Columna de Pablo Ortúzar: Esos locos (fachos) pobres
Lamentablemente, la mayor parte de las élites políticas y económicas chilenas sigue en San Rosendo, a pesar de que casi todo el resto del mundo vive ya en la ciudad (...)Se sigue en una lucha aristocrática por la conducción de las “fuerzas de la historia”, en vez de abrirse a tecnologías democráticas de optimización de las decisiones. De ahí, supongo, la enorme polarización que se da entre las facciones tunqueninas y zapallarinas de nuestras clases dirigentes.
Chile es hoy una sociedad moderna. Esto significa que es una organización compleja con altos niveles de diferenciación funcional. Luego, cada uno de sus miembros posee un conocimiento muy limitado del conjunto social, lo que es reforzado por la especialización en ciertas tareas. Todos en una urbe moderna, desde el menos al más calificado, dependen casi por completo de productos y servicios que no saben ni pueden proveerse por sí mismos. Por algo, durante la pandemia, las redes sociales se llenaron de personas presentando hornear pan en la casa o cortarse el propio pelo como importantes logros: la sencillez de estas tareas nos da una idea de lo mucho que normalmente dependemos de la coordinación con otros para llevar adelante nuestras vidas.
La coordinación de esta complejidad se logra gracias a instrumentos como el dinero, la ley o los certificados académicos y profesionales, que condensan expectativas. La confianza en las instituciones reemplaza la confianza personal, en la medida en que debemos relacionarnos constantemente con desconocidos. De eso se trata la libertad moderna: de navegar el mundo como individuos. Esa es la diferencia pergolaflorística entre San Rosendo y la ciudad: allá no es realmente que no pase nada, sino que todo lo que pasa es gobernado por la costumbre y auscultado por ojos conocidos. En la ciudad, en cambio, Carmela es, a la vez, nadie y quien quiera ser.
Por supuesto, si estropeamos el régimen de valor del dinero, la ley o los certificados académicos y profesionales, se generarán problemas de coordinación. Y, al aumentar los costos de transacción, los más afectados serán los menos capaces de asumir las nuevas cargas. Por eso el primer deber cívico de quienes se interesen por el bien común es cuidar, en lo posible, el régimen de valor de esos instrumentos. Toda reversión en la confianza generalizada respecto a ellos afectará siempre mayor y principalmente a los más débiles.
Obviamente, gobernar o hacer empresa en sociedades complejas es altamente difícil y exigente. Demanda herramientas sociológicas que permitan observar los propios puntos ciegos, ampliando la reflexividad de las decisiones. Y ello exige, ante todo, una disposición a considerar la parcialidad del propio punto de vista. Esto no significa, por cierto, concluir que todas las opiniones valen lo mismo o sumirse en el relativismo total, sino simplemente procesar el hecho de que lo que se alcanza a observar es limitado, y que conviene entender esas limitaciones para tomar mejores decisiones.
Los sistemas políticos y económicos sanos y competitivos incentivan el desarrollo de dicha inteligencia. Los partidos y las empresas que deben confrontar sus propuestas, bajo reglas imparciales, con otros partidos y empresas se vuelven mejores organizaciones. O desaparecen. Sin embargo, lograr que exista ese tipo de competencia no depende sólo de la existencia de dichas reglas, sino de un cierto nivel de compromiso ético de los participantes. Las élites políticas y económicas deben estar convencidas de que la colaboración mediante tecnologías institucionales de inteligencia colectiva es el mejor servicio que pueden ofrecer a los demás. De eso se trata, realmente, el tan manoseado “compromiso democrático” o “compromiso con la libertad económica”.
Lamentablemente, la mayor parte de las élites políticas y económicas chilenas sigue en San Rosendo, a pesar de que casi todo el resto del mundo vive ya en la ciudad. En otras palabras, viven ancladas en redes de lealtades personales y percibiendo la competencia directa como una patología a erradicar. Se sigue en una lucha aristocrática por la conducción de las “fuerzas de la historia”, en vez de abrirse a tecnologías democráticas de optimización de las decisiones. De ahí, supongo, la enorme polarización que se da entre las facciones tunqueninas y zapallarinas de nuestras clases dirigentes. Polarización que, por cierto, bloquea importantes procesos de reforma social y amenaza con extenderse al resto de las clases.
Las declaraciones de Irina Karamanos, pareja del Presidente Boric, en un congreso global de feministas acomodadas de izquierda en España son un excelente ejemplo de este elitismo provinciano. Incapaz de genuina reflexión -que implica observarse a uno mismo-, Karamanos explicó el arrollador resultado del plebiscito constitucional mediante una pueril teoría de la conspiración. La pobre gente, ignorante como es, habría sido engañada por oscuras fuerzas. Fin. La arrogancia con ínfulas aristocráticas de su intervención resulta impresionante: afirmar en tono condescendiente que los pobres incluso habrían temido que les quitaran lo poco y nada que tienen parece sacado directamente de “Esos locos pobres” de Plan Z.
Tras las afirmaciones de Karamanos medra la convicción de que sus propias ideas encarnan la verdadera voluntad popular, tal como se presentaría si no estuviera contaminada y distorsionada por la ignorancia, la dominación y el engaño. Ella y sus amigos serían la vanguardia iluminada del pueblo, le guste o no al pueblo. Una autoimagen salvífica a medio camino entre Robespierre, María Antonieta y “La Misión” que resulta incompatible con la convivencia democrática.
El desafío de democratizar la sociedad chilena pasa, en buena medida, por acuerdos básicos entre las élites que las comprometan con formas colaborativas de competencia. El nuevo proceso constitucional puede ser un buen espacio para encaminar esos acuerdos. El costo es abandonar las pretensiones heroicas de la lucha total. Mandar a Lenin, a Donoso Cortés y a Carl Schmitt, el Dr. Strangelove de la nueva izquierda, al baúl de los recuerdos. Y concentrar las energías en facilitar que pasemos a ser un país con clase media a un país de clase media.
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