A tontas y a locas
Una nueva prórroga per se no tendría sentido si no es acompañada de nuevas instancias que evalúen el texto completo y faciliten un verdadero y transversal diálogo político, que considere el conjunto de intereses y no solo los propios.
Recién se ofició la prórroga que amplía de nueve a doce meses el plazo de trabajo de la Convención; una mera formalidad, pues el cronograma lo contempló así desde hace meses. Aún así, la cuenta regresiva comenzó y en cerca de 30 días se debe tener el texto listo para que pase a la comisión armonizadora. Varios ya se preguntan: ¿es suficiente el tiempo restante? Revisando los escasos acuerdos logrados y haciendo memoria de los turbulentos pasos para llegar a ellos, pareciera ser que el problema está lejos de reducirse al tiempo.
Lamentablemente, las mayorías circunstanciales al interior de la Convención malgastaron mucho tiempo en debatir cuestiones de otra índole, como la desmilitarización del mal llamado Wallmapu o qué hacer con los presos del 18-O. Nadie puede negar que elaborar una propuesta de nueva Constitución es una tarea titánica. Sin embargo, tampoco se puede desconocer que se perdieron semanas valiosas en cuestiones más retóricas que normativas. Recién en octubre del año pasado los convencionales cerraron el Reglamento para comenzar a escribir la nueva Carta Fundamental.
La Convención se parece a una olla de presión cargada de jornadas frenéticas que duran hasta la madrugada, muchas de ellas antecedidas por las clásicas “cocinas”, aunque de ellas la derecha quede siempre excluida. La cuenta regresiva ha llevado a hacer ajustes internos, permitiendo contar sábados como días hábiles, limitar la discusión en los informes en general y, ahora, estarían por acortar el periodo de armonización. Ese trabajo con afán maximalista repleto de conceptos identitarios floridos, combinado con el deficiente diseño del proceso de construcción de normas, ha afectado incluso a la promisoria comisión de Sistema Político. Esta presentó al Pleno un informe que la prensa calificó de “sin pies ni cabeza”, que le costó que 92 de sus 95 artículos fueran rechazados. Y esa no fue la excepción, sino la regla.
¿Extender el plazo? No, pues la Convención está obstinada a evitar, a toda costa, lo que el Congreso le podría pedir a cambio por una nueva prórroga (por ejemplo, retomar la idea de un Senado con dientes, una nueva redacción de las alternativas del plebiscito o derechamente una tercera vía). Quizás sea el costo político que la Convención deba asumir para salir de su evidente crisis. Independiente de ello, no obstante, una nueva prórroga per se no tendría sentido si no es acompañada de nuevas instancias que evalúen el texto completo y faciliten un verdadero y transversal diálogo político, que considere el conjunto de intereses y no solo los propios. Esa sería la única forma de introducir mejoras sustantivas. Alargar el tiempo de la Convención, sin corregir esos aspectos, no solucionará el problema en el que nos encontramos; es más, podría agravarlos.
No es cierto que “cualquier resultado será mejor que una Constitución escrita por cuatro generales”, como lo expresó, erradamente, el Presidente Gabriel Boric. No podemos olvidar que el texto que hoy nos rige fue significativamente reformulado, y no es descartable que la calidad del nuevo texto sea considerablemente peor. No podemos aceptar que se juegue a tontas y a locas con un proceso que costó tanto conseguir. A estas alturas, no hay camino que no deba explorarse.
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