El frío y Nina Simone

NINA SIMONE 03
La chanteuse de jazz américaine Nina Simone se produit en juillet 1969 lors d'un concert dans le cadre du festival panafricain d'Alger. Née à Tryon (Caroline du Nord) en 1933, Nina Simone avait appris le piano classique et aurait pu devenir concertiste si elle n'avait pas été noire de peau. Elle a réussi à prendre le biais du jazz, ce qu'elle considérait être la musique classique des Afro-Américains, et jouait du piano habillée en peau de panthère ou coiffée d'un turban. Nina Simone est décédée le 21 avril 2003, à Carry-le-Rouet (Bouches du Rhône) à l'âge de 70 ans. (FILM) AFP PHOTO / ELEONORE BAKHTAZE (Photo by Eleonore Bakhtadze / AFP)

Que me sorprendan sus memorias me resulta en sí mismo sorprendente. Esperaba mucho y encontré más. Están estructuradas con inteligencia homérica y escritas con delicadeza, coraje y un humor preciso. Sin acomodos ni miramientos vanidosos, sin falsa modestia tampoco.



Sé que obstruye laringes y hace silbar pulmones, que le jode la vida a los madrugadores y se la arrebata a mendigos y ancianos, que estropea las rutinas y colapsa consultorios, que daña la producción agrícola y los negocios callejeros, que entorpece el desarrollo del plan curricular en la básica y la media y que, en fin, complica muchas cosas, sobre todo cuando tienes hijos chicos y horarios perros, pero a mí el frío me encanta.

De partida, por oposición: odio el calor, del que en un punto no hay cómo huir, no se puede andar empelota por la vida y aunque se pudiera, se sentiría calor igual: habría que sacarse la piel en esos días de verano, y de primavera, incluso algunos de otoño, en que la sensación térmica se incrementa hasta en los órganos y hay que capear el tormento mojándose como perro bajo el chorro del guanaco. ¿Dónde están hoy celebrando esas miles de personas, taxistas en especial, que se quejan fatigosamente del calor un tercio del año? ¿Llorando el frío?

Del frío uno puede protegerse y, si están los medios, hacerlo es un placer. Prender un fuego en el patio o la chimenea es una delicia rural, y en la ciudad se puede disfrutar transversalmente del encanto que procura calentarse la retaguardia en una estufa a gas o parafina o temperar las manos al contacto con las propias vergüenzas. Tomar sopa, té o chocolate caliente: puro goce. Comer sopaipillas pasadas o calzones rotos, lo mismo. Desentumecimiento y pequeñas felicidades, todo junto.

Y luego –o antes, más bien– está el arte de arroparse. No hay que ser Jon Snow para disfrutar un buen abrigo, un chaquetón emplumado, un chaleco chilote, zapatos y gorros peludos. Qué deleite siente el hombre nuevo al ponerse sin complejos calzoncillos largos. Hay que manejarse, eso sí, porque está el riesgo de abrigarse de más y asfixiar el cuerpo, generando sudores que pronto se enfrían: queda la camiseta mojada y encima lanas y telas que te rigidizan, sofocan y entumen. Hediondez y gripe aseguradas.

La llamada gente en situación de calle sabe del frío en serio, a veces muere en sus garras. Por lo mismo es diestra en combatirlo. Mucho sin-casa prefiere resistir en la suya, a la intemperie cartonera o en carpas, que pernoctar en esos albergues que habilita el Estado, incluido el siempre digno estadio Víctor Jara. Aunque es una contienda desigual, hay cierta épica, por no decir ética, en enfrentar el frío, cosa que no pasa con el burdo calor: se desarrolla la entereza y el ingenio, por ejemplo poniendo, a falta de chiporro, papel de diario entre la ropa y la piel. ¡Que no se acaben los diarios!

Siempre que leo sobre la Segunda Guerra Mundial me impactan los datos meteorológicos del frente ruso. Todo sucedía muchísimos grados bajo cero, sin calefacción ni calorías. Ahora bien, no estándose en situaciones radicales como esa o las de la pobreza extrema, el frío puede ser una bendición. Con la lectura y la introspección, por ejemplo, es muy amable. Me pasó este fin de semana en que las bajas temperaturas fueron el camarada ideal para leer una maravilla aparecida al fin en castellano: Víctima de mi hechizo. Memorias de Nina Simone, de Eunyce Waymon (que no es otra que la propia Simone con su nombre civil). Que me sorprendan sus memorias me resulta en sí mismo sorprendente. Esperaba mucho y encontré más. Están estructuradas con inteligencia homérica y escritas con delicadeza, coraje y un humor preciso. Sin acomodos ni miramientos vanidosos, sin falsa modestia tampoco.

Simone tuvo una infancia más apacible y feliz de lo supuesto. No pasó grandes fríos, digamos. La verdadera frialdad la experimentó tras el portazo que le dio la academia musical cuando quiso estudiar piano; pronto comprendió que había una sola explicación: era negra, lo que terminaría rompiéndole para siempre el sueño de ser la primera pianista clásica de color y conduciéndola, en cambio, al activismo y a realizarse como la genia absoluta que fue del piano cantado. Su música es lo contrario del frío: la calidez, y es infinita o extrema, capaz de estar en todo límite y traspasarlo, gloriosa prueba de lo cual son las dos versiones de su canción "Tomorrow is my Turn", una que es para bailarla con jolgorio y otra cuya escucha supone adentrarse en los rincones más sombríos de la existencia, de la irremontable soledad del ser, ahí donde el frío sí que cala los huesos.

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