Columna de Pablo Ortúzar: Ni yunque ni martillo, contra la polarización
La Nueva Izquierda y el Partido Comunista han jugado con la polarización del país de manera irresponsable y destructiva. Esto se debe a que conciben la política como lucha de amigos y enemigos, parapetándose bajo eslóganes vacíos como “antineoliberalismo” para sumar y atizar el miedo y el odio. Esta estrategia de inspiración maligna fue la que condujo e hizo naufragar a la Convención Constitucional. El triunfo del Rechazo es, entre otras cosas, una reafirmación del espíritu del plebiscito de 1988: sin miedo, sin odio, sin violencia. La mayoría de los ciudadanos de Chile está cansado de que los políticos los utilicen como carne de cañón en las luchas facciosas de la élite, mientras su calidad de vida disminuye día a día.
El Presidente Gabriel Boric tendrá que responder primero ante el electorado y luego ante la historia si es que no muestra el carácter y la altura intelectual y moral que exigen abandonar el cultivo interesado de antagonismos. Por más poemas que lea, si la estrategia de su sector sigue siendo alimentar la desconfianza en un país quebrado por ella y darse gustitos de colectivo político de campus universitario, vivirá los largos años que le quedan por delante en medio del reproche popular, contándose por décadas mentiras piadosas sobre sí mismo para aplacar la mala conciencia de haber sido un mal pastor y un falso guardián. Presidente: le han hecho daño a Chile, especialmente a los más vulnerables. Presidente: usted es responsable de ello, aunque le digan que no los cortesanos de palacio, aunque no quiera admitirlo.
Ahora bien, la polarización es un veneno peligroso. No sólo pudre por dentro al que la promueve, sino también a quien es señalado como enemigo. Si el miedo y el odio no arrastraran, no serían tan dañinos. Como apuntó alguna vez Simone Weil, se trata de poderosas fuentes de energía suplementaria, pero sobre las que no tenemos control. Arrasan con el espíritu de quien las invoca y, no pocas veces, con el del adversario combatido. Si la Nueva Izquierda y el Partido Comunista le han hecho daño a Chile, eso significa que quienes los hemos enfrentado hemos sido especialmente dañados. La sensación de lucha existencial, de combatir por el ser, engendra pasiones animales, antipolíticas e incivilizadas. El código de la polarización es el de la guerra a muerte, que Carl Schmitt, el ideólogo oscuro de la Nueva Izquierda, consideraba -equivocadamente- la forma más intensa y seria de la política. En este combate, entonces, nuestros sentidos y nuestros sentimientos han sido alterados por el odio y el miedo.
Por lo mismo, el triunfo del Rechazo trae sus propios peligros: a los combatientes victoriosos nos dice “es su momento”. Es decir, la hora de la venganza: el tiempo de hacer al adversario lo que él quería hacernos. Pero si cruzamos esa línea, si damos rienda suelta a esa ambición, terminaremos siendo lo mismo que combatimos, pero con distinta excusa. Habrá ganado la polarización. Y sonreirá la izquierda nihilista, porque sabrá que en el próximo recoveco de la historia les tocará a ellos vengarse.
¿Cómo salir de ese juego satánico? ¿Cómo encarnar, realmente, el llamado a buscar acuerdos sin miedo, sin odio y sin violencia? Tendiendo puentes ahora, con espíritu generoso. De eso se trata continuar el proceso constitucional: de cambiar la gramática de la polarización por una democrática y ciudadana. De dejar de atizar el rencor, y buscar un modus vivendi entre nuestras facciones políticas que permita desbloquear el futuro del país. ¿Es eso ser cobarde? No, la magnanimidad es más valiente que el triunfalismo. ¿Es eso ser ingenuo? No, ingenuidad es pensar que el adversario desaparecerá por haber sido derrotado en esta vuelta. Ah, pero el gobierno no acepta la tremenda derrota. Bueno, ya tendrá que hacerlo, porque la lleva pegada al cuerpo. Huele a ella. Mientras tanto, no nos contagiemos el resto de su falta de humildad y realismo. Señalemos el camino, preparemos la mesa. Que un puesto los esté esperando.
Si Chile fuera un país más joven y más pobre, y si los famosos 30 años no hubieran engendrado una masiva clase media con mucho que perder, tengo pocas dudas de que el 18 de octubre de 2019 habría sido el primer incidente de una guerra civil. Mucha gente que sólo tiene familiares y amigos de un sector político imagina ese escenario como no tan malo. Pero cualquiera que conoce y quiere a personas que piensan distinto, y cualquiera que haya conocido directa o indirectamente los horrores de las conflagraciones civiles pasadas, sabe que el horror de esos eventos deja una marca imborrable. El desierto por dentro.
Providencialmente escapamos de ese destino. Ahora toca estar a la altura de ese escape. Chile tiene enormes urgencias sociales, pero lidiar de manera sostenida y responsable con ellas exige recomponer nuestra política democrática. Y el mejor camino para ello es una nueva Constitución que ponga sobre la mesa reglas del juego básicas a las que todos queramos y podamos ser leales. Para conseguirlo, quienes fuimos odiosamente excluidos y defenestrados en el fallido proceso anterior, debemos poner la otra mejilla. No hay otro camino. Desescalar un conflicto exige que alguna de las partes entierre la espada en la tierra. Y no hay mejor momento para hacerlo que ahora, después del triunfo categórico del Rechazo.
Todo esto lo digo no movido simplemente por un ánimo altruista: los envenenados por la polarización necesitamos curarnos de sus efectos si realmente queremos ganar la guerra y no sólo un par de batallas. Debemos rechazar tanto ser yunque como ser martillo. La terapia contra la ultraizquierda no es la ultraderecha: el cáncer al cerebro no lo cura el cancer al estómago. Yo sé que hoy los caminos medios y los ritmos moderados parecen, en medio de la batahola y el griterío, cosa de peleles. Pero la larga carrera de obstáculos que viene recién comienza. Y serán los que conserven la cabeza en medio del desastre los que lograrán llegar con el espíritu intacto al otro lado.
Que gane Chile significa que no triunfe el odio: que no nos convirtamos, de nuevo, en un país de amigos y enemigos. El país ideal no es aquel donde el adversario político ya no existe: es uno donde podemos compartir familia, amistad, mesa, trabajo y sala de clases con él, sabiendo que algo de razón tiene y valorándolo por eso. Es un país donde el desacuerdo no significa lucha por la existencia. Y donde la política está al servicio del esfuerzo, la inteligencia y la prosperidad de todos y cada uno de los ciudadanos. Eso es el progreso, eso es la civilIzación.