Haciendo patria

El presidente Sebastian Piñera visita Antofagasta tras el fallo de la Haya
2 de octubre de 2018/ANTOFAGASTA El Presidente de la República, Sebastián Piñera, realiza una visita a la región de Antofagasta un día después del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO

Una de las primeras palabras que aprendemos en el colegio es patria. Vivimos en su suelo, los próceres murieron por ella y perderla sería una tragedia. Cuando somos niños todo eso es muy claro. El problema viene después, cuando uno entiende que tener una patria es algo más que una simple nacionalidad.



Una de las primeras palabras que aprendemos en el colegio es patria. Vivimos en su suelo, los próceres murieron por ella y perderla sería una tragedia. Cuando somos niños todo eso es muy claro. El problema viene después, cuando uno entiende que tener una patria es algo más que una simple nacionalidad.

El fallo de La Haya empujó a muchos coterráneos a distintas instancias de celebración. Lo que no está mal, supongo: las razones para celebrar siempre son escasas, más aún en estos tiempos. Sin embargo, ¿qué andaban celebrando exactamente? Más allá de los lemas rimbombantes de nacionalismo trasnochado que reaparecieron en memes y en declaraciones a la prensa, la pregunta vuelve una y otra vez por una razón muy simple: si la patria es nuestra madre, no es claro que todos le veamos la misma cara.

La patria para un habitante del centro de Santiago es algo muy distinto de lo que puede llegar a ser para alguien nacido y criado en Punta Arenas. De la misma forma, no se vive igual en todas las comunas ni en todas las casas. Sin embargo, el concepto permanece en nuestras cabezas desde la primera vez que lo escuchamos. ¿Es la patria la familia, el suelo o una palabra desteñida que alguien te enseñó en una escuela mal calefaccionada cuando tenías ocho años?

Una vez hablé largo rato con un amigo que me explicó, muy en detalle, por qué sus numerosos viajes le habían enseñado que no había nada más tonto que sentirse ciudadano de un país. Que todos debíamos ser ciudadanos del mundo, que las fronteras eran una cosa inventada y que en septiembre se le caía la cara de vergüenza de ver las casas embanderadas.

Este amigo era la misma persona que llevaba meses sufriendo por el desempeño de La Roja. Sólo para joder, le pregunté que si se sentía tan poco chileno por qué le interesaba el destino de la selección. ¿Por qué alegrarse o llorar por los partidos del equipo nacional?

No es lo mismo, me dijo muy serio, no vas a comparar toda esa cosa del rodeo y la cueca y la parada militar con un triunfo de La Roja. Pero entonces cuando juega La Roja te sientes chileno, le dije, ahí eres chileno.

Claro, me dijo, nací acá pero en realidad me siento chileno un par de veces al año. Me encanta La Roja, me gusta cuando un chileno se gana algún premio afuera, cuando dicen "Chile" en una película gringa, pero no ando con la bandera en el pecho ni jamás se me ocurriría ir a una guerra por este país.

La chilenidad de mi amigo era contradictoria, un poco tibia, bastante irracional y en general muy tímida. Se me ocurre que así también es la mía y la de mucha gente. De pronto, sin aviso, nuestra chilenidad nos sorprende y nos obliga a sentirnos parte de un grupo. Y en ese grupo (no hay caso, no hay otra forma) con horror se incluyen también los nacionalismos de tarro, los patriotas de teclado y los racistas de bajo perfil y alto amor por bototos y escarapelas. Como dijera un poeta, ellos son también nuestros hermanos, nuestros horrorosos, monstruosos hermanos.

El problema del concepto de patria es que se basa en un consenso donde no alcanzamos a tener ni voz ni voto. Por eso, quizás, eventos como el fallo de La Haya despiertan en algunos una alegría inexplicable pero real. "Ganamos", dicen. Es el deseo un poco infantil de entender la historia del país como una novela de vaqueros, un cuento de buenos y malos donde no hay ambigüedad y donde nosotros (por supuesto) siempre tenemos la razón.

Sin embargo, creo que la pertenencia a la patria se asoma de maneras mucho menos estridentes en momentos donde uno no se la espera. Por ejemplo, en algo que escuché una vez en una calle del centro. Un matrimonio anciano caminaba delante de mí en una cuadra poblada de bares. Entonces el señor miró a su mujer y al pasar, con ese tono insuperablemente casual del chileno en busca de cómplices, dijo al aire: "Parece que me quiero tomar una cosita". Esa, para mí, es la frase más chilena que jamás haya escuchado. Si tenemos una patria que merezca amor, es la patria que se atisba en esos momentos.

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