Dos preguntas en torno a la plurinacionalidad
¿No es plausible asumir que hay sensibilidades culturales en Chile para las cuales estos temas están lejos de reflejar normas culturales universales? ¿No atenta contra la diversidad cultural una Constitución que promueve un determinado uso del lenguaje? El borrador de la misma Constitución que busca la plurinacionalidad contiene otros artículos en una dirección perfectamente opuesta al reconocimiento de perspectivas diversas respecto a asuntos culturales de profunda relevancia.
Finalmente tenemos borrador para la nueva carta magna. Uno de sus aspectos más polémicos, y que mayor inquietud genera en la ciudadanía, es el artículo según el cual Chile es “un Estado Plurinacional e Intercultural que reconoce la coexistencia de diversas naciones y pueblos en el marco de la unidad del Estado”. Existen, evidentemente, muchas razones para reconocer la existencia de diversos pueblos, culturas e incluso naciones en el Chile de hoy. Hay, sin embargo, dos preguntas sobre las que el texto propuesto nos obliga a reflexionar.
La primera dice relación con la identidad del ciudadano chileno. Si bien es cierto que hay, por ejemplo, un modo diaguita de ser chileno, y un modo mapuche de serlo, al resaltar la particularidad de todas esas formas culturales, se puede oscurecer la referencia a la que todas apuntan: la misma chilenidad. Hay quienes piensan que bajo las formas institucionales vigentes, ser chileno es abiertamente incompatible con ser mapuche, aymara, o diaguita. Esta tensión, sigue el argumento, sería fruto de fases sucesivas de centralización política. Una manera razonable de subsanar la precariedad identitaria en la que quedan reducidas esas culturas ancestrales sería introducir una plurinacionalidad que revierta tal centralización; algo que en parte está presente en el borrador actual. Ahora bien, lo anterior no quita que el multiculturalismo implícito en la idea de plurinacionalidad corre serio riesgo de socavar los fundamentos nuestra existencia común, al rechazar una idea relativamente unitaria de ciudadanía.
La segunda pregunta presupone distinguir entre plurinacionalidad como hecho social y como norma que se hace cumplir con el monopolio del uso de la fuerza que detenta el Estado. Si no se trata más que de reconocer la interculturalidad que nuestro país posee de facto, ¿debe ella ser dictaminada desde las raíces del Estado, como es la Constitución? Hecha esa distinción, es imperioso preguntarse si es que la diversidad de facto que exhibe Chile debe ser impuesta “desde arriba”. Desde luego, puede haber muchas razones para reconocer la diversidad cultural mediante la fuerza del Estado. Una de ellas puede tener que ver con un rechazo al carácter homogeneizante y centralizador del estado moderno. En este caso, cualquier medida que apunte a la homogeneización cultural debiese ser sospechosa.
La misma Convención parece socavar lo anterior al fomentar políticas homogeneizantes: educación con perspectiva de género, lenguaje inclusivo, empatía con los animales, etc. ¿No es plausible asumir que hay sensibilidades culturales en Chile para las cuales estos temas están lejos de reflejar normas culturales universales? ¿No atenta contra la diversidad cultural una Constitución que promueve un determinado uso del lenguaje? El borrador de la misma Constitución que busca la plurinacionalidad contiene otros artículos en una dirección perfectamente opuesta al reconocimiento de perspectivas diversas respecto a asuntos culturales de profunda relevancia.
La definición del concepto de plurinacionalidad, los motivos por los que se busca, y los efectos prácticos que tendrá en nuestro país no son, por tanto, cuestión baladí. No constituye materia de inspiración poética, como podría eventualmente ser el caso de las propuestas actuales de preámbulo, sino que constituyen -ni más ni menos- la nueva noción de lo que habremos de comprender por la expresión “ser chileno”.
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