La derecha en busca de una tradición política

Sichel y Kast

En menos de un año, el electorado de la centroderecha se ha paseado por casi todas las opciones políticas posibles, ante una izquierda que se fortalece cada vez mas en una visión clara de lo que pretende a futuro.



Es recurrente escuchar que el panorama político chileno está “líquido” y en especial en la centroderecha, donde aún no termina de cuajar un proyecto político de consenso para el sector.

Basta como ejemplo el rápido surgimiento y caída de sus distintas candidaturas presidenciales. Primero fue Mario Desbordes, encarnando una idea de derecha social, después tomo la posta Joaquín Lavín con su constante esfuerzo de avanzar hacia el centro político, pero que al final, terminó siendo derrotado por Sebastián Sichel, quien, en sentido inverso, partía del centro hacia la búsqueda de la centroderecha.

Esta era la historia hasta hace poco, cuando a menos de un mes de la elección presidencial las encuestas muestran un marcado favoritismo por José Antonio Kast, situado, tal vez, en la antítesis de la -hasta hace pocos meses atrás- ganadora propuesta de Sichel.

En menos de un año, el electorado de la centroderecha se ha paseado por casi todas las opciones políticas posibles, ante una izquierda que se fortalece cada vez mas en una visión clara de lo que pretende a futuro.

En tal escenario de desconcierto y búsqueda puede ser un ejercicio válido recordar las bases sobre la cuales se fundó la centroderecha chilena. Diego Portales Palazuelos llegó al poder en 1830 y a partir de su asesinato en 1837, pasó a ocupar un lugar imborrable en el imaginario político del país.

Desde el momento mismo de su muerte se fue construyendo en torno a la figura de Diego Portales una verdadera tradición política, que fue desarrollando sus principios e ideas fuerzas a partir de las actuaciones y convicciones, reales o supuestas, del propio ministro.

Esta tradición, sin embargo, no estuvo ajena a desafíos de relatos o tradiciones políticas adversas, llegando en algunos casos a situaciones que, miradas desde la perspectiva del tiempo pueden resultan “pintorescas”, pero que para sus protagonistas significaron luchas encarnizadas, por ejemplo, la “guerra de los monumentos”.

Desde 1837 se habían aprobado en Chile la construcción de varios monumentos en homenaje a ciudadanos ilustres, los que, por diversas razones, no se habían ejecutado.

Solo después de una exitosa colecta pública se concretó el primero de ellos. El 21 de septiembre de 1856 se inauguró la estatua del general Ramón Freire, figura emblemática de las fuerzas liberales en aquellos años y del imaginario político anterior a Portales. Los discursos de inauguración no pudieron ser más elocuentes. Todos ensalzaron la figura liberal y democrática de Freire en contraposición con el llamado “conservadurismo despótico” de Portales y Montt.

El hecho no podía dejar indiferentes al presidente Manuel Montt y su ministro Antonio Varas, pues por ley de 1837 se había autorizado un monumento en honor a Diego Portales el que hasta la fecha no se había concretado.

Ante este desafío los conservadores se lanzaron en una gran colecta pública para reunir los fondos necesarios, la que, sin embargo, no fue suficiente. Fue una derrota humillante.

Sin embargo, Montt y Varas no se intimidaron. Conocedores de que una petición de fondos públicos para un monumento a Diego Portales sería rechazada por la oposición, en la ley de presupuesto de 1857 algunos parlamentarios, en complicidad con el gobierno, solicitaron una partida de 20.000 pesos con el fin de construir los monumentos que el Congreso había autorizado pero que aún se encontraban pendientes por falta de recursos. Estos eran los generales Carrera, O´Higgins y San Martín, el abate Molina y el ministro Diego Portales.

La partida se aprobó, no sin sospechas por parte de la oposición, en la sesión de la Cámara de Diputados de 11 agosto de 1857, por 36 votos a favor y 7 en contra.

El tiempo dio la razón a los que sospechaban. Los 20.000 pesos fueron invertidos en su totalidad en la construcción de la estatua de Diego Portales, encargada a Paris, al arquitecto Jean-Joseph Perraud e inaugurada el 16 de septiembre de 1860 con la presencia del Presidente Montt, su gabinete en pleno y con un elocuente discurso del propio Antonio Varas.

El abate Molina tuvo que esperar hasta el año siguiente, el general San Martín hasta 1863, Carrera hasta 1864 y Bernardo O´Higgins hasta 1872. La estatua de Diego Portales inaugurada en 1860 se encuentra hoy en día en la plaza de la Constitución frente a la entrada del palacio de la Moneda.

Se oficializó así una de las tradiciones políticas más importantes de la historia de Chile, caracterizada por impulsar liderazgos de fuerza y carácter, capaces de pensar siempre en el largo plazo a pesar de las impopularidades presentes. Líderes y no meros receptores de deseos o ansias de la población, servicio público desinteresado, patriotismo, austeridad personal y acción de gobierno marcada por el realismo político y no por ideologías utópicas.

Tradición que, además, formó un ideal de Estado que, respetando la iniciativa privada debía servir de guía para los grandes desafíos del país. Un Estado activo y motor de la sociedad, cuya primera obligación era la mantención del orden y el progreso moral y material de sus ciudadanos, elementos sin los cuales cualquier libertad y desarrollo se entendía imposible.

Además, encarnó una forma de ejercicio del poder concentrada en la figura del Presidente de la República como gran árbitro, por encima de los partidos políticos y las pasiones e intereses en pugna en la sociedad. Un presidente al cual se obedecía con independencia de quién detentara el cargo y cuyo único norte lo constituía el bien común. En definitiva, un presidente como último garante de la unidad nacional y para quién el principio de autoridad constituía la real fortaleza de su acción pública. Autoridad que va más allá de una obediencia por temor o fuerza, sino que implica la idea de un gobierno fuerte y ordenado, al cual se obedece por el respeto que merecen sus miembros, por la confianza en la sabiduría de sus decisiones y por la convicción de que obra en interés del bien común.

Esta tradición, con periodos de mayor o menor intensidad, se plasmó en todos los gobiernos posteriores al decenio de Montt y Varas hasta la Guerra Civil de 1891, lo anterior, a pesar de la afiliación política liberal de muchos de los presidentes de aquellos años. Así fueron portalianos José Joaquín Pérez 1861-1871; Federico Errázuriz Zañartu 1871-1875; Aníbal Pinto 1875-1880; Domingo Santa María 1880-1885 y Balmaceda 1885-1891.

Balmaceda, poco antes de su trágica muerte escribió, “en pocos meses más entregaré el mando. Nada espero para mí. Pero entregaré mil veces la vida antes que permitir que se destruya la obra de Portales, base angular del progreso incesante de mi patria”.

La fuerza de la tradición portaliana era tal que figuras como Santa María y Balmaceda, presidentes liberales y que, por tanto, podrían considerarse en las antípodas del régimen instituido en 1830, estaban dispuestos a defender la obra creada por el asesinado ministro.

Hoy en día, cuando todo es caos, incertidumbre, debilidad y falta de convicción, pocos recuerdan cuando ingresan al salón Montt-Varas en la Moneda, que ahí se encuentra la bandera de Chile con el escudo nacional y dos sendos retratos de Montt y Varas realizados por Bartolomé Pagani, a partir de los originales pintados en 1865 por el italiano Alessandro Capalti.

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