La república de las naranjas falsas

naranja

Las naranjas de Piñera no deberían importar pues son apenas un detalle cómico. Pero hay algo inquietante en ellas, algo otorgado por la inesperada extrañeza de su artificio, algo que quizás terminó convirtiéndolas en un signo que resume este invierno, por más que a estas alturas ya sepamos que se pusieron ahí para que los árboles no se vieran tan pelados en el evento.



Miro en la pantalla unas naranjas colgadas con alambre en el patio de La Moneda. Más que causar gracia, provocan cierta pena porque remiten al presente con cierta elocuencia. Anoto momentos de ese presente: esta semana Sebastián Piñera fue abucheado en Quintero; la vocera de Gobierno mandó a perseguir a un joven que había hecho un chiste sobre ella en twitter y el ministro Nicolás Monckeberg trató de disparar unas fake news tipo Trump sobre el salario mínimo en un punto de prensa en el Congreso. Todo, en el marco de un par de meses delirantes, que quizás pudieron comenzar a entenderse así gracias al momento en que se anunció la creación de una oficina de inteligencia cuyas iniciales eran C.N.I. y que estallaron con la nominación de Mauricio Rojas como ministro de Cultura, quien fue destituido luego de que la ciudadanía considerase moralmente inaceptable tener en el cargo a alguien que afirmaba que el Museo de la Memoria era un montaje. A lo anterior hay que sumar un debate más bien paupérrimo sobre la posibilidad de un "museo de la democracia" (que más bien nos hizo recordar el "Museo del Sandwich" que puso Raúl Ruiz en "Cofralandes") y la noticia de que en La Reina el municipio hizo un convenio con el Club de Tiro de La Reina para darle un descuento de 30% a los vecinos (medida que José Antonio Kast celebró y sugirió que podría ser una política nacional); a lo que hay dos nubes tóxicas, una que en Quintero intoxicó a más de 300 personas y la de Maipú de ayer, proveniente de miles neumáticos quemados.

Hay más pero creo que lo anterior puede ser suficiente. En ese cuadro, las naranjas de Piñera no deberían importar pues son apenas un detalle cómico. Pero hay algo inquietante en ellas, algo otorgado por la inesperada extrañeza de su artificio, algo que quizás terminó convirtiéndolas en un signo que resume este invierno, por más que a estas alturas ya sepamos que se pusieron ahí para que los árboles no se vieran tan pelados en el evento, a petición de la banquetera que se encargó de la cena en la que se recibió a Pedro Sánchez, presidente de España.

Pero la imagen quedó ahí, superando toda explicación, todo detalle freak. Uno no puede evadir la tristeza que provocan la ramita podada y el alambre negro, la luz del mediodía cayendo sobre la fruta, los balcones del patio interior al fondo. Porque hay algo desolado en esa imagen que parece sacada de un programa de televisión pobre que confirma que la decoración de los matinales (todas esas salas de estar falsas llena de cuadros horribles, muebles chillones y flores de plástico) ha terminado instalada en el centro del poder para definir los contornos de su puesta en escena. Aquello tal vez tiene que ver con la renuncia al sentido común y con el abandono de cualquier lógica que no sea la del espectáculo pues la naranjita colgada del alambre es un signo que quizás sintetiza todo lo que pasa en La Moneda. Están ahí la impostación diaria y la falsa gravedad, las palabras vacías y el peso de la noche, la arrogancia intelectual y esa necesidad de que el espectáculo siga, por más que el set se esté desarmando y se pueda ver que atrás ya no hay nada.

Simulacro que se enorgullece de serlo aunque sea pura carne de meme, las naranjas resumen estos meses mejor que cualquier análisis político. Postal acelerada de un Chile lleno de nubes tóxicas y de una república cuya iconografía ahora está hecha de frutas falsas, no hay que explicar demasiado salvo recordar que al lenguaje de la política solo le queda presentarse como pura ilusión, como un artificio cuya pobreza material está a la vista porque justamente a porque a nadie parece interesarle lo real, lo justo, lo verdadero.

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