Columna de Noam Titelman: El anti-progresismo no resolverá nada
Permítanme partir con una aseveración categórica para despejar cualquier duda: el progresismo no puede ni debe retroceder ni un centímetro en las reivindicaciones históricas del feminismo, los derechos de las diversidades sexuales y de género y la lucha antirracista. Si alguien cree que la manera de apelar al electorado de la ultraderecha es con un discurso antiprogresista, rápidamente descubrirá que la gente suele preferir el original a la copia. No solo eso. Una estrategia como esa corre el riesgo de alejar incluso a los propios: retroceder ante el anti-progresismo es receta segura para la derrota.
Ahora bien, para poder avanzar en las múltiples demandas que encarna el progresismo se necesita convocar una mayoría que permita ganar elecciones. La política se trata de buscar acuerdo de muchos diferentes que piensan parecido. Luego de las derrotas en las últimas contiendas electorales, bien valdría la pena reflexionar por qué no se ha logrado construir esta mayoría.
Una parte de la explicación es la incorporación masiva de nuevos votantes. Recientes estudios, como los del COES, muestran que los nuevos votantes tienden a ser más conservadores en las mal llamadas temáticas “valóricas” o “sociales” (mal llamadas porque, pese al uso que se les da en el debate público, tienen mucho de económico también). Así, estos estudios de panel del COES muestran que, a diferencia de los votantes habituales, la gran mayoría de los nuevos votantes optaron por el rechazo en el plebiscito de salida de 2022. Asimismo, el análisis de las recientes elecciones de consejeros constitucionales (Altman et al. 2023) muestran que seis de cada 10 nuevos votantes fueron a Republicanos.
Hay buenas razones para ver en estas posiciones conservadoras la expresión de una identidad especifica. Como muestra el estudio Melendez et al. (2021), en torno al plebiscito de entrada de 2020 y el debate constitucional se activó una identidad cristiana. Además, la reciente encuesta Bicentenario muestra que para 48% de los chilenos su religión es muy o bastante importante para su identidad, aunque la confianza en la Iglesia católica se ha desplomado.
¿Es posible defender un proyecto de sociedad progresista sin regalarle la identidad cristiana a la ultraderecha? Yo creo que sí. De hecho, el aborto en tres causales se aprobó en un gobierno que contaba con una fuerza socialcristiana entre sus filas (la DC).
La solución no es fácil, pero hay dos puntos centrales. En primer lugar, dejar de plantear el dilema como una dicotomía de política de identidades versus política universalista. Hay que defender los derechos de reconocimiento de grupos oprimidos en la sociedad, junto con propuestas universalistas de redistribución. No hay nada contradictorio en esto y el desafío es hacer ambas.
El segundo punto puede sonar simple, pero es tremendamente escaso: no marginar ni despreciar. No se trata de modificar al progresismo para que se parezca más al cristianismo, sino de respetar a aquellos que valoran su fe y convocarlos a un proyecto progresista amplio y diverso. Lo peor que el progresismo podría hacer es caricaturizar y desechar a los ciudadanos de fe, asumir que su lugar “natural” sería en la derecha y restarlos de su coalición. El resultado sería una profecía autocumplida en que el progresismo se resta de aspirar a ser mayoría
El anti-progresismo no resolverá los problemas del progresismo. Tampoco marginar ni despreciar. En definitiva, ni retroceder ni restar.