tiene algo para decir.
¿O acaso este espacio, anhelado cada verano por millones, no tiene una historia que merezca ser contada e insertada en un cuadro social, político y cultural, a lo largo y ancho del planeta? Robert C. Ritchie, que vive y enseña en el sur de California (estado que cuenta con más de 400 playas), tiene una respuesta. Como quien toma el relevo de Alain Corbin (Le territoire du vide, 1988), John Hassan (The Seaside, 2003) y varios autores más, este investigador se animó a organizar una historia global de la playa que se publicó en 2021 y que viene al caso cuando, a pesar de la variante ómicron y de otros pesares, la temporada estival ya se instaló en el hemisferio sur.
The Lure of the Beach. A Global History (U. of California Press) hace, en efecto, un recorrido mundial por lugares que convocan o solían convocar a gente muy encopetada y a otra que apenas ha tenido recursos para llegar a la orilla del mar. A gente que busca salud, descanso, bronceado o entretención, por el día o por la temporada, con independencia de que encuentre lo que busca. O bien, a gente que le enrostra a otra gente andar arruinando su experiencia, como se vio días atrás en un video registrado en Maitencillo.
Y a poco andar, el libro no sólo justifica su existencia vía anécdotas o episodios playeros, que los tiene, y en cantidades. Propone también una inmersión en la experiencia histórica, desde antes de nuestra era, y especialmente a partir del siglo XVIII, cuando la creencia en las virtudes terapéuticas del agua salada antecedió y luego convivió con la playa como geografía del descanso, del esparcimiento, la recreación y otros. Y de ahí no ha habido quién la saque. Más bien lo contrario.
Al día presente, informa Ritchie, más de la mitad de la población mundial vive en contacto con océanos, lo que da una idea remota de la variedad de factores que configuran el “fenómeno playero”, hoy y en esos momentos que han llevado hasta hoy. Apuradamente, esta lista interminable va de la historia del tratamiento de las aguas servidas a la del transporte, la accesibilidad y las comunicaciones; de la salud individual y pública a los encuentros, encontrones y desencuentros de clase, de etnia, de género; de las formas de entretención a los atuendos playeros. Del pudor a la vergüenza.
El libro permite también apreciar que “la playa”, tal como la entendemos, es un fenómeno reciente en la escala histórica. Darla por sentada, y todavía más en medio de una crisis climática, es de lo menos histórico que hay, pareciera decírsenos.
Vayan a Bayas
Bayas (en latín, Baiae) fue el primer espacio al que puede dársele el nombre de playa, o de balneario costero. Situado en una península al noroeste del Golfo de Nápoles, el complejo se construyó en torno a una pequeña bahía en cuyos alrededores estaba la base naval del cabo Miseno y el puerto de Pozzuoli, vital en la economía romana.
La belleza del paisaje, la benignidad del clima y los poderes presuntamente curativos de sus aguas fueron conocidos y celebrados por siglos, pero no fue sino hasta el siglo II a.C. que Bayas se convirtió en sinónimo de placer, posibilitado este por el ocio, privilegio de algunos.
Por entonces, el imperio se expandía, tal como los tributos que enriquecieron a generales, políticos y banqueros, quienes pudieron permitirse vidas lujosas. Parte de ese lujo consistía en poder relajarse lejos del mundanal ruido. La villa romana se había extendido por la costa, hacia el sur de Roma, lo que, por otro lado, la hacía blanco de los piratas. Algunos de los afectados encontraron una alternativa en Bayas, escondida como estaba en una bahía cercana a una base naval. Qué mejor.
Allí se establecieron emperadores como Nerón, Adriano, Germánico, Tito y Tácito, que construyeron villas con vistas a la bahía. Estas edificaciones se caracterizaron por dar al exterior, permitiendo disfrutar de las vistas, mientras las estructuras típicas buscaban proteger la intimidad de las familias.
La “temporada” comenzaba en abril, con el receso del Senado. Los dignatarios encontraban en Bayas “los recursos que hacían de los balnearios algo esencial para el ocio: alojamiento, comida, bebida, compras y todo tipo de servicios, en un entorno apropiado para una clientela acomodada”. Una vez instalados, podían quitarse las togas y disfrutar de baños relajantes antes de salir a cenar, a hacer fiestas en la playa, a disfrutar de la música o a navegar.
He ahí lo propio de un balneario, pero “con ventaja”. En poco tiempo, Bayas se ganó reputación de libertina y desenfrenada, entre orgías y baños calientes de azufre. Séneca, el célebre filósofo estoico, se mostró consternado tras conocer el lugar que abandonó al día siguiente de su llegada: “Bayas debe evitarse... El lujo la ha capturado... Las personas que deambulan ebrias por la playa, el jolgorio desenfrenado de los navegantes”.
Bayas siguió por siglos formando parte del “calendario social” romano, pero el declive del imperio fue su propio declive. Los árabes saquearon lo que quedaba en el siglo VIII. Pasaría mucho tiempo antes de que surgiera otro resort playero.
Tiempos modernos
Sólo a partir del siglo XVIII, prosigue el autor, irá asentándose la noción de lo playero que el común de los mortales sigue hoy manejando. De a poco, eso sí, e inicialmente en Inglaterra.
En un primer tiempo, como pasó en Roma y como pasa en otros ámbitos, sólo la cumbre de la pirámide social inglesa (aristócratas y alta burguesía; banqueros y grandes comerciantes) disponía de tiempo para el ocio y de recursos para vacacionar. Y en una época en la que caminos ad hoc había pocos y malos, tenían también caballos y carrozas para llegar a destinos como Scarborough, Brighton, Margate y Blackpool, en los cuales hay registros de veraneantes a partir de la década de 1730.
Como quien compite con las aguas termales de la montaña, la incursión en las aguas oceánicas, acotada y recetada por especialistas, tuvo un tenor propiamente terapéutico, años antes de que la natación y otras actividades recreativas impusieran sus términos. Si ya en el siglo XVI los reyes franceses oyeron de las virtudes del agua salada, todo un corpus de diagnósticos y recetas se crearía a este respecto al otro lado del canal de La Mancha, partiendo por la recomendación de beber esa misma agua para combatir diversas dolencias.
Una acción con virtudes presuntamente curativas consistía en entrar al agua con el propio cuerpo. Pero no era llegar y mojarse: en una primera época, en resguardo del pudor y las buenas costumbres, los bañistas ingresaban dentro de máquinas y dispositivos como las bathing machines, que les evitaban ser vistos, para darse así dos o tres chapuzones privados con la ayuda de un dipper, o persona encargada.
Los dippers, por su parte, respondían a una segregación (hombres con hombres, mujeres con mujeres) tal como la playa misma fue segregada en estos orígenes y lo seguiría siendo, incluso hasta hoy en ciertas comunidades: los hombres se bañan a cierta hora, distinta del horario femenino. En el caso turco, se lee que hasta el siglo XIX el baño tenía lugar en instalaciones de madera separadas por sexo y estrechamente vigiladas. De ahí que la gente se moviera a las playas y que en el siglo siguiente hombres y mujeres pudieran compartir un mismo espacio con vestimentas más adecuadas a los tiempos.
En tanto, la propia vestimenta y su legitimidad en distintos puntos del planeta es objeto de escrutinio para el historiador. Tanto por la adecuación del ropaje a la natación como por la sintonía con la moda en el vestir, con el ambiente moral/religioso de tal o cual época e incluso con factores que mezclan salud y apariencia, cual es el caso del bronceado: para que este fuese posible, por de pronto, debió seguirse un largo camino de aligeramiento de lo puesto, de modo que el “tono fascinante” conquistara nuevos territorios. Y si bien el bronceado ha sido visto por muchos y por largo tiempo como sinónimo de bienestar y buen vivir, otra cosa es el “achicharramiento”: sólo a partir de la década de 1940 el bronceador estuvo al alcance de los bañistas.
Todo lo anterior no debería excluir el derecho a bañarse desnudo de quien así lo desee: un derecho reclamado y ejercido por bañistas de todo tiempo y lugar, más allá de polémicas, prohibiciones y el establecimiento de (nuevos) espacios segregados. Hacia la década de 1860 era común en EE.UU., por ejemplo, que si un bañista desnudo se asomaba en una playa de uso común, se levantara una bandera roja para acusar la transgresión.
¿Y cuándo dejó la playa de ser el privilegio de unos pocos? Un hito incontestable fue el desarrollo del tren y de las rutas ferroviarias. Si en EE.UU. e Inglaterra las grandes fortunas construyeron hoteles con toda clase de comodidades (o bien cabañas más modestas, que a veces eran quemadas entre un verano y otro), la idea era que los visitantes gastaran dinero en el lugar y no fueran más bien proletarios que llegan en masa, cantando y riendo, sin consumir in situ ni menos pagando por alojar.
Diversas disposiciones dictaron ciertos municipios británicos para evitar los trenes dominicales con estos “indeseables”, así como con trippers, precursores de los actuales mochileros. Otro tanto ocurriría gradualmente, sobre todo en el siglo XX, con el establecimiento de vacaciones pagadas para los trabajadores, algunos de los cuales pasaron a integrar cooperativas de veraneo que acercaron la playa a quienes la habían tenido tan lejos.
Lo anterior, eso sí, ha corrido en paralelo al permanente arrancar de grupos acomodados que, para no mezclarse con pobres y advenedizos, buscan refugio en lugares más caros e inaccesibles. También eso remite al siempre peleado derecho de acceso a las playas y al establecimiento –allí donde se permite- de playas privadas. Un caso ilustrativo es el de “Redneck Alabama”, línea costera del sur de EE.UU. que en algún tiempo fue usada libremente por bañistas sin mayores recursos, pero que fue progresivamente copada por proyectos inmobiliarios.
El libro de Ritchie no sólo se pasea por los cinco continentes para cumplir con la “historia global” que promete en el título (hay incluso una mención a las frías aguas de Viña del Mar). Junto con tomarse el tiempo de exponer el amplio abanico de factores en juego, hace un llamado a tomarse muy en serio el fenómeno del cambio climático y sus consecuencias.
Con el nivel del mar creciendo y los polos derritiéndose, somos testigos de “un proceso que tiene lugar a un ritmo que los científicos jamás creyeron posible”, afirma el autor. Y en distintas latitudes ya no basta con trasladar arena o desplazar edificaciones, sin mencionar el tema de la basura y las aguas servidas.
Quién sabe si pensar históricamente la playa puede contribuir en algo.