Charles Aznavour: esa luz nunca se apagará
Cuando se habla de una activa longevidad asociada a la música, siempre se cita la capacidad atlética de Mick Jagger, la infinita agenda de giras de Bob Dylan o la velocidad con que Paul McCartney despacha una y otra vez grandes discos. Pero Charles Aznavour les ganó a todos.
Así sucedió a mediados del año pasado, en su última visita al país, cuando apareció en el Teatro Caupolicán con sus habituales suspensores, un aspecto algo magullado, con la espalda encorvada, pero sin que ello alterara su capacidad vocal. Seguía con ese timbre suave y evocativo tan típico de los artistas europeos de mediados del siglo XX, con el que parecen aludir a esos tiempos que ya no existen, de radio, televisión en blanco y negro, vinilos, casetes desgastados, teatros imperiales, posguerra, orquestaciones épicas, la música aún entendida como obra de grandes intérpretes y autores, y no como producto de máquinas, mercadotecnia y cientos de productores fabricando una sola canción.
Aznavour estaba consciente de aquello, de su estatus como una especie única sobre la tierra, una cría en extinción, el último gran sobreviviente de la canción francesa. Lo decía en entrevistas, pero sobre todo, lo demostraba en el escenario: aludía a Édith Piaf –con quien trabajó-; hablaba y cantaba sobre los inmigrantes que luchaban por ganarse un espacio en el Primer Mundo europeo –sus padres fueron parte de esa diáspora- y siempre se le veía como una figura sobria, aunque lleno de ademanes teatrales, de un histrionismo bien trabajado, acorde con el universo en sepia diseñado por su creaciones.
Pese a que nunca contó con un aspecto deslumbrante ni mediático –alguna vez se rió cuando la prensa lo comparó con Frank Sinatra-, lograba hipnotizar en sus presentaciones, en un magnetismo sin estridencia que hoy resulta difícil de conseguir para las estrellas más contemporáneas, saturadas de anzuelos tecnológicos de última generación. Algo ahí lo emparentaba con Lucho Gatica, Gilbert Bécaud, Tony Bennett o Raphael: creía en el oficio del cantante por sobre cualquier otra pirotecnia.
Renegaba una y otra vez del retiro y las despedidas, pero no con la altanería de quienes se creen insustituibles. Se sentía genuinamente un animal de escenario, un tipo que no veía la existencia de otra manera. Esa misma cualidad que transmitía a créditos muchísimo más jóvenes, como Juan Gabriel, Laura Pausini o Sting, con los que colaboró en el último tiempo.
Incluso con personajes aún menores y más anónimos. En una de sus últimas entrevistas, recordaba cómo una chica de 18 años se acercó a él un tiempo atrás y le dijo que se sentía identificada con varias de sus composiciones. Las mismas que él había escrito hace tanto ya, 50 o 60 años fácil. De algún modo, la pequeña anécdota lo empujaba a una conclusión enorme: su música y su voz ya lo habían convertido en un artista eterno.
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