Columna de Pablo Ortúzar: Después de Llaitul

Héctor Llaitul
Héctor Llaitul. Foto: Agencia Uno.

Obligado a radicalizarse por la aparición de grupos más extremos que la CAM dispuestos a disputarle territorio e influencia, va a toda velocidad hacia ningún lado. El futuro le ofrece traición o muerte.



La vía armada del etnonacionalismo mapuche llegó a un callejón sin salida. Los grupos violentistas tienen la fuerza suficiente para alterar gravemente el orden público y degradar el Estado de Derecho en las zonas en que operan. Pero no tienen la capacidad de construir y sostener un orden institucional propio. Ni siquiera pueden operar entre sí de forma pacífica y coordinada. Sólo les alcanza, entonces, para crear un vacío de autoridad, el cual comienza a ser aprovechado por organizaciones criminales de todo tipo. Así, los pretendidos libertadores de la nación mapuche han terminado convocando sobre su propio pueblo -y sobre sí mismos- todos los profundos males que el crimen organizado instala en donde opera.

El rostro más visible de esta decadencia, fuera del caso de Emilio Berkhoff y el camión de pasta base, es Héctor Llaitul: obligado a radicalizarse por la aparición de grupos más extremos que la CAM dispuestos a disputarle territorio e influencia, va a toda velocidad hacia ningún lado. El futuro le ofrece traición o muerte. El violentismo puede seguir en aumento y doblarse en radicalidad -en eso están-, pero ya es la empresa desesperada de un lote condenado. En el plano del poder, están liquidados. Por eso se muestran cada vez más arrogantes y desafiantes.

Llaitul ha denunciado una y otra vez como “vendidos” a los activistas mapuches involucrados en buscar una vía política dentro del arreglo institucional chileno para consolidar la “autonomía” étnica. El líder de la CAM los ve como operadores coloniales que buscan convertirse en la élite dirigente de una nación ocupada. Y tiene bastante razón: la apuesta de este grupo, que incluye a los “intelectuales mapuches”, es mediar entre el Estado chileno y el pueblo mapuche controlando la manija de los beneficios económicos y políticos aportados por el Estado. De esta forma, lograrían una posición dominante construida mediante el clientelismo con recursos ajenos. Y quienes los desafíen tendrían que vérselas con el aparato represivo estatal chileno, cuya operación ahora quedaría legitimada por liderazgos étnicos. Pasando y pasando.

Estos “gestores étnicos” tendrían, entonces, lo que la CAM y sus amigos no son capaces de ofrecer: plata y plomo en un volumen capaz de instalar y sostener un orden. Todo a cambio de olvidar un ideal de independencia que, en todo caso, es en los hechos descabellado y extremadamente poco popular dentro de los mismos mapuches. A nivel retórico, por lo demás, no se renuncia a nada. La nueva oligarquía mapuche siempre podrá decir que “quieren lo mismo que Llaitul”, lo invitarán a sumarse a la fiesta y, si termina muerto, quizás le hagan una estatua. Daga y laureles. Como sea, la CAM, los WAM y todo el indigenismo cabeza de pistola están jodidos: o se pasan al lado renovado o terminarán muertos o como soldados del crimen organizado.

La gracia de contar con una oligarquía mapuche, por otro lado, es que ni siquiera es necesario para el Estado chileno que ese grupo sea muy representativo. Tal como la CUT en relación a la Concertación, esta casta dirigente podrá ser tratada como representante universal de un grupo social, aunque no lo convoque demasiado. Basta con que sean el lote más organizado y poderoso.

Esta ruta hacia la creación de una clase dirigente mapuche es, más o menos, la que se espera consolidar mediante el programa indigenista incrustado en el proyecto constitucional. Sin embargo, dicho diseño tiene una serie de problemas que merecen ser discutidos, especialmente considerando que su ejecución millonaria saldrá de los impuestos de todos los chilenos. El primero de estos problemas es la extensión del acuerdo a todas las etnias existentes, reinventadas y por reinventar. Es evidente que la situación del pueblo mapuche en relación al Estado chileno es radicalmente distinta a la de otros grupos étnicos. Ponerlos a todos en el mismo pie parece un incentivo perverso a la etnificación, sin beneficios a la vista. Y tampoco es justo. ¿Qué deuda histórica tendría el Estado chileno con, por poner un ejemplo, los changos?

El segundo problema es el anclaje político de la nueva oligarquía mapuche. Una cosa es que construyan su poder en base a forjar clientelas manipulando la manija de los beneficios aportados por el Estado de Chile, y otra es que ocupen esa relación clientelar para recolectar votos para la izquierda chilena. En otras palabras: es problemático que la clase dirigente mapuche sea un apéndice del Frente Amplio y sus amigos. Y eso son hoy en día. Esta distorsión militante implicaría un daño permanente a la libertad política de los ciudadanos mapuches.

El tercero es el diseño de la oferta de beneficios. La izquierda parece no recordar -para variar- sus propios errores. Y uno grave fue dejar que la reforma agraria se chacreara. Si la “reclamación de tierras” ancestrales se sale de madre, la oligarquía pretendiente podría verse superada en su capacidad para capturar representación, sin que nada logre reemplazarla.

Uno de los puntos más delicados e injustos del proyecto constitucional es la estructura de privilegios arbitrarios que otorga a los pueblos originarios. Es evidente que hace falta una conversación más clara sobre el objetivo de esos privilegios, sus destinatarios y la estructura institucional que se espera obtener mediante ellos. Llamar simplemente a aprobar sin aclarar estos puntos polariza sin permitir avanzar los intereses estratégicos de Chile con consenso y decisión. Es bueno que Llaitul y los violentistas estén en un callejón sin salida. Pero lo importante es hacer bien la pega ahora para no acabar haciéndoles compañía por falta de diligencia política.

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